martes, 6 de enero de 2015

La trampa y el arma Por Héctor Germán Oesterheld

Sentado al volante de su vieja chatita, y muy preocupado con su problema, allá iba Anselmo Lima por la Avenida Costanera.
“¿Le gustarán al señor Massini los tres enanitos que le llevo? Son los más grandes y los más pintarrajeados que pude encontrar...”.
Anselmo Lima era el patrón, único peón y repartidor del “Jardín La Siempreviva-Proyectos y Realizaciones de Parques y Jardines”, según rezaba la pomposa leyenda pintada con letras blancas en la portezuela de la chatita, pero la verdad era que Anselmo se ganaba la vida a duras penas vendiendo flores y plantitas de almácigo en la feria franca del barrio.
Por eso era tan importante conformar al señor Massini, el primer cliente importante que tenía; cosa nada fácil porque el señor Massini era un italiano rezongón que ya le había rechazado el pato y la cigüeña de yeso que le llevara para decorar el jardín.
Anselmo Lima, treinta años, delgado pero lo bastante ágil y resistente corno para jugar de back centro en el equipo del “Vencedores de Boulogne”, iba, como decimos, muy preocupado con su problema.
No podía imaginar que, unas quince cuadras más allá, a la altura del Aeroparque, lo acechaba un problema mucho, pero muchísimo más difícil de resolver.
Un problema de vida o muerte.

***

A mil quinientos siete años luz de Anselmo Lima, su chatita y sus enanitos pintados, en el quinto planeta de la estrella Lisa, un cinco-tentáculos llamado Hori miraba con tres ojos cargados de aprensión la bola de metal blanco que se detuvo delante de la puerta de su cueva, la más lujosa de toda la colina.
Hori sabía lo que le diría la bola. Pero igual la alzó y la apretó por el diámetro medio con el tercer tentáculo.
Una voz aterciopelada pero firme le hizo estremecer las antenas auditivas:
–Hori, la Comisión te saluda y te anuncia que te llegó el turno. Ya has vivido el término máximo en tu Nivel. Si quieres ascender al Nivel Superior tendrás que pasar por la Prueba. Si te niegas, serás degradado al Nivel Inferior.
Hori suspiró. Ya sabía lo que seguiría, pero volvió a apretar con el tentáculo.
–La Comisión realizó ya el sorteo: te toca batirte con un terráqueo (habitante del tercer planeta de la Estrella Sol, de la galaxia Vía Láctea). Ya conoces las reglas: lucha a muerte, sin armas, en el Coliseo Magno; si vences, ascenderás al Nivel Superior. Si eres derrotado, todos tus bienes serán entregados a tu vencedor. La Comisión te saluda y te desea la victoria.
Hori suspiró más hondamente aún que antes, un temblor le recorrió el corpacho macizo: Hori no se hacía ilusiones, sabía que no era valiente, la sola idea de la violencia física lo enfermaba.
Pero las leyes eran las leyes, y había que respetarlas. Si quería seguir gozando de la vida tendría que batirse. Por supuesto, el dilema que enfrentaba no podía ser más claro: por un lado estaba la vida en el Nivel Superior, una vida que era un sueño, un sueño de placeres y satisfacciones sin límites; por el otro estaba la vida de un Degradado, un espanto mil veces peor que la muerte: los Degradados eran los esclavos, los sirvientes de los tres-tentáculos, los primitivos habitantes de Uksa, los encargados de las tareas “bajas”.
Una sombra oscureció la entrada de la cueva. Era Mikkoh, el tres-tentáculos experto en duelos, siempre aparecía cuando alguien recibía la bola blanca.
–Ya lo sé todo –empezó Mikkoh luego de inclinar su cuerpo larguirucho y cubierto de escamas triangulares; no se sabía cómo pero Mikkoh se las arreglaba para enterarse antes que nadie de las decisiones de la Comisión. 
–Tienes suerte, Hori. El adversario que te toca es un ser de físico mediano, dos piernas rudimentarias, dos tentáculos prensiles muy torpes, poca fuerza en general. Estoy seguro de que lo vencerás...
–¿Estás realmente seguro? –Hori lo miró con recelo: Mikkoh se ganaba su arcilla nutritiva preparando a los futuros duelistas para que, sin violar la ley, llegaran al combate con las máximas garantías de victoria.
–Claro... seguridad ciento por ciento nunca hay... Suele haber sorpresas, el adversario a veces pelea mejor de lo previsto... Pero, tú sabes, Hori, tomando algunas precauciones puede irse al combate con la seguridad total de vencer... Y sin, desde luego, violar la ley que ordena no usar armas...
–¿Por ejemplo?
Mikkoh no contestó. Una lengua larga como una víbora asomó con picardía por la boca en punta.
Hori comprendió:
–¿Cuánto quieres?
–Lo habitual... Tres “imágenes”... Supongo que tendrás...
Hori resopló. Era caro, endemoniadamente caro. Pero valía la pena... ¿Qué eran en verdad tres “imágenes” comparadas con su vida?
Se incorporó: si había que apelar a la ayuda de Mikkoh lo mejor era hacerlo trabajar a fondo, para asegurarse realmente de la victoria.
–Ven –Hori se desplazó con movimiento suave sobre sus cinco tentáculos; Mikkoh lo siguió, un ser grotesco con sus tres tentáculos y su cuerpo doblado en dos porque el techo bajo le impedía andar erguido.
–Lo que pides es mucho... –Hori empujó la puerta de su tesoro.
Los ojos de Mikkoh se agrandaron.
Allí, en el piso, y ocupando casi toda la cámara, brillaba cantidad de extrañas figuras de roca traslúcida; aquellas eran las “imágenes”, que representaban con fidelidad asombrosa las diferentes razas inteligentes que la civilización de Uksa había ido dominando en su larga y nunca terminada conquista del Universo.
–Tengo más de doscientas... –Hori infló el vientre peludo: tenía motivo para sentirse orgulloso, muy pocos cinco-tentáculos de su Nivel podían alardear de semejante colección–. Si salgo vencedor en el duelo te daré seis...
–¿Seis? –los ojos hexagonales de Mikkoh se achicaron, incrédulos.
–Sí, seis “imágenes” para ti si salgo vencedor. ¿No te parece que sería una lástima que te pierdas tamaña suma porque yo sufra un... digamos... un accidente en el duelo?
–¡No habrá “accidente”, te lo aseguro! –brillaron de codicia los ojillos de Mikkoh–. ¡Yo te aseguro que con la “precaución” que yo te daré no correrás el menor peligro en el duelo!
–Trato hecho. –De un momento a otro Hori sería transportado al lugar del duelo, no había tiempo para perder. –¿Cuál es tu “precaución” para asegurarme la victoria?
–Aquí la tienes. –Mikkoh sacó un frasco cilíndrico–. Estudiando los antecedentes de los terráqueos he descubierto que basta hacerles respirar ciertos gases para que se duerman al instante...
–¿Gases?
–Gases anestesiantes... Los más usados son el cloroformo y el éter... Para nosotros, ya lo sabes, el más cómodo es el éter... Toma, aquí tienes una bala de éter comprimido... Llénate de éter el reservorio... Cuando te batas con el terráqueo aplícale al rostro la ventosa del reservorio... Se dormirá enseguida, y entonces podrás estrangularlo con toda facilidad...
–Hum... una bala de éter... –Hori sopesó con el tentáculo el cilindro de vidrio–. ¿Estás seguro de que esto no podrá ser considerado un arma? Tú sabes que por nada del mundo quisiera violar la ley, una cosa es hacerle trampa al terráqueo y otra muy distinta es trampearle a la Comisión... Además de que es imposible usar un arma, el combate será ante millares de testigos.
–No, no es un arma, Hori, puedes estar seguro. Además, mi sistema tiene la gran ventaja de que los espectadores no podrán ver nada, creerán que has vencido a pura fuerza de coraje y de músculos, hasta es posible que te asciendan de una vez dos Niveles...
Hori no dijo más: tomó la “bala”, la implantó en el reservorio, a un lado del cuello; Mikkoh abrió la válvula, retiró el tentáculo con presteza; Hori contrajo la boca del reservorio, el gas quedó atrapado dentro.
–Nadie notará que tienes escondida semejante forma de ataque –brillaron de orgullo profesional los ojillos de Mikkoh–. Será una gloria verte darle la gran paliza al terráqueo...
–Sí... Y ganarte de paso las seis “imágenes”...
–Si te parece excesivo el precio que tú mismo fijaste, retiramos el éter y aquí no ha pasado nada...
Hori se calló. La “laguna” central, el órgano que regulaba el ir y venir de los fluidos vitales dentro de su cuerpo latió con fuerza desconocida: Hori estaba pensando que, dentro de muy poco tiempo, estaría gozando de las delicias sin cuento del Nivel Superior...
No pudo pensar mucho: una bola rojiza centelleó por un momento ante la cueva.
–Me vienen a buscar para trasladarme al Coliseo, llegó el momento... Hasta luego, Mikkoh.
–Hasta luego, Hori... ¡Y buena victoria!
Una luz vivísima envolvió a Hori, un torbellino giró a su alrededor, por un instante no vio nada...

***

Con las toses y estornudos de siempre ya la chatita de Anselmo Lima llegaba frente al Aeroparque; iba despacio, muy despacio, Anselmo no quería que se le rompiera alguno de los tres enanitos. Total no tenía prisa, el tiempo le sobraba.
“Con tal de que los enanitos le gusten al señor Massini y que...”.
Anselmo Lima no terminó el pensamiento.
Una luz vivísima lo envolvió, se sintió girar dentro de un torbellino, por un instante no vio nada...
Al instante siguiente Anselmo Lima se encontró frente a algo que le pareció un enorme objetivo de máquina fotográfica, hubo un destello enceguecedor, todo se apagó de pronto, Anselmo se vio en el centro de una amplia pista circular, de paredes altísimas, brillantes como si fueran de metal bruñido...
“El terráqueo no tiene armas”, en algún lado resonó una voz, un eco interminable quedó repitiendo la frase.
Desconcertado, Anselmo miró a los lados, hacia arriba. Las paredes, más allá de cierta altura, parecían de cristal, entrevió una multitud pero no pudo distinguir rostro alguno.
Además, ni tiempo tuvo de fijarse: allí, delante suyo, viniendo quién sabe de dónde, porque ninguna puerta se abrió para dejarlo pasar, había aparecido un rarísimo ser de cuerpo macizo, erguido sobre dos tentáculos flexibles; otros dos tentáculos se desplegaban a los lados del cuerpo, a la altura de la cintura, un quinto tentáculo se estiraba hacia adelante, a la altura del pecho. La cabeza era una masa casi esférica, achatada, con pequeñas antenas que vibraban en la parte superior; dos ojos enormes, circulares, se abrían sobre una gran boca armada de dientes agudos, desi­guales... A un lado de lo que parecía el cuello, el extraño ser tenía como una gran ventosa de bordes ondulantes, sostenida por un delgado tallo flexible...
“Terráqueo del planeta Tierra...”, de alguna manera alguien volvía a hablar, era una voz torpe, lenta, pero las palabras se formaban con claridad meridiana en el cerebro de Anselmo; “tu adversario se llama Hori y no tiene encima arma alguna... Hori y tú lucharán a muerte... si vences serás devuelto a tu planeta... y tuya será la fortuna de Hori... si eres derrotado, que tu Dios se apiade de ti... ¡Queda iniciado el combate!”.
Era mucho lo que Anselmo hubiera querido preguntar, pero ya Hori se le venía encima, apoyándose con cuidado en los tentáculos inferiores, desplegados los restantes en toda su longitud.
Anselmo retrocedió, estaba perplejo, era demasiado desconcertante todo aquello.
Pero no pudo retroceder mucho, sintió contra la espalda la dura, helada superficie de la pared metálica.
Hori seguía avanzando...
Por un momento Anselmo tuvo delante a Hilda, su mujer, y a Ernestito, el chico... El recuerdo relampagueó en el cerebro de Anselmo, vio a Hilda en la casita a los fondos del vivero, cantando y lavando la ropa, sin dejar de vigilar a Ernestito, que andaría por ahí, en cuatro patas, muerto de risa porque se le pegaban las manos en el barro...
Rabia. Eso fue lo que sintió Anselmo, rabia contra la suerte, rabia contra la voz que le hablara, rabia contra aquel ser repugnante que ya casi lo estaba tocando... ¿Por qué habría de someterse a todo aquello?
Un latigazo en el cuello, bajo la oreja.
Haciéndose a un lado eludió apenas otro golpe de tentáculo. Y corrió hasta el otro lado de la pista, Hori era de movimientos lentos y Anselmo necesitaba tiempo para pensar, para trazarse algún plan de acción.
“... lucharán a muerte...”, había dicho la voz.
Era su vida la que se jugaba.
Hilda y el chico...
El cinco-tentáculos se había movido apenas. Pero estaba cerca, mucho más cerca que antes...
Anselmo comprendió que, de alguna manera, las paredes circulares se cerraban, limitando el lugar del combate. No podría seguir huyendo.
“Al fin y al cabo, no es más grande que yo...”.
Anselmo tomó impulso contra la pared metálica y contraatacó.
Eludió un tentáculo y descargó el puño contra la cabeza de los grandes ojos.
Hori reculó, Anselmo volvió a golpear a la cabeza, Hori trastrabilló.
Anselmo repitió el golpe, pero se apuró demasiado, él no era boxeador, el puño pasó de largo.

Y algo duro, sólido como el acero, lo sujetó por los muslos. Un tentáculo...
Dos rápidos golpes al corpacho velludo, la boca de los dientes desi­guales soltó un resoplido pero otro tentáculo inmovilizó el brazo izquierdo de Anselmo.
Forcejeó con desesperación, perdió el equilibrio, los dos cayeron sobre el piso pulido, Anselmo debajo.
Trató de librarse pero no pudo, los tentáculos lo inmovilizaban con firmeza.
La boca de los dientes desiguales se entreabría, cada vez más cerca de su rostro.
Anselmo hizo un esfuerzo, logró apartarse algo. Tenía todavía la derecha libre, si pudiera volver a golpearlo...
Pero... ¿y eso?
La ventosa junto al cuello de Hori... Casi le estaba tocando ahora la cara...
Un olor penetrante.
“Parece éter...”.
Se revolvió una vez más, casi liberó una pierna, pero el tentáculo volvió a sujetarlo. Quedó casi de bruces, con Hori encima, aplastándolo con su peso.
Y la ventosa que volvía, a buscarle la cara...
La mano derecha le había quedado bajo el cuerpo, trató una vez más de liberarla. Algo duro le lastimó la muñeca, el encendedor que tenía en el bolsillo...
La ventosa le tocaba ya la mejilla, más olor a éter, se sintió embriagar, se revolvió frenético, logró apartar la cabeza unos centímetros.
Pero la ventosa siguió acercándose. Comprendió que quería adormecerlo. Para que quedara indefenso. Sería un sueño sin despertar...
Hilda y Ernestito...
Una idea le centelleó en la angustia de la desesperación, con un supremo esfuerzo se hizo algo a un lado, consiguió liberar la mano derecha, ya tenía en ella el encendedor.
Metió el puño en la ventosa, apretó el disparador del encendedor.
Una detonación apagada, como un gran bufido, un golpe de aire caliente en el rostro de Anselmo.
Aturdido, tardó en reaccionar.
Ya los tentáculos no lo oprimían más.
El Hori no se movía.
Con un esfuerzo se lo fue sacando de encima.
Se incorporó con trabajo, todo el cuerpo le temblaba.
El Hori siguió sin moverse. Lo tocó con el pie, no hubo reacción. Algo oscuro le salía por la ventosa, era una mancha que crecía y crecía. El Hori estaba muerto, no cabía duda.
Miró a los lados, había como un violento zumbido en el aire.
Una luz vivísima lo envolvió, un torbellino...

***

–¿Mucho sueño, eh? ¡No hay que correrla tanto de noche! –Anselmo se despertó con un sobresalto.
Estaba en la Costanera, sentado al volante de la chatita. Un “zorro gris” se apoyaba en la ventanilla.
–Debería cobrarle multa por estacionar en lugar prohibido... Pero hoy me pescó de buenas... Váyase en seguida, antes de que aparezca un inspector.
Aceleró, no mucho, estaba tan aturdido todavía...
Notó algo raro en el coche, como si fuera muy cargado. ¿Tendría acaso alguna goma baja?
Se detuvo, echó un vistazo a las ruedas. Y entonces las vio. Una cantidad de estatuitas, a cual más extraña, como escapadas de la mente de un escultor borracho.
Recordó... ¿Sería aquélla la fortuna de Hori? Entonces... ¿no había sido un sueño el combate a muerte?
Miró en derredor, nadie venía a reclamar las estatuas... eran suyas, no cabía duda...
Se alzó de hombros. Si el señor Massini no quería los enanitos pintados, ya tenía con qué reemplazarlos y dejarlo contento.


Las razones y la historia de este texto 

Este es un cuento fantástico de tinte localista en el que Oesterheld utiliza uno de sus argumentos preferidos: hace que la rutina cotidiana de un hombre común se vea interrumpida por un enemigo extraterrestre que lo obliga a enfrentar –sin elegirla ni esperarla– una situación límite que jamás imaginó.
Dado que se trata de un relato que permanecía inédito hasta hoy y que sólo llegó hasta nosotros sin título (el título del relato nos lo facilitó Felipe Ávila, que contaba con una versión diferente de este texto) y en páginas mecanografiadas halladas entre los manuscritos de Héctor, resulta imposible determinar con certeza la fecha en que fue redactado. Al dorso de una de esas páginas, sin embargo, figuran borradores a mano alzada de tres de los “supercortos” que conforman “Sondas” (“Sondas”, serie que abarca los cuatro “supercortos”: “Ciencia”, “Amor”, “Génesis” y “Exilio”. Publicada por primera vez en la antología de ciencia ficción titulada Los argentinos en la Luna, de 1968). Presumimos por ende que “La trampa y el arma” data de algún momento entre 1965 y 1968.

21/12/14 Miradas al Sur

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