lunes, 30 de marzo de 2015

Perplejidades del progresismo nativo Por Alejandro Horowicz

Con distintas aristas sucede en todo el arco político, aunque se sienta especialmente en el radicalismo y el peronismo.

El progresismo es el intento de resolver sin demasiados enfrentamientos políticos un programa de reformas democráticas; una tendencia que tiene como límite la encuesta y como marco de posibilidad una relativa estabilidad económica; y progresistas son los que creen que si ganaste la elección ejecutaste el programa.

No siempre fue así, hubo progresismo liberal con programa político durante el siglo XIX: separación de la Iglesia del Estado, desregulación económica, libertad de prensa, etc., pero finalmente se convirtió, tras la Segunda Guerra Mundial, en el diluido barniz de una política sosa. Mutó en fórmula vaciada pero también en una forma de hacer y pensar la política, de lavar conciencias, de administrar y, fundamentalmente, de nominar la falta de programa, para terminar siendo la idea favorita de los partidos políticos en la era de su agotamiento. Vale la pena mirarlo de más cerca.

La confluencia de la Unión Cívica Radical con las huestes de Mauricio Macri sinceró la política nacional. La idea alfonsinista de un radicalismo virado hacia la socialdemocracia, tras el proceso de descomposición de UNEN, murió y fue enterrada sin honras fúnebres en el cónclave de Gualeguaychú. Un tercer movimiento histórico podía soñarse en 1985, tres décadas mas tarde, la Juventud Radical ya no existe.

No es preciso retroceder tanto. UNEN al sumar a Elisa Carrió se transformó en un compuesto altamente inestable. O lograba ser la punta de lanza de un acuerdo anti K, o sería arrasado por un reagrupamiento de ese signo. Es decir, competía por primerear con Sergio Massa y el PRO, y terminó quedando en claro que ese intento estaba más allá de sus actuales posibilidades, la Alianza del '98 fue su estertor postrero. Primero Carrió abandonó UNEN y un poco mas tarde Hermes Binner se bajó de su candidatura presidencial. La historia de su renunciamiento forma parte de las páginas "gloriosas" del socialismo de Santa Fe, aunque no haya sido acompañada de ninguna explicación política, ni buena ni mala, sino por la ristra de desaciertos de Binner tras su lastimosa "campaña de 2011", ristra que sólo puede ser superada por las permanentes boutades de la doctora Carrió. Hace mucho que Carrió no juega fichas a algún tipo de cambio que no sea de nombres (¿alguien conoce a una dirigente que haya fundado y fundido más partidos?), por más que el Instituto Hannah Arendt todavía dicte cursos sobre Ghandi y el proceso de liberación en la India. Recién cuando ambos movimientos, el de Carrió y el de Binner, alcanzaron su cenit el partido ¿comandado? por Ernesto Sanz resolvió ajustarse al dictado de los intendentes radicales.

Vale decir, aceptar que sin un candidato presidencial con capacidad de traccionar votos y asegurar la continuidad de sus mandatos, buscar otro cauce terminaba siendo una imposición de la sobrevivencia; y como la sobrevivencia es la política de todos los profesionales de la política, para no perder poder territorial optaron por Macri. No hicieron nada distinto que muchos radicales a título personal. Están los que se pasaron con los pies, votando al PRO, y están los que acompañaron su base social con cargos ejecutivos en el gobierno de la CABA. Esta situación presenta para la centroizquierda, de algún modo hay que llamarla, un dilema electoral: ¿acompañar al radicalismo o migrar en otras direcciones?

Beatriz Sarlo señaló, en su columna dominical en Perfil, el presunto maoísmo de la dirección radical. Al parecer, se trataría de una decisión orientada a sostener que la "contradicción principal" pasa por un bloque republicano que enfrenta a sus enemigos jurados, o al menos de una versión de la lógica dicotómica de Ernesto Laclau: populismo -antipopulismo, cambiada de signo. Suena excesivo. Difícil imaginar a Sanz frecuentando las obras escogidas de Mao, tanto como a Julio Cobos subrayando párrafos de La razón populista. En rigor de verdad lo que Sarlo les reprocha es que la dejaran colgada del pincel. Desde 1983 acompaña la deriva alfonsinista y de repente descubre que ya no existe. Ese es su problema y por cierto no es únicamente de ella.

Para los amigos de Ricardo Alfonsín, en cambio, abandonar el radicalismo no es una opción válida. El destino de los radicales que se alejaron del partido no invita a imitarlos. Todos terminaron sus días infaustamente, y la biografía de Oscar Alende –diputado en las listas de Eduardo Duhalde– constituye un recordatorio inolvidable. Además, plantearse el camino de Leopoldo Moreau, un histórico del alfonsinismo, equivale a renunciar a la política tal como se entiende hoy: manejo administrativo de un territorio que debe ampliarse hasta reconquistar la presidencia de la República. Entonces, la pregunta del millón: ¿existe otra ruta progresista?

UNA MIRADA AL TABLERO NACIONAL. El oficialismo acaba de sortear el último intento de recortar el poder presidencial. El fallo de cámara confirmando el dictamen del juez Daniel Rafecas pone fin a la fábula del Partido Judicial, al tiempo que deja intacto el capital político de Cristina Fernández.

Es oportuno repasar en qué consiste este poder. Es obvio que no se trata de su influencia sobre la inexistente estructura partidaria. Podemos discutir hasta dónde los partidos políticos en la sociedad argentina dirigían o eran dirigidos por una oligarquía plebiscitada. Si mandaba la dirección o si Hipólito Yrigoyen o Juan Domingo Perón terminaban imponiendo sus términos. Un punto no admite debate: la historia de la UCR no puede reducirse a la biografía de Yrigoyen, ni siquiera cuando estaba vivo, y si bien el peronismo, desde la destrucción del Partido Laborista a manos del propio Perón, nunca fue mucho más que un organigrama, a la hora del poroteo electoral, existía. Hace mucho que ya no sucede tal cosa.

Los partidos políticos en la Argentina, y no sólo acá por cierto, han muerto de muerte natural. La sociedad los ignora y por cierto tampoco le importa si sus direcciones nominales existen o si sólo se trata de una exigencia de la justicia electoral. Los partidos han sido colonizados por la lógica estatal, donde la mínima unidad de poder es la intendencia. Por tanto, la "opinión" de los intendentes no puede ser desconsiderada sin pagar un cierto precio. Desde el momento en que la presidenta no puede presentarse a otro turno, los intendentes necesitan de un candidato que les asegure tanto como les aseguraba Cristina.

Ese es un límite intraspasable. Ahora bien, dentro de las filas del Frente para la Victoria nadie dispone de semejante aptitud. Ese es el poder de Cristina, pero cuidado: es un poder que se limita a los nombres que están en condiciones de agrupar lo agrupable. En ese momento las encuestas cobran todo su poder maléfico. Por un lado nadie confía en su dictamen, hace demasiado tiempo que los que las pagan figuran razonablemente ubicados. Del cruce de encuestas surge, entonces, una aproximación que permite saber a grandes trazos quiénes están y quiénes quedaron definitivamente fuera.

De modo que se trata de saber si el candidato oficialista es el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Y esa duda quedará resuelta con las PASO. En ese punto el problema del voto progre recobra su lugar. Los integrantes de Carta Abierta, versión nacional y popular del progresismo, hicieron saber que Daniel Scioli no los representa. Ni adopta sus gestos, ni proviene de una militancia apta para integrarlos. Sin embargo, cuando la crisis del 2008 recorría la filas K, cuando los gobernadores de las provincias agrarias apoyaban a sus diputados contra la 125 –más allá de los partidos a los que pertenecieran– Scioli cerró la hemorragia parlamentaria e impidió la caída de Cristina. Nadie se lo reconoce, claro que si hacía otra cosa su propia posibilidad presidencial quedaba definitivamente bloqueada. Los que aparecen a la "izquierda" de Scioli no tuvieron ese comportamiento. Eso no transforma al gobernador en un duro, basta mirar el bajísimo nivel de tributación de los propietarios de tierras en su provincia, pero permite entender los límites de la disputa.

Los progresistas que acompañaron al Frente para la Victoria tendrán la siguiente alternativa: aceptar el candidato que la suerte les depare, o considerar otras fuerzas. El Frente de Izquierda se transforma entonces en una posibilidad, y queda claro que sus dirigentes apuestan a incrementar su caudal con votos de ese origen.

iNFO|news

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