sábado, 14 de marzo de 2015

Diecisiete ingleses envenenedos

Por Gabriel García Márquez

Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo hubiera enten­dido en aquel trasatlántico senil atiborrado de ita­lianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero de todos mo­dos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa.
Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquél último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que asis­tieron a la misa. A diferencia de los días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que sol por ser demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontí­fice, y ya daba la gracia por concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel mo­mento soñaban con ella en la noche de vientos de Riohacha.


Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes es­taban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas comprados por los ita­lianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de encajes de hie­rro. Era una mañana radiante de principios de agos­to. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislum­brarse en el horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La señora Pruden­cia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la gue­rrera al primer oficial, los encontró de pronto ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían desaparecido. Los amo­res eternos de altamar terminaban a la vista del puer­to. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la bor­da los vestigios de tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy be­lla que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.
— Mamma mía — dijo, señalando el fondo—. Mi­ren ahí.
Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia na­tural, y sus ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de eti­queta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de re­galo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrota­dos en la cinta del lazo, que era lo único que en­contró para agarrarse en el instante de morir.
— Debió caerse de una boda — dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas.
Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros.


Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de su casa.
Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños mas bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del genero inmortal de los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.


En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de calidad.
Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el jubilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un circulo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie mas que ella en el salón desmantelado. 
— Nadie debe estar aquí a esta hora - le dijo el oficial con cierta amabilidad-.
—¿ Puedo ayudarla en algo ?
—Tengo que esperar al cónsul - dijo ella.


Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estric­ta en sus leyes, que el primer oficial le permitió es­perar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí vol­vió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y so­portaba a duras penas las ganas de llorar.
— Es inútil que siga rezando — dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos. Era proba­ble que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día si­guiente llamar por teléfono al consulado, cuyo nu­mero estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites ¿e inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa je que la llevaran a un hotel decente.


El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hom­bre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos ho­teles pequeños de colores intensos. Pero no se de­tuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.
Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hue­co de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alar­mante. Era un vetusto edificio de nueve pisos res­taurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos áci­dos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia ga­lante, que estaba en su casa.


Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto me­nor. Le gustó el nombre del hotel con las letras gra­badas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el cora­zón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran dieci­siete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo col­gadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos a otro piso — dijo.
—Este es el único que tiene comedor, signara—dijo el cargador.
—No importa — dijo ella.


El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo pa­recía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se que­daba por una noche, tan convencida por la elocuen­cia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas dur­miendo en el vestíbulo.
El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la fres­cura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad per­dida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del co­razón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro ma­nantial de sus lágrimas atrasadas.


No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los es­combros del único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.
En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos do­mésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fo­gonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hi­jas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las toma­ron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormi­torio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a reci­bir sus copias del retrato, el inválido empezó a des­vanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mun­do en la baranda de un barco.
Su muerte no fue para la viuda el alivio que to­dos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.
— Me voy sola y con el hábito de San Francisco — les advirtió—. Es una manda.


Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar pro­picio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no ha­ber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.
El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y to­davía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empi­nadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora tempra­na eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.


Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intér­prete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.
— Para mí — dijo— sería como comerme un hijo.
Así que debió conformarse con una sopa de fi­deos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un cas­tellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el me­nor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien pa­recía un atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa.


Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los co­mensales ocupaban las otras mesas. La señora Pru­dencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fue­ran un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.
El cura, que además del café se había hecho lle­var por cuenta de ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles.
— Desde hace siglos — concluyó el cura— los ita­lianos tomaron conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles, pero tam­bién los ha curado de la crueldad.
— Ni siquiera pararon el barco — dijo ella.
— Lo que hacen es avisar por radio a las autori­dades del puerto — dijo el cura— Ya a esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.
La discusión cambió el humor de ambos. La se­ñora Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas, co­miendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio ju­gando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una razón para estar en aquel país indeseable.
— ¿Usted cree que sea muy difícil ver al Papa? — preguntó.
El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audien­cia pública a peregrinos del mundo entero. La en­trada era muy barata: veinte liras.
— ¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? — pre­guntó ella.
— El Santo Padre no confiesa a nadie — dijo el cura, un poco escandalizado—, salvo a los reyes, por supuesto.
— No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos — dijo ella.
— Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando — dijo el cura—. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por confesárselo al Santo Padre.
La señora Prudencia Linero lo pensó un instan­te, y el cura la vio sonreír por primera vez.
— ¡Ave María Purísima! — dijo—. Me bastaría con verlo. — Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma—: ¡Ha sido el sueño de mi vida!



En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó bue­na suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.
Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sor­prendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadi­do las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enlo­quecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.
El ambiente era de fiesta, pero a la señora Pru­dencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el rum­bo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un dia­mante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.


Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el co­razón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llega­do, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, por­que había una muchedumbre de curiosos manteni­dos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel.
Empinada por encima del hombro de los curio­sos, la señora Prudencia Linero volvió a ver enton­ces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra.
Aturdida por tantos estupores, la señora Pruden­cia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idio­mas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e ilu­minado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodi­llas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.
— Todos están muertos — le dijo a la señora Pru­dencia Linero en castellano—. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, ima­gínese!


Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada in­franqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno des­canso de las almas de los diecisiete ingleses envenena­dos.

Abril 1980.

(De Doce cuentos peregrinos)

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