sábado, 2 de mayo de 2015

La mentira humanitaria Por Enrique Lacolla

La hipocresía del sistema-mundo y la negativa a ver más allá de la información prefabricada de quienes lo sirven, son dos factores que complican la necesaria recuperación de una conciencia histórica y por lo tanto política.

Estos meses han visto un aumento exponencial en el número de víctimas causadas por las tentativas de franquear el Mediterráneo de parte de decenas de miles de migrantes desesperados por escapar de las zonas de conflicto o hambruna en África y en el medio oriente. En los primeros cuatro meses del año se ahogaron 1.500 personas, una cifra 30 veces mayor que la registrada el año pasado en ese mismo lapso. Frente a esta catástrofe humanitaria la ONU y la Unión Europea han emitido un sinfín de expresiones de condolencia y han exigido redoblar las medidas para frenar el aluvión de inmigrantes ilegales que se dirigen, en su gran mayoría, hacia Italia, dado que esta península ofrece la vía más accesible y aparentemente más permeable para introducirse en Europa.

Ha habido cierto clamor ante este desastre, clamor que involucra a gobiernos, parlamentos y organizaciones humanitarias de Europa. Esos reclamos giran en torno a testimonios de sobrevivientes de los naufragios, detallan las dificultades y limitaciones de las operaciones actuales de búsqueda y salvamento y piden el lanzamiento de operaciones humanitarias para salvar vidas en el mar que cuenten con buques adecuados, aviones y helicópteros que patrullen las zonas donde haya vidas en peligro. Otros, aquejados de “buenismo”, solicitan una apertura indiscriminada para acoger los refugiados –una solución buena para ser pregonada, pero inviable desde el punto de vista sociopolítico. Otros hablan –de manera más ominosa y desde sedes más altas- de practicar bombardeos o incursiones de las fuerzas especiales para destruir en el puerto a las embarcaciones dedicadas al tráfico de personas y frenar así el flujo migratorio. Pero nada se dice de las razones reales del problema ni de las actividades político-militares generadas por el bando imperial, que garantizan la permanencia del estado de cosas enfermo que suscita el aluvión de quienes se arriesgan a todo porque nada tienen para perder.

De los informes y escandalizadas protestas de esa laya se desprende, implícita o explícitamente, que la culpa del caos la tienen los “estados fallidos” que expulsan a sus pobladores. Pero, ¿fallidos por qué? De esto no se habla. El hambre, los conflictos étnicos y confesionales empujan a muchos habitantes del África subsahariana a escapar del infierno en que se han convertido sus países, pero ese desorden no puede disociarse de la herencia del colonialismo –que fragmentó a tribus y culturas para servir sus propios intereses políticos y económicos- ni de la profundización de esas grietas por el neolonialismo, que sigue explotando esas diferencias para sobornar y manipular a gobiernos títeres y hacerlos luchar los unos contra los otros, de acuerdo al patrón que convenga a los intereses geoestratégicos de las potencias, sean estas Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos e incluso Italia.

En el caso de las sociedades de medio oriente que llegaron a conformarse como estados modernos, bien que no siempre articulados de acuerdo a las normas de las democracias europeas, la burla es todavía más notoria. Irak, Siria y Libia eran estados laicos, bien estructurados, que suponían un hábitat razonablemente confortable para sus ciudadanos y donde convivían distintas confesiones. A partir de la guerra desencadenada por Estados Unidos con el pretexto de combatir al terrorismo, las operaciones de desestabilización se multiplicaron, cundieron los embargos y los bombardeos y finalmente se lanzaron operaciones militares en gran escala contra esos países, a los que se denominó “estados canallas”. Esos países no tenían gran cosa que ver con el terrorismo al que hacían alusión Washington y sus aliados. Sí eran, en cambio, la expresión de políticas autónomas que entendían preservar sus propios intereses y recursos antes que adecuarse servilmente a las exigencias del “gran hermano”.

¿Cuántas vidas se han cobrado las guerras y embargos que Estados Unidos impuso al gran arco que va del Asia central al Mediterráneo central en años recientes? ¿Cientos de miles o, más probablemente, millones? ¿Y cuántos son los refugiados forzados escapar de sus aldeas y a instalarse en campamentos de fortuna en Jordania, Líbano, Egipto y Turquía? Varios millones también. Esta muchedumbre ingente, que sobrevive en condiciones a veces de penuria extrema, provee millares de migrantes a la masa de gente que intenta abordar Europa y que con frecuencia pierde la vida en el intento.

Está claro que el problema no puede resolverse con políticas de contención y socorro a los extraviados en el mar, a los que se los devuelve después a su punto de partida, sino por medio de una reformulación de las coordenadas estratégicas globales, que apunte a la organización de las sociedades en conflicto, empezando con la cesación de las políticas de injerencia, sobornos y atizamiento de los conflictos locales. Pero para eso haría falta una revolución que destronase al capitalismo o que al menos lo forzara a introducirse dentro de los parámetros de la racionalidad emanada del miedo que permitió que, ante la amenaza comunista, el sistema se reorganizara a sí mismo después de la segunda guerra mundial, dando lugar al período más progresivo que conoció el mundo a lo largo de su historia. De las “tres décadas gloriosas”, sin embargo, no queda nada, y el neoconservadurismo, bautizado neoliberalismo, campea por sus fueros. Incluso después de las recientes catástrofes en el Mediterráneo el primer ministro inglés David Cameron subrayó que “la tarea de la Unión Europea no era la de salvar a los refugiados sino la de tomar las medidas más eficaces contra el flujo de ellos”. O, en palabras de la “Süddeutsche Zeitung”, “la disuasión de los refugiados no pasa por su salvataje”. Más bien al contrario…

De hecho, la posibilidad de una intervención armada de carácter “quirúrgico” en Libia no puede ser descartada. Libia, que hoy es la lanzadera del flujo migrante hacia Italia, fue destruida como estado por acción de los servicios de inteligencia, las fuerzas especiales y la aviación de la OTAN en 2011. Entonces, con ayuda de los terroristas de Al Qaida, los aliados occidentales explotaron las diferencias entre la Cirenaica y la Tripolitania para hacer estallar la Yamahiriya de Muamar al Gadafi. Lo que quedó fue un país destruido en sus infraestructuras y convulsionado por las pujas tribales, que lo han partido en dos. Está entonces servida, con el pretexto de yugular el flujo migratorio y “proteger” a las víctimas de los traficantes de carne humana, la oportunidad para llevar a la práctica un intento para asentar algunas bases que aseguren las fuentes de provisión de petróleo y el acceso al África profunda, sin complicarse en ningún intento por ocupar el país, dejándolo más bien librado a sus propios demonios intestinos. Es ejemplo puntual de la teoría de caos, que en tiempos tan lejanos como los años 50 elaboró Leo Strauss, un filósofo político alemán de origen judío nacionalizado norteamericano, como Kissinger, y que refrescó después Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa durante la administración de George W. Bush, quien la aplicó concienzudamente en Irak, en 2003.

En esencia se trata de crear un desorden global tan gigantesco que nada pueda orquestarse fuera de la voluntad de la nación creadora del Nuevo Orden, Estados Unidos. Con el barniz de la excepcionalidad norteamericana, que “condena” a la Unión a proteger a los más débiles, salvándolos de “los tiranos que explotan a sus pueblos”, esta doctrina brutal e hipócrita, paráfrasis de “la carga del hombre blanco” de Rudyard Kipling, es la que está detrás de todos los emprendimientos que se encuentran en curso en el mundo de hoy, desde el extremo oriente al confín occidental, y desde el norte hacia el sur.

El dinamismo de esta fórmula es lo que regula las tendencias predominantes en el Pentágono y en el ámbito de la oligarquía política y financiera que comanda el destino de los U.S.A. y con él al del resto del mundo. Es un proyecto tan desmesurado como, probablemente, suicida. Pero es lo que está en curso. Frente a él se tiene la sensación de que, entre los factores de resistencia, sólo existen con un nivel de potencia equiparable Rusia y China; la primera en el campo militar y la segunda en el económico, aunque la disponibilidad de esta última en expedientes guerreros sea también muy importante y siga creciendo día a día.

La actitud de adversarios globales de la hegemonía estadounidense y sus satélites, y de todo lo que esta significa, es, como no puede ser de otra manera, prudente. Se trata de no dejarse provocar, de negociar lo que se puede, aunque sin transigir en el umbral de la propia seguridad estratégica, y de buscar la asociación con los países emergentes, que también se encuentran amenazados por las maquinaciones del capitalismo salvaje. La expectativa es que este se devore a sí mismo y que, al dispersar su esfuerzo, se diluya o se atragante con su desmesurado apetito. El potencial del bloque euroasiático, si se lo desarrolla en el marco de una economía equilibrada, es muchísimo más grande que el del bloque que conforman Estados Unidos y la Unión Europea. Incluso la asociación de esta última con EE.UU. es tan problemática y a la larga tan desastrosa para Europa que no se comprende como sus países puedan seguir haciendo causa común con Washington. Sólo la pérdida de su pulso histórico puede explicar esta decadencia.

Mientras tanto sólo resta arrugar la nariz ante tanta podredumbre y tratar de ver claro en un mapa mundial donde todo está en movimiento. De lo que podemos estar seguros es que “el mundo” no se compone sólo de las potencias plutocráticas a las que nuestros cipayos rinden culto. Es un ámbito mucho más grande, complejo, peligroso y dinámico de lo que ellos creen.

http://www.enriquelacolla.com/sitio/notas.php?id=422

No hay comentarios:

Publicar un comentario