jueves, 2 de octubre de 2014

Motín del 1º de octubre de 1820

Martín Rodríguez gobernador

Pero he aquí que algunos de los representantes parecen arrepentirse de su preferencia por Rodríguez. Alegan que el brigadier está bajo la influencia de Rosas. Se celebra una reunión. Rosas, presente allí –su renuncia es aceptada sólo el 18-, declara que si Rodríguez no es designado él no podrá mantener las seguridades de paz que ha dado a López y que así se lo escribirá al gobernador de Santa Fe, para dejarle en libertad de acción. Estas palabras impresionan y casi todos resuélven a votar por Rodríguez. Entonces la Junta pide a Rosas que reorganice su regimiento, y lo traiga a las proximidades de la ciudad para asegurar con su presencia el triunfo del general Rodríguez. Rosas se va a la Guardia del Monte. El 12 de setiembre tiene ya reunida su gente en “Los Cerrillos”, y el 24, desde la Cañada de Gaete, pide al gobierno armamentos y víveres. En su nota, declara que ama al hombre y que esto le “hace conocer la obligación de respetar las propiedades y protegerlas”, para lo cual cree necesario que el miliciano “encuentre en el seno de su regimiento todos los recursos”. Impone entre sus soldados una subordinación y un orden que considera admirables, no menos que su entusiasmo, y así se lo ha comunicado al gobernador desde Cañuelas.

Juan Manuel –hay que insistir- nada ambiciona para sí. El servir a la Provincia y al orden no le reporta sino sacrificios. El trabajo está abandonado en su estancia, y sus pérdidas son considerables. Si desea imponer a Rodríguez no es por recompensas, sino porque Rodríguez hará la paz con Santa Fe y establecerá el orden. El resorte que mueve a Rosas es la pasión del orden. En una nota al gobernador, le dice que su conducta, en lo sucesivo, será “no pertenecer a otro que al bien de la provincia”.

El 26 de setiembre la Junta designa gobernador al general Martín Rodríguez. Y al promulgar esta elección en un bando terrible, en donde habla contra “los novadores”, los que abrazan “el espíritu de novedad, de falsa política, de crítica mordaz, de atentado y de insubordinación”, anuncia que ha autorizado al Gobierno para aplicar “todo el rigor de las penas, hasta la de muerte y expatriación, conforme al influjo que tuvieren”, a los que promuevan insurrecciones y discordias o perturben la tranquilidad pública. También le acuerda al gobernador facultades extraordinarias, pues le releva “de los trámites que prescriben las leyes para la formación de causas”. De este modo violento se inician los unitarios –anotémoslo- al retomar el poder que nueve meses atrás habían perdido.

Tres días después de elegido Rodríguez, Rosas le escribe. Elogia de nuevo a su columna y le declara que “sería un dolor” entregar su dirección a sus “ningunos conocimientos militares”. Agrega con modestia y franqueza: “El bien del país es para mi antes que todo; yo estoy en estado de aprender y no en el de enseñar”. Y fundado en que para actuar militarmente es necesario un jefe “que conozca lo que yo no entiendo” y que le enseñe al soldado lo que él no se cree capaz de enseñar, suplica que se ponga al frente de sus hombres al coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid. El gobernador no acepta su pedido, elogia los sentimientos que distinguen a Rosas “en obsequio del orden” y le manifiesta que la disposición de ánimo que él ha sabido inculcar a sus soldados es más valiosa que la mejor dirección técnica. De este modo, Rosas va creándose prestigio moral. Se le sabe fuerte, organizador, enemigo del desorden y de la anarquía. ¿Hay estrategia en sus actos, como dirán sus enemigos? No, puesto que él propone a otro hombre para el mando de su columna y porque toda su conducta posterior, durante ocho años, revelará en él una ausencia absoluta de toda ambición política.

Rosas, aunque haya impuesto al unitario Rodríguez, no es unitario ni lo ha sido. Por el momento, no tiene color político. Simplemente es un hombre de orden y de trabajo. Si ha abandonado su estancia fue –repitámoslo- por defender el orden. Se ha sacrificado, en la exacta acepción de las palabras. Ha perdido mucho dinero por sus andanzas militares. Su sueño es volver a los trabajos del campo. Mas para esto es necesario que haya orden y paz. 

Tan ajeno es Rosas a los partidos, que, en una proclama dirigida a su regimiento el 28 de setiembre, mientras acampa junto al río de la Matanza –documento de rigurosa importancia porque es el primero de esa índole que él escribe y publica- no hay una palabra en la que pueda advertirse un propósito partidista. En cambio, aconseja a sus Colorados del Monte ser “constantes en ejemplarizar”, le recuerda lo execrable que son la corrupción y la licencia y les dice que la Campaña comienza “desde hoy a ser la columna de la Provincia, el sostén de las autoridades”. Esto es lo único que le interesa: sostener a las autoridades legítimas, porque sin autoridad no hay orden ni paz.


JUAN MANUEL DE ROSAS. La ley y el ordenMotín del 1º de octubre de 1820

Pero los enemigos del nuevo gobierno están resueltos a voltearlo. Entre ellos figuran los ex gobernadores Soler y Sarratea y el coronel Pagola. Son los federales, y cuentan con el pueblo y con las milicias ciudadanas llamadas “los cívicos”, especialmente con los oficiales y sargentos del segundo tercio, compuesto por pardos y negros. Estos hombres detestan a los directoriales o unitarios, a los que consideran como una oligarquía de los ricos y de los abogados; y forman el partido que ellos llaman “cívico” y sus enemigos “plebeyo”. Este partido tiene por verdadero jefe a Dorrego, a quien desea ver como gobernador. Pero Dorrego no participa en los acontecimientos que vendrán.

Motín militar del 1º de octubre. El coronel Pagola, a la noche, montado en un caballo blanco, se presenta en la plaza de la Victoria al mando del regimiento Fijo, al que acaba de sublevar, y del segundo tercio de los cívicos. Por otra calle, entra el tercer tercio. Las tropas del gobierno, que ocupan el Fuerte y las plazas de la Victoria y del 25 de Mayo –hermanas siamesas unidas por la Recova-, se defienden, pero son vencidas y Pagola asume el mando militar de la ciudad. El gobernador, en la madrugada del 2, huye hacia el sur, en dirección a Santa Catalina, en donde piensa encontrar al teniente coronel Rosas, que manda los regimientos de milicias y que no tarda en llegar con novecientos hombres.

Mientras estas tropas avanzan, Juan Manuel, hombre de tretas, envía a uno de los peones a la ciudad con un recado para dos o tres de sus fieles –abastecedores de carne del barrio de la Concepción- , pidiéndoles que interrumpan la asamblea o cabildo abierto que van a celebrar los vencedores en la iglesia de San Ignacio. Es el 8 de octubre. Reunión harto herterogénea: partidarios de Sarratea, individuos de la facción de Soler, sujetos de puñal, algunas personas decentes y mucha chusma, y entre ellos los elementos de avería enviados por Rosas. Uno de los jefes civiles de la revuelta propone a Dorrego como gobernador. Un amigo y pariente de Rosas le replica violentamente. El dorreguista pretende ocupar de nuevo la tribuna –el púlpito de la iglesia-, cuando se pone a vociferar un italiano, hombre culto pero chiflado, que padece de morbo anticlerical. Risas y chacota. Y la reunión se trunca. 


Triunfo de Rosas

El golpe de astucia del comandante Rosas ha sido muy hábil y oportuno, porque ya las avanzadas de sus tropas vienen entrando en la ciudad. En los barrios del Sur, donde sostiene algunas guerrillas con los revolucionarios, aumenta su fuerza con la adhesión de numerosos grupos de pueblo. En la tarde de ese día 3, breves combates. Al siguiente, Rosas se apodera de las plazas de la Concepción y de Monserrat y a su derecha llega a cinco cuadras del Fuerte, donde está el grueso de las tropas de Pagola.

Ese día, después de diversas tentativas de arreglo, va a reunirse la Junta de Representantes. Los revolucionarios han declarado que obedecerán al Cabildo, y el Cabildo asegura que cumplirá lo que disponga la Junta. La reunión de los Representantes se realiza en el convento de las Capuchinas. Tropas de Rosas vigilan las proximidades del convento. La reunión comienza a las once de la mañana y dura hasta la madrugada. La Junta se ratifica en el nombramiento del general Rodríguez, concede una amnistía general –con la que espera seducir a los revoltosos- y manda las tropas a sus cuarteles para que esperen órdenes del gobernador. Pero los revolucionarios no aceptan la resolución de la Junta y se preparan al combate.

Rosas, antes de atacar la plaza, en donde se han concentrado los revolucionarios, entra en casa de sus padres, y –anotemos el rasgo de ternura filial y de modestia- les pide la bendición. Sus padres viven en la calle de la Reconquista, actual Defensa, frente al paredón de San Francisco. Por esa calle, donde están formadas sus tropas, lleva el asalto a la plaza. El gobernador Rodríguez permanece a bastante distancia de allí, en el cuartel de la Residencia. Rosas, a la cabeza de tres escuadrones, ataca la trinchera de Pagola, frente a San Francisco. Los Colorados hacen callar a los cañones y, en un combate de arma blanca, derrotan a los cívicos. Otros soldados fieles al gobernador desalojan a los revolucionarios de las azoteas. Con el final de este entrevero termina esta parte el combate. Y a las cinco de la tarde, montado en su bello tordillo de patas negras, al frente de sus Colorados del Monte, entra en la plaza del 25 de Mayo el joven teniente coronel Rosas.

Pero todavía no ha triunfado totalmente el gobierno. Fuerzas de Pagola ocupan las proximidades de la plaza. A la cabeza de dos escuadrones, Rosas carga contra el cantón instalado en la Universidad y lo toma, mientras soldados del gobernador Rodríguez se apoderan de otros cantones, Juan Manuel reúne a sus Colorados en la plaza de la Victoria, pone guardias en ciertos sitios estratégicos, ordena buscar y recoger a los heridos de ambos bandos y organiza patrullas para que recorran la ciudad e impidan los desórdenes. Atardece, cuando llega el gobernador. Rodríguez, conmovido, se detiene frente a Juan Manuel, y, como un homenaje al triunfador, le quita la gorra militar que trae puesta y lo invita a colocarse a su izquierda y a entrar con él en el Fuerte.

Al otro día, la Junta de Representantes vuelve a acordar al gobernador la suma del poder público, “con todo el lleno de facultades y la mayor amplitud de ellas que sea necesario al logro de la única y suprema ley de los estados, que es la salud del pueblo”, como reza el oficio dirigido a Rodríguez. “Con todo el lleno de facultades”… No lo olvidemos.

Un mes después, dos pobres diablos serán ejecutados en la plaza de la Victoria como culpables del movimiento dominado por Rosas. 
Fuentes: 

- Gálvez, Manuel – Vida de don Juan Manuel de Rosas – Ed. Altor – Buenos Aires (1954).
- Irazusta Julio. Vida Política de Juan manuel de Rosas.
- Castagnino Leonardo Juan Manuel de Rosas. La ley y el orden
- Castagnino Leonardo Juan Manuel de Rosas, Sombras y Verdades
- La Gazeta Federal www.lagazeta.com.ar

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