miércoles, 12 de noviembre de 2014

07 de Noviembre de 2014 Turismo espacial Un cementerio en Marte

Se acaban de cumplir cien años de la epopeya del Endurance, la más heroica y hermosa de la historia de las exploraciones, que dio comienzo con un anuncio insensato insertado en la prensa británica. Se me saltan las lágrimas y se me encogen los testículos con sólo recordarlo: “Se necesitan hombres para viaje arriesgado. Poco sueldo, mucho frío, largos meses en total oscuridad. Peligro constante, sin garantía de regreso. En caso de éxito, reconocimiento y gloria”. En el reclamo de Shackleton sólo había una errata: la fama y la gloria llegaron aunque la expedición fue un completo fracaso, ya que el casco del Endurance ni siquiera llegó a tocar el continente antártico.
Más de cinco mil personas se ofrecieron voluntarias para aquella extraordinaria odisea, de los cuales el propio Shackleton seleccionó personalmente a ventiséis. Creía que esa estirpe aventurera ya estaba extinguida para siempre, que nunca iba a leer un anuncio parecido en nuestra triste época de comerciantes y tenderos. Por eso me ha emocionado tanto encontrarme con el proyecto Mars One, que pide voluntarios para establecer la primera colonia en Marte en un viaje sin garantía de ida y sin billete de regreso. Poco importa que la NASA no considere factible el proyecto al menos hasta dentro de veinte años, ni que un grupo de científicos del MIT, aun dando por hecho el inconcebible salto hasta el planeta rojo, lo haya descartado ante la inclemencia de la atmósfera marciana. Lo increíble, lo maravilloso es que más de doscientas mil personas se hayan ofrecido voluntarias (muchas de ellas zumbadas, como reconoce uno de los organizadores) y que 705 ya han superado la primera criba. Entre ellos hay catorce españoles, suponemos que no sólo desesperados ante esta España sucia y esquilmada y que han optado por el desierto rojo en lugar de por el desierto mariano. Me imagino que son hombres (y mujeres, porque hoy también hay mujeres) del linaje de Cook y Magallanes, de Livingstone y Ladrillero, mujeres y hombres a quienes su lugar de nacimiento se les ha quedado pequeño y precisan ver mundo. Concretamente, otro mundo. La perspectiva más halagüeña que se les ofrece a tales viajeros es una tumba con vistas al sistema solar y una línea en los libros de historia.
Ante las nulas posibilidades de retorno, la aventura a la que más recuerda este ensueño marciano no es, por desgracia, la odisea de Shackleton, sino el intento de colonización del Estrecho de Magallanes en la expedición de Sarmiento de Gamboa. Más de doscientos españoles quedaron abandonados a su suerte en los canales de Tierra de Fuego durante uno de los pasajes más dramáticos y desconocidos en esa no poco desconocida (y aún menos leída y estudiada) saga mal denominada Descubrimiento de América.
Habrá mucha gente, la inmensa mayoría quizá gente sensata y sedentaria que se pregunte qué sentido tiene ir a Marte sólo para fundar un cementerio. Pero tiene todo el sentido: es la sed de aventura, el motor de sueños, el empuje de la razón que nos hace furiosamente humanos. Exactamente el mismo impulso que nos llevó a cruzar el mar, a subir las montañas, a salir de las cavernas. Cuando entrevisté en Cracovia a un octogenario Stanislaw Lem, me sorprendió oírle decir que la NASA había rechazado el viaje a Marte porque allí no había nada de interés y que él estaba de acuerdo. El propio Lem se había rebatido a sí mismo en Retorno de las estrellas, una extraordinaria novela donde un astrofísico justifica su inútil periplo espacial preguntándose si Amundsen buscaba diamantes en el polo. “Por supuesto que Amundsen sabía que en el Polo Sur no había nada. Una posibilidad probada” dice el joven Lem, por boca de su augusto astrofísico, “eso es lo que significa nuestro viaje: que es lo más difícil que puede hacerse en un momento dado”. ¿Por qué viajar a Marte? La mejor respuesta la resumió Mallory cuando expresó su ferviente deseo de escalar el Everest: porque está ahí.

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