sábado, 22 de agosto de 2015

Todo puede suceder Por Pablo Ramos*

Otro día de lluvia. Observo la tarde desde el balcón de mi casa. Una chica acaba de pisar la doble línea amarilla de la avenida San Martín y ahora la sorprende el semáforo. Parada en medio de la estampida parece desconcertada. Los autos son un río interminable: no hay espacios hacia donde avanzar, no hay modo de retroceder ni de arrepentirse. Tengo la certeza de que algo va a ocurrir en este momento. Miro los autos estacionados, la gente que camina distraída; miro los negocios, los restos del verano en las vidrieras desordenadas. Todo es igual que siempre: una postal que se mueve, que perdura en el tiempo.

La chica da un paso hacia atrás y un motociclista que no alcanza a frenar inclina la moto con su cuerpo para no atropellarla de lleno. Le pasa demasiado cerca, y acaso la empuja un poco porque la chica cae y el motociclista, a su vez, también cae y se desliza por el asfalto más de veinte metros. El semáforo cambia y es una suerte para los dos que los autos se detengan. Él se levanta y camina, arrastrando su moto, hasta donde está la chica: casi sentada en medio de la avenida. La gente se amontona. Puedo reconocer a unos cuantos desde acá, sentado en el balcón de mi casa como en el palco de un teatro. Alguien pide a los gritos que no la toquen y aparta a la gente, empujándola con fuerza. Después una sirena, una ambulancia, el auto de la policía.

Sigo en el mismo lugar: en el balcón de mi casa. Todavía asustado, aunque la calle, poco a poco, ha vuelto a ser la de siempre. Camino hacia la cocina y pongo el agua para el mate. Todavía tengo en la mente la última imagen de la avenida y entonces de golpe, a propósito de nada, esa imagen es desplazada por otra imagen: la de un zapato. Una imagen real, casi perfecta: un zapato, seguro que de mujer, tirado en medio de la avenida.

Dejo la cocina, cruzo el living y salgo al balcón. El zapato está ahí, exactamente sobre la doble línea amarilla, apenas a salvo de los autos que van y vienen. Salgo del departamento y en pocas zancadas bajo la escalera hasta el pasillo de entrada. Salgo a la calle, espero la oportunidad y cruzo a buscarlo. Es el zapato izquierdo, perfectamente acordonado y con un soquete blanco y azul en su interior. Parece algo preparado, una broma de mal gusto. ¿Cómo pudo habérsele salido el zapato de esta forma? ¿Cómo pudo salir el pie sin haber arrastrado el soquete? Vuelvo a mi departamento y lo dejo en la cocina. El zapato ahora está ahí: mojado sobre la mesada de mármol. Mientras sacudo la yerba, me agacho y lo huelo. Tiene el olor que debe tener: a cuero mojado. Nada que lo relacione con la chica del accidente, ningún olor femenino, ningún perfume. Sólo cuero mojado y un soquete de algodón sucio de barro. Lo miro una vez más, después lo dejo, me olvido, termina mi día y me voy a dormir.

Es la tarde del segundo día del zapato en mi casa. Siempre en el mismo lugar, ahora seco y endurecido por el calor de la cocina. Vuelvo a mirarlo de cerca, a olerlo. El soquete cuelga en el lavadero, limpio y húmedo, junto a la ropa recién lavada. Estoy descalzo, parado sobre el piso de mosaico. Me siento sobre la mesada, desato el nudo y retiro el cordón. Luego intento calzarme el zapato. Me resulta imposible, es demasiado pequeño para mi pie. Igual me lo dejo, me bajo de la mesada y camino así, con el zapato a medio calzar. La altura despareja y la presión en los dedos me imponen un paso torpe, aparatoso. Hacen que balancee la cadera como una anciana renga.

Voy hasta la heladera, la abro y tomo un trago de leche. Después voy hasta la pieza. Cruzo toda la casa en dirección al balcón. Me detengo en el living para verme reflejado en el espejo que ocupa casi toda la pared del fondo. Camino de perfil y me miro, primero del lado del pie descalzo y después del lado del zapato. Sigo haciendo mis cosas como si nada. Voy al baño y me lavo los dientes, me cebo unos mates. Vuelvo al living (cuando paso frente al espejo me miro con disimulo), tomo un libro de la biblioteca y me siento en el sillón. Cruzo las piernas —la izquierda sobre la derecha—, veo colgar de mis dedos el zapato sin cordones. No tengo intenciones de leer y entonces me levanto. De nuevo hasta la coci­na, de nuevo al baño, rengueando y chancle­teando el zapato por toda la casa. De golpe me siento desanimado: avergonzado no sé de qué; sentado en la mesada de mármol como si hubiera llegado a la meta, me saco el zapato y lo dejo. Debería tirarlo, pienso; más tarde, digo, cuando saque la basura.

Es ahí que lo veo: un papelito rosa tirado en el piso de la cocina. Lo levanto y noto que está doblado. También está escrito: J. A. García 1249, dice. Es una dirección, a pocas cuadras de mi casa.

Resulta evidente que el papelito estaba adentro del zapato ¿Pero a quién se le puede ocurrir poner una dirección en el zapato como si fuera una agenda o algo parecido? ¿Será una broma que espera ser completada con la correspondiente entrega a domicilio? ¿O será que esta mujer, más loca que una cabra, le puso una etiqueta con su dirección al zapato izquierdo simplemente porque sí? Lo despliego y compruebo que adentro también está escrito. Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos, dice. La frase no tiene firma, y la letra (estoy seguro) no es de la misma mano que anotó la dirección. La frase tampoco tiene sentido, así, suelta, escrita en un papel que hasta hace minutos estaba adentro de un zapato.

No puedo imaginar por qué, pero estoy en la calle. Llevando el zapato con el soquete adentro de una bolsa de plástico. Camino apurado. La llovizna amenaza ser lluvia torrencial en cualquier momento y lluvia torrencial significa, en este barrio, inundación. Por eso camino apurado. Me siento incómodo, como si todo el mundo supiera que estoy devolviendo medio par de zapatos viejos.

Llego al lugar y resulta ser un local abandonado: una cortina de enrollar de varillas de hierro, forjada en rombos, cancela el paso. Detrás de la cortina, una puerta vaivén destrozada, dos vidrieras rotas y pintadas con cal y un agujero en la pared del fondo por donde entra algo de luz. Una especie de imprenta vieja se puede ver en el centro. No hay timbre ni nadie a la vista que pueda oírlo. No golpeo. Meto la bolsa por uno de los rombos de la cortina de enrollar y la tiro con fuerza, tratando de embocarla en el agujero de un vidrio roto. El soquete se sale y cae adentro, la bolsa se engancha y queda colgando. Está hecho, digo.

Ahora llueve. Miro por última vez la bolsa con el zapato adentro y empiezo a caminar. Me concentro en las veredas, en el color de las baldosas. La primera vereda es amarilla, camino unos pasos y se convierte en roja, con las baldosas acanaladas en dirección a la calle. La siguiente es color cemento y está bastante rota. Después otra amarilla que si­gue al doblar la esquina. Un malestar inexplicable me aplasta la boca del estómago. Cuatro veredas más y estoy seguro de lo que es pero trato de ignorarlo. El esfuerzo dura dos veredas rojas. Me detengo, pego la vuelta y camino hacia al local. Miro la bolsa de plástico colgando del vértice del vidrio roto, el zapato está adentro, demasiado pequeño para mi pie. Busco algo con qué alcanzar la bolsa: una rama, un pedazo de madera. Encuentro un cartón duro y lo retuerzo. Meto el cartón y todo el brazo por uno de los rombos de la cortina pero apenas puedo llegar al vidrio. No sé si quiero pescar el zapato o tirarlo para adentro. Le doy golpes al vidrio con la punta del cartón, que se dobla como si fuera de manteca.

¿Qué puedo hacer ahora? Está lloviendo a cántaros. Puedo buscar una piedra. Busco una piedra. Estoy nervioso, tengo miedo de que alguien me vea. ¿Qué podrían pensar? ¿Qué podría decir? ¿No ve, señor, que estoy devolviendo un zapato? Tiro la piedra, el vidrio estalla y la bolsa cae del otro lado. Entonces me voy, primero animado, después con la sensación de ser un estúpido, de haberme mojado de gusto.

Estoy nuevamente en casa, tomando mate, con una toalla al cuello, mirando por la ventana del balcón. La lluvia ahora se deja oír con fuerza. Parece que el viento se va a llevar la avenida. El zapato no está y es una ausencia extraña. Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos, digo, y escucho la lluvia que, como el perfume de alguien querido y ausente, invade la noche.


* Pablo Ramos nació en 1966 en un suburbio de la provincia de Buenos Aires, donde transcurrió su infancia. Después su ámbito fue la calle, la vida difícil, a veces la desesperanza. Publicó el libro de poemas Lo pasado pisado y ganó varios certámenes de poesía. Es autor de la novela El origen de la tristeza del libro de cuentos Cuando lo peor haya pasado, que obtuvo el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (2003) y el Primer Premio en el concurso Casa de las Américas de Cuba (2004).

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