domingo, 16 de agosto de 2015

Desagravio Por Ricardo Piglia

Mientras los aviones pasaban en formación y vuelo rasante hacia el río, Fabricio recordó haber leído, hacía un momento, en la pizarra de La Prensa, "Hoy, 16 de junio, desagravio a la bandera". Lo asombró la coincidencia. El día de la reconciliación con su mujer se producía ese tumulto en la Plaza de Mayo.

Elisa lo había abandonado hacía dos meses, pero Fabricio estaba dispuesto a perdonar. Sólo esperaba de ella un gesto de ternura y de arrepentimiento. l también podía llamar desagravio a lo que estaba por suceder.

El cielo blanco, con los aviones al fondo, brillaba como una tela mojada. Grupos de manifestantes llegaban en camiones por las calles laterales. No había carteles, no había consignas, sólo la gente que se amontonaba. Igual que ovejas, pensó Fabricio. Negras. Una manifestación de ovejas negras.

No le importaba la política, las desgracias eran siempre privadas. Si la política es el arte de lo posible, solía decir, entonces toda vida es política. Repitió esa frase, porque le daba cierto sentido personal a los sucesos de los últimos tiempos.

Una bandera argentina había aparecido quemada en el atrio de la catedral. El presidente Perón acusaba a los activistas de la Acción Católica. Había rumores múltiples de inquietud militar, la Marina estaba en estado de alerta y esos aviones Gloster Meteors podían ser de la Marina. Fabricio tenía sus convicciones y sus propias hipótesis. Las cosas parecían graves, pero no eran graves, sólo eran inconexas. Todos exhibían un horror deliberado y se esmeraban por parecer más escandalizados que los demás, como si prender fuego a un trapo celeste y blanco fuera una catástrofe de consecuencias incalculables.

Veía todo eso extrañamente ligado a su vida. La misma lógica insensata y destructiva que llenaba las calles había llevado a su mujer a abandonarlo.

Esperaba encontrarla en el bar de la Recova, en los bajos del edificio del conservatorio donde ella daba clases de violín.

Lo que más extrañaba era el sonido del violín de Elisa. Formaba parte de su vida en común. Ella se levantaba temprano y antes de ir al conservatorio practicaba sus lecciones. La música llegaba como una bendición desde el fondo de la casa. Ahora, cuando Fabricio abría el negocio de óptica que había heredado de su padre, el silencio le parecía tan desolado y vacío como su propia vida.

A medida que avanzaba por la Avenida de Mayo veía crecer la multitud. Unos hombres abrigados con bufandas pero con el pecho desnudo bajaban una lata de querosén de un camión estacionado cerca del edificio del Cabildo. Era una especie de tambor redondo y estaba vacío y un hombre alto de pelo colorado con cara de ratón se lo ató a la cintura con una correa y empezó a golpearlo y a gritar consignas contra los curas y los vendepatrias. Usaba un guante de lana en la mano derecha y golpeaba la lata con un caño de plomo.

Fabricio cruzó entre ellos, con cara de simpatía, como si también él fuera un peronista que iba a la plaza a gritar idioteces y a golpear latas vacías.

No iban a amendrentarlo. Se sentía protegido. Desde hacía meses andaba armado. Llevaba un revólver en la cintura, calzado en el cinto. Había conseguido el permiso de un juez que era cliente de la óptica.

Muchas veces había imaginado que un hombre decidido y desesperado —un suicida, un amante abandonado— podía ser capaz de hacer lo que otros no podían hacer. Por ejemplo matar a Perón. Si alguien piensa matarse, entonces puede hacer lo que quiera. Esa idea lo tranquilizaba.

A veces, en las noches de insomnio que sucedieron a la decisión de Elisa, se veía esperando a Perón en un zaguán. Había visto el dibujo de un atentado contra el zar en una vieja revista uruguaya. Se veía un carruaje y un hombre parado en medio de la calle con el brazo izquierdo extendido y un arma gatillada en la mano. La imagen volvía, como un recuerdo personal. Perón bajaba sonriendo de un auto y Fabricio levantaba el brazo y lo mataba de un tiro. Veía el horror en los ojos de Perón, atrás de su sonrisa simpática. No podía sacarse esa idea de la cabeza. La sangre, la muchedumbre, los gritos.

Estaba ya frente a la Plaza de Mayo. Cada vez más gente se amontonaba confusamente en las calles laterales, donde los que bajaban de los camiones se habían reunido y empezaban a gritar. Era igual a todos los días pero a la vez era distinto y era extraño, como en un sueño. Los trolebuses y los autos circulaban por las avenidas, los negocios estaban abiertos, los transeúntes cruzaban indiferentes entre los manifestantes enardecidos.

Primero la queman y después le hacen desagravios, pensó Fabricio, y buscó los aviones en el aire helado.

Tenía que llegar al Bajo, a Paseo Colón. Elisa salía del conservatorio todos los días a la misma hora y se sentaba en el barcito de la Recova a tomar un café con leche. La había vigilado semanas enteras. La conocía bien.

¿La conocía bien? Lo había dejado, de un día para otro, sin explicarle la razón, sin pedirle nada. Le dijo que había decidido vivir cada día de su vida como si fuera el último. Qué quería decir eso, Fabricio no lo entendía. Sólo entendía que había chocado contra una plancha de metal desde la tarde en la que volvió a su casa y encontró a su mujer vestida para salir. Ya tenía la valija preparada.

Los celos lo estaban volviendo loco. La veía con otros hombres, oía voces, estaba alucinado. El esfuerzo de apartar a esa mujer de su mente lo había reducido a un estado mental imposible de describir.

Desagravio, le gustaba esa palabra. Pero Elisa no sabía que ése era el día elegido. No sabía que él iba a buscarla para llevarla de vuelta a casa. Había preparado todo con tanto cuidado que no podía volver atrás ni cambiar el plan y se imaginaba los hechos con precisión, la cena con champagne, el dormitorio, la noche cuyo final era el perdón.

No había buscado un día especial. Sencillamente había decidido que ése era el día y se había encontrado con ese tumulto en la Plaza. Sólo temía que su mujer cambiara los hábitos ante la posibilidad de disturbios. Pero la vio salir del café de la Recova, como había imaginado que la vería, bella y elegante con el traje sastre que él le había ayudado a elegir.

Elisa estaba en la esquina. Parecía querer cruzar, alejarse de la plaza, tomar el subte. Llevaba el pelo rubio, recogido con sencillez, y se movía con elegancia y sensualidad. Fabricio se preguntó por qué se sentía tan agitado al verla, no podía respirar, le latía el corazón. Lo deprimía que la simple proximidad de Elisa destruyera de tal modo su valor. No era valor lo que precisaba, sino habilidad para convencerla.

En ese momento los aviones se acercaron otra vez a la plaza desde el fondo del río. La multitud se movió nerviosamente cuando los aviones cruzaron a media altura y giraron para acercarse desde el fondo. Hubo gritos. Corridas.

Fabricio comprendió que el azar estaba de su lado. Iba a decirle que pasaba por ahí, sólo quería llevársela con él, alejarla del peligro.

Cruzó entre la gente y caminó rápidamente hacia ella. Elisa parecía mirarlo pero no lo vio, atenta a los extraños movimientos de los aviones que sobrevolaban la plaza mientras la multitud se movía en círculos.

Fabricio ya estaba junto a ella. Era más bajo, macizo y parecía feliz. Elisa tuvo un gesto de sorpresa y de contrariedad. Se dio vuelta para escapar. l la tomó del brazo.

—Soltame, ¿qué hacés? -dijo ella.

—Te vine a buscar.

—Pero no ves el lío que hay.

—Por eso, quiero que vengas conmigo.

—Estás loco. Yo con vos no quiero saber nada.

—No mientas —dijo Fabricio—. Todo va a ser igual que antes. Yo ya te perdoné.

Ella lo miró con una sonrisa rara.

—Pero qué decís, sonsito. Ni muerta vuelvo con vos. La vulgaridad lo sorprendió. Le habló como si él fuera un chico.

Después ella se movió para irse. Fabricio la sostuvo fuerte del brazo, por encima del codo. Sentía la tela áspera del traje de tweed. Y entonces, en ese momento, los aviones empezaron a bombardear la plaza. Caían en picada y volvían a levantar y caían otra vez hacia la ciudad, rozando la Casa de Gobierno, ametrallando las calles.

Una explosión extraña, sorda, se oyó en el borde de la Recova y el trole se quebró al recibir la bomba. La gente caía una sobre otra; se los veía por la ventanilla moverse y agitarse, lejanos, como suspendidos en el aire sucio. Los asientos vacíos arrancados. Una mujer abría y cerraba los brazos, gritaba, en silencio, del otro lado del vidrio.

Todo sucedió en un instante. Elisa retrocedió, Fabricio no la soltó. La gente corría, el ruido era intermitente. Estaban sobre Paseo Colón, a resguardo. La arrastró hacia la Recova. El humo y los escombros ensombrecían el cielo. De golpe empezaron a sonar las sirenas de alarma. Recién en ese momento Fabricio supo lo que había venido a hacer.

—Tranquila —dijo, y sacó el arma. Ella lo miró, sorprendida.

—No —dijo. Y se santiguó.

Se oyó un ruido seco, como el de una rama que se parte. El estruendo se perdió en los sonidos de la ciudad en llamas.

Había humo en las calles, escombros, autos incendiados. Elisa estaba tirada sobre la vereda. Tenía los ojos abiertos y en los ojos persistía una expresión de asombro y de ironía. Fabricio la empujó con el pie y se guardó el revólver en la cintura.

—El subte no debe funcionar —dijo—. Voy a tener que caminar.

Era un hombre de cara angulosa y pelo encanecido que se alejaba hacia el sur de la ciudad, murmurando y haciendo gestos, entre los cadáveres y las ruinas.

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