domingo, 19 de julio de 2015

Historia y política en el drama del pueblo guaraní

Por Alberto Elizalde Leal

El conocido poema “Nenia” del argentino Carlos Guido y Spano que canta en tristes estrofas la pérdida de un Paraguay destruido por la guerra sintetiza a la perfección la tragedia de una Nación. Los nombres funestos de Curuzú, Humaitá y Curupaytí marcan a fuego la historia de un pueblo que –como dicen las estrofas– feliz era en su cabaña pero “vino la guerra y en su saña todo lo destruyó”.

El crimen de las guerras

Hacia mediados del siglo XIX, Paraguay era una nación próspera, con ferrocarril, telégrafo, educación gratuita y obligatoria y un incipiente desarrollo industrial plasmado en la instalación de una de las primeras acerías de América. Contra ese “mal ejemplo” de desarrollo autónomo se dirigieron los esfuerzos de la diplomacia inglesa y sus aliados porteños y brasileños que finalmente culminaron en la llamada Guerra de la Triple Alianza, que no significó otra cosa que el exterminio liso y llano de la mayor parte de la población masculina joven de Paraguay, más de trescientas mil personas, la pérdida de territorios y la destrucción sin remedio de gran parte de su infraestructura productiva.

Argentina, Uruguay y Brasil, fieles intérpretes de los intereses ingleses en el Río de la Plata, castigaron las ínfulas de autonomía del presidente Solano López, que combatió hasta su muerte en los esteros de Cerro Corá.

El desastre demográfico y económico consiguiente marcaron para siempre la sociedad paraguaya y limitaron a largo plazo sus posibilidades de recuperación.

Pero setenta años más tarde, otra tragedia asoló a la Nación guaraní. Por una disputa de límites motorizada por las empresas petroleras Standard Oil, basada en Bolivia, y Royal Dutch Shell, con filial en Paraguay, ambas naciones se enzarzaron en una guerra que duró tres años y les costó a los contendientes más de cien mil muertos y centenares de heridos. Otra gran sangría para un país que había sido prácticamente arrasado en el siglo anterior.

Dos tragedias que no hicieron sino reforzar una estructura económico-social desigual, dependiente e injusta en la que una minoría del 2,6% de los propietarios concentra el 85% de las tierras cultivables, recurso principal del país y base del poder político de los partidos patronales. La dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989) promovió y profundizó el despojo del campesinado, que en lugar de recibir las parcelas que la Constitución les garantizaba fueron progresivamente alienados de las mismas mediante la fuerza o el engaño. Se calcula que, entre 1954 y 2003, fueron adjudicadas en forma ilegal siete millones ochocientas mil hectáreas (el 32% del total cultivable) a sectores allegados al poder.

Una reforma pendiente

El campesinado paraguayo llama a su país “el Paraguay sin tierra” y ésta es la causa principal de las turbulencias sociales y movilizaciones por reformas del régimen actual de tenencia de la propiedad territorial.

Esta situación sufrió un quiebre temporal en las elecciones del 2008 con el triunfo y la asunción a la presidencia de Fernando Lugo que a través de acertadas medidas de promoción económica, redistribución de ingresos y política exterior con su vecino brasileño logró niveles de crecimiento económico y mejoras del nivel de vida popular inéditos para el Paraguay. Si bien los círculos de poder tradicional se habían opuesto desde el principio a las políticas del presidente Lugo, el momento de giro hacia una acción desestabilizadora más activa fue cuando el gobierno comenzó a enfrentar el problema de la tierra. Luego de estudiar con detenimiento la situación, se comenzaron a dar pasos en la dirección de concretar finalmente la necesaria reforma agraria.

Fue la gota que colmó el vaso para los sectores dominantes y luego de una campaña de dos años de hostigamiento, en junio de 2012, tras una provocación de la policía, se produjo la llamada masacre de Curuguaty, que fue la excusa para desatar el juicio político, un verdadero “golpe blando” que desalojó a Lugo del poder para ser reemplazado por el vice presidente Federico Franco, quien hizo lugar, en agosto de 2013 al actual mandatario y poderoso productor tabacalero Horacio Cartes.

La visita papal

Éste es el Paraguay con que se encontró el Papa en su visita del 11y 12 de julio pasados. Un país pobre, con un campesinado sin tierra y un gobierno liberal afín a las recetas económicas que vienen de las usinas ideológicas del Norte que provee además “asesores” militares para combatir el “narcotráfico y la subversión”. Un país en el que el monocultivo de soja es el principal motor económico y en que las tierras destinadas a producir alimentos para la población ocupan sólo el 10% de la superficie cultivable.

Las palabras de Francisco afirmando que “el desarrollo económico que no tiene en cuenta a los más débiles no es verdadero desarrollo” se dirigen al centro mismo del problema paraguayo: la vigencia de una economía que excluye y genera “familias sin hogar, obreros sin trabajo y campesinos sin tierra para cultivar”. Certero diagnóstico que –a favor de la repercusión mediática de la presencia papal– puede ayudar a visibilizar el drama de una Nación y un pueblo devastados.

“Cuénteme a mí de ese crecimiento”

La mujer camina torpemente entre aguas servidas en la barriada de La Chacarita, en Asunción. Sujeta con fuerza una bolsa de plástico entre sus manos mientras busca alambre de cobre y latas de aluminio para venderlas en chatarrerías por un valor de unos cuatro dólares.

“Cuénteme a mí de ese crecimiento”, dice Cecilia Aguirre, de 60 años, que trabaja a diario para mantener a cuatro nietos que viven con ella.

Así describe el periodista Simón Romero para el periódico The New York Times un instante de su recorrida por los barrios postergados de la capital paraguaya, buscando testimonios de sus pobladores sobre el declamado boom económico que –según los medios y el gobierno– protagoniza Paraguay en los últimos tiempos.

En realidad, la cara más visible (y quizás la única real) de la pretendida bonanza es el auge de venta de autos de alta gama, en la construcción sin freno de lujosas torres en los barrios exclusivos de Asunción y en general en la expansión del consumo suntuario de todo tipo, casi exclusivamente de bienes importados.

El crecimiento notable del PBI paraguayo (en 2014 fue más alto que el promedio de la región y el tercero después de Perú y Bolivia) está asentado básicamente en la exportación de commodities (soja y maíz) y su evolución positiva oculta que, según datos del propio Banco Central, más del 30% de la población vive en la pobreza.

Para las Naciones Unidas, afirma el NYT en su informe, el Paraguay está entre los países sudamericanos que menos han hecho para reducir la pobreza en la última década.

Esta situación se agrava por la práctica inexistencia de proyectos sociales tendientes a combatirla o morigerarla, debido a la carencia de fondos genuinos para su implementación. Hasta este año, el país carecía de impuesto sobre la renta y aun cuando se haya establecido actualmente, su tasa es bajísima (el 10%) y no se espera que sea mucha gente la que lo tribute, básicamente por la abundancia de eximiciones y vericuetos formales para su elusión o evasión.

El NYT, insospechado de simpatizar con la oposición al gobierno derechista del presidente Cartes, cita al especialista en políticas de desarrollo Andrew Nickson, de la Universidad de Birmingham, quien afirma que “con un gobierno que se financia en gran medida con impuestos al valor agregado y sobre las importaciones, tiene una situación más parecida a la de un país africano de bajos ingresos”. Por otra parte, los avances tecnológicos en la producción agraria la han transformado en una actividad capital intensiva que no genera nuevos empleos en el sector y aumenta la productividad o sea la sobreexplotación de la mano de obra existente.

En este panorama sombrío para la sociedad paraguaya, agravado por la generalizada corrupción estatal y privada, los economistas oficiales siguen insistiendo en un futuro de crecimiento y bienestar.

19/07/15 Miradas al Sur

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