viernes, 23 de septiembre de 2016

El mejor amigo Por Vicente Battista

Todos la deseábamos, pero ni siquiera nos atrevíamos a mirarla: Virginia era la mujer del jefe y nosotros conocíamos muy bien las leyes del juego. Ella nos trataba con desprecio. Sólo reparó en mí cuando el jefe le regaló el cachorro. Hay quienes aseguran que lo del perro fue un capricho de ella, otros afirman que fue una idea de él, como todo. Lo cierto es que una tarde en la casa grande apareció el Doberman, ya de pequeño era feo y fiero. El jefe le buscó un nombre humillante.
—Lo llamaremos Pimpollo —ordenó y se echó a reír. Todos reímos. Él se dirigió a Virginia y agregó:
—Ahora tendrás compañía. Acaricialo.
Virginia repitió Pimpollo y comenzó a acariciarlo. Estábamos acostumbrados a eso: jamás cuestionaba una orden.
—¿Qué te parece esta bestia? —me preguntó el jefe.
Lo tuve un rato en mis brazos, le estudié el hocico y dije lo que me parecía.
—Habrá que creerle —dijo el jefe—, en sus tiempos de alcahuete entrenaba perros.
Todos festejaron menos Virginia: Me habló, era la primera vez que me hablaba.
—¿Es cierto? —preguntó—, ¿cuando fuiste policía...?
Dije que sí. Ella adoptó un gesto entre la inocencia y la alegría.
—Podría criármelo —sugirió.
El jefe largó otra de sus inmundas risotadas.
—No hay problema —dijo—, con este no hay problema.
Todos rieron. Se dirigió a mí y ordenó:
—Criaselo.
Con la excusa del cachorro comenzamos a ver nos a diario. Es cierto que yo no revestía peligro, apenas era un mandadero en la Organización. Tuve que soportar que incluyeran una nueva burla a las habituales: para algunos era el que le criaba el perro a la patroncita; para otros, el eunuco del harem. No me importó. La había deseado desde el primer día y aunque sabía que nunca la iba a tener, el solo hecho de estar con ella, frente a ella, justificaba la burla de los otros. Me dediqué por entero al entrenamiento. El perro aún era cachorro pero ya me daba pruebas de obediencia. Ahora también yo tenía a un subordinado. Virginia lo comprendió pronto.
—¿Es capaz de obedecerte en todo? —preguntó. Dije que sí.
Sonrió. Quise creer que entre ella y yo se estaba estableciendo un pacto y en ese instante se me hizo cierta la historia que circulaba de Virginia.
Decían que había ingresado a la Organización igual que las otras mujeres: por su cuerpo. Aseguraban que al principio hasta se había burlado del jefe y que el jefe había aguantado esas burlas, que le había consentido libertades sin pedir nada a cambio. Por eso, afirmaban, llegó a conocer cosas de la Organización que muy pocos conocían. Decían que cierta tarde se había sentido poderosa y que había olvidado los consejos de las mujeres más viejas: había hablado más de la cuenta sin saber, pobre idiota, que estaba hablando con un espía del jefe.
A partir de ahí la historia se hace confusa, cada uno tiene su propia versión y todas un punto de coincidencia: la severidad del castigo. Dicen que le pegaron hasta el cansancio, hasta que ella se echó de rodillas y suplicó que, por favor, no le pegasen más. Dicen que el jefe primero la armó, otras veces le vimos hacer cosas parecidas con algún castigado, aunque jamás con una mujer, y dicen que después ordenó le atendiesen las heridas. Dicen que estaba tan lastimada que no hubo modo de vestirla, que tuvieron que dejarla desnuda en la jaula. Dicen que no la encerraron en una cárcel, sino en una gran jaula. Dicen que el jefe quería transformarla en un animal, en una bestia dócil y obediente. Dicen que ahí estuvo, durante semanas, sola con su rencor. Dicen que únicamente abrían la puerta para dejarle la comida o para revisar las heridas. Dicen que cuando finalmente curó, el jefe la dejó salir. Dicen que ella habrá pensado en la muerte: nadie que se iba de boca en la Organización vivía para contarlo. Dicen que otra vez se echó de rodillas para pedir por su vida. Dicen que el jefe no hizo nada, que sólo mandó a que la bañaran y la preparasen. Dicen que ella fue mansa y sumisa y dicen que contentó hasta el último capricho del jefe, dicen que aceptó hasta la más ruin de sus exigencias. Dicen que desde entonces supo transformar el asco en un perpetuo gesto de placer. Idéntico al que tenía cuando me preguntó si ese perro era capaz de matar.
—Sí, si yo se lo ordeno —dije.
Creció robusto. Lo fui criando huraño y feroz. El jefe se había olvidado del animal, seguramente creía que continuaba siendo ese cachorrito manso, que había hecho traer para entretenimiento de Virginia. Ni ella ni yo le hicimos ver lo contrario. Eso también, pensé, era parte del pacto.
Una mañana hubo alboroto en la casa grande: el jefe partía rodeado por sus mejores hombres. Supe que volverían en un par de días, me acerqué para despedirlo. Como siempre, el perro iba a mi lado. El jefe no reparó en mí, pero sí en el animal.
—¿Esta bestia es...? —preguntó, sorprendido.
—Sí —dije.
Se acercó para intentar una caricia, pero el perro mostró los colmillos. El jefe retrocedió, era la primera vez que lo veíamos retroceder.
—Tenés dos días para enseñarle que yo soy el patrón —me ordenó—. Si cuando vuelvo sigue así, no lo quiero ver en esta casa. Ni a él ni a vos.
Lo sostuve por el collar, hasta que los coches se alejaron.
—¿Te alcanzará el tiempo?
Virginia estaba en la puerta principal y con un gesto ordenó que me acercase.
—Los animales no piensan —dije.
—Yo pensé.
—Pero te costó más de, dos días aceptarlo.
—Nunca lo acepté —dijo—. Tengo algo que proponerte. Dejá a esa bestia afuera, para que cuide.
Tendría que haberme negado, pero no pude. La seguí. Muy pocos hombres entraban a la casa grande; ninguno al dormitorio de Virginia. Tuve miedo. Ella me ordenó que cerrara la puerta.
—Tu jefe me da asco —dijo—, siempre me dio asco.
Sabía que haber escuchado eso ya me condenaba, quise huir. Me aferré al picaporte, pero no la abrí.
—Echale llave —ordenó ella.
Obedecí como un autómata, pero no me separé de la puerta.
Virginia continuaba al pie de la cama, lentamente comenzó a quitarse la ropa. Me costó aceptarlo: estaba realizando un diabólico strip—tease sólo para mí.
—Lo deseaste desde el principio —murmuró—, desde el primer día te quisiste cojer a la mujer del jefe.
Aprobé en silencio, pero no avancé un paso.
—Y la mujer del jefe ahora puede ser tuya. Atrevete —ordenó. Me abalancé sobre ella y le quité la poca ropa que aún vestía; después comencé a acariciarla, codicioso. Virginia se dejaba hacer, fría y solemne como un trofeo. Habló:
—Por mucho tiempo tuve que mentir el goce —dijo—. Quiero gozar.
La besé ansioso. Estaba poseyendo lo imposible y sabía que iba a durar lo que un sueño. El miedo fue más fuerte que el deseo: acabé mal y pronto. Todo el tiempo imaginé que el jefe estaba en el marco de la puerta. Virginia jadeó, gritó, mordió mi cuello y arañó mi espalda. No le creí nada, pero lo sabía hacer: era su oficio.
—Salgamos de aquí —dije, mientras me vestía.
—No temas. Tardará dos días en volver —me tranquilizó.
—No importa, salgamos —supliqué, sentí que transpiraba.
—Todavía no te hice la propuesta —dijo.
Continuaba desnuda, le pedí que se cubriera. No me hizo caso.
—Dijiste que es capaz de matar, que si se lo ordenás, es capaz de matar.
No me atreví a contestarle. Afirmé moviendo la cabeza.
Sobre su cara se dibujó una sonrisa perversa, pero ni con eso perdió la belleza. Me miró a los ojos y sentenció lentamente, fríamente:
—Quiero que salte sobre él, quiero que lo destroce y quiero estar presente cuando lo mate.
—Estás loca, vos estás loca. ¿Por qué le voy a hacer caso a una loca?
—Porque si no le diré que me forzaste. Fíjate cómo te mordí y te arañé para impedirlo. Estás condenado.
Me acerqué con la mano en alto.
—También le diré que me pegaste, para obligarme.
Dejé caer los brazos, derrotado.
—Estás loca —murmuré y comprendí que finalmente habíamos cerrado el pacto.
Durante los siguientes dos días planificamos la forma de hacerlo. Decidimos que no habría testigos: cuando ella quedara a solas con el jefe en la casa grande, me iba a llamar con cualquier excusa; entonces yo iría con el perro. El resto era asunto mío: apenas una orden y el salto asesino. A Virginia le brillaban los ojos: imaginaba su momento de gloria. En ese instante la deseé otra vez, pero no dejó que la tocara; prometió que la gozaría después del crimen.
Regresaron pasado el mediodía. Los sirvientes se habían alineado para esperarlos, yo estaba en la otra punta, Virginia en la puerta principal y el perro atado en los fondos. El jefe bajó del coche. Ignoró a los sirvientes y a Virginia, se dirigió a mí.
—Vení —ordenó—, tengo que hablar con vos.
Sentí una convulsión, apoyé las manos en mi vientre.
—Como usted diga —alcancé a decir y seguí sus pasos.
No se había ido el sol cuando uno de los sirvientes vino a buscarme. Pidió que fuese a la casa grande, con el perro. Todo sucedía tal como lo habíamos planeado: en la sala sólo estaban el jefe y Virginia. Ella tenía en los ojos el mismo brillo de los días pasados. Me recibió con una sonrisa.
—Te mandé a llamar... —comenzó a decir. La voz del jefe sonó soberbia y definitiva.
—¡Callate, hija de puta! —dijo.
Virginia entendió todo en un instante, pero esta vez no tuvo tiempo de sentir ni odio ni desprecio; no tuvo tiempo de hincarse de rodillas y pedir perdón. Tal como el jefe me lo había mandado, le ordené al perro que saltara. Se prendió de la garganta de Virginia y no la soltó hasta que supo que estaba muerta. Un animal bien entrenado. Le hemos conseguido una perra para que le haga compañía, forman una linda pareja. El jefe dice que es bueno tener animales fieles en casa.

(De La huella del crimen, Ed. Cántaro, 2007)

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