domingo, 5 de octubre de 2014

Comida de mierda

En el marco de una crisis alimentaria inédita y creciente, el ingenio humano, dispuesto a reciclarlo todo, supo encontrar una salida en la sustancia más despreciable del universo. Un vino milenario fermentado en caca de niños; los granos del café más caro del mundo, defecado por animales, y una hamburguesa hecha con materia fecal humana avisan un futuro posible, aunque repugnante.

Por Daniel Ares. Escritor

Arriba: mil dólares el kilo. Recolección de granos cagados por elefantes para la producción del Café Marfil Negro.//Medio: el empleado del mes. Mitsuyuki Ikeda, inventor del shitburguer.

Los deshechos nucleares que se acumulan sin solución por los siglos de los siglos. El calentamiento climático, la hecatombe ambiental que se avecina. El agua convertida en el nuevo oro, en el nuevo petróleo de las nuevas guerras. Los continentes de plástico y desperdicios que se expanden sobre los océanos y los matan. El fuego que arrasa los bosques a 700 hectáreas por minuto. El consumo de arena que se mastica las playas del mundo. La tragedia distributiva, la extinción de los recursos naturales, el crecimiento demográfico, las multitudes hambrientas. Todo esto conforma una escalada de progreso y destrucción que puede llevar a cualquier cosa. Incluso a comer mierda. 

Visionaria, osada, desesperada, la industria alimenticia basada en excrementos avanza silenciosa pero eficaz. Huele un futuro más podrido que la Dinamarca de Hamlet, y se anticipa. Comidas elaboradas en base a excrementos animales, pero también humanos, destinadas a alimentar animales, pero también humanos. 

Los japoneses ya lograron una carne para hamburguesas hecha con materia fecal humana, pero mucho más nutritiva, menos calórica y no menos sabrosa que la original. Aunque todavía muy costosa. 
Para los coreanos, es tradición milenaria un vino de propiedades curativas fermentado a base de arroz, y caca de niños. 

El café más caro del mundo es, literalmente, una cagada. Sus granos deben ser previamente digeridos y defecados por selectos animales. Su precio ronda y supera los mil dólares el kilo. 
Como en el viejo chiste, la buena noticia es que en el futuro comeremos mierda. La mala es que será carísima.

Perdidos en el espacio. La crisis alimentaria mundial no es el título de una tragedia moderna. Es una tragedia moderna. 

Los grandes machos de las finanzas la detonaron en 2008. Las cosas no venían bien. Sequías, inundaciones o cosechas deficientes en Australia, Ucrania y los Estados Unidos; la suba sin paz del precio del petróleo, encareciendo trasportes y fertilizantes; la consecuente creciente demanda de biocombustibles incendiando lo que apenas ayer era comida; el aumento sostenido de la población mundial y la explosión de las clases medias en Asia, África, América latina y Medio Oriente dispararon los precios de los alimentos que, desde entonces, no paran de subir, ya perdidos en el espacio. 

Según la FAO (sigla en inglés de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), se estima que hoy hay mil millones de personas desnutridas y otros 400 millones crónicamente subnutridos. 

“El mundo esta andando hacia una crisis alimentaria”, avisa el documento de la FAO, y apunta como responsables a la urbanización, la distribución desigual de las tierras, la reducción de las dimensiones de las explotaciones, el constante empobrecimiento de los agricultores del Tercer Mundo, la degradación de los suelos y el uso y abuso de sustancias químicas y fertilizantes. 

Y sobre llovido, el crecimiento demográfico. Un crecimiento que se concentra, en un 90%, en el mundo en desarrollo. 

En los próximos diez años, según Naciones Unidas, la población en los países industrializados crecerá apenas en unos 56 millones de personas; en tanto en los países emergentes y en vías de desarrollo nacerán más de 900 millones de seres. 

“Sea cual fuere el tipo de tecnología, el nivel de consumo o desperdicio, el nivel de pobreza o desigualdad, cuantas más personas haya, mayores serán los efectos en el medio ambiente y, a su vez, en la producción de alimentos”, concluye la FAO.

Así las cosas, en 2012 las malas cosechas en los Estados Unidos, Ucrania, Australia y otros países redujeron las reservas alimenticias a sus niveles más bajos en los últimos 40 años. Las reservas de maíz norteamericanas registraron caídas históricas, llegando apenas al 6,5% de lo que habrían de consumir durante el año siguiente. 

“No estamos produciendo la cantidad de alimentos que consumimos. Por eso las existencias han bajado tanto. Los suministros son ahora muy limitados en todo el mundo y las reservas están en un nivel muy bajo, lo que no deja espacio para eventos inesperados”, alertaba Abdolreza Abbassian, economista senior de la FAO. 

Vale aclarar que “eventos inesperados” son precisamente los que se esperan: sequías, inundaciones, huracanes y más calentamiento global.

En seis de los últimos once años, el consumo de alimentos superó la cantidad cosechada, y las reservas, cuyo promedio mundial era de 107 días de consumo una década atrás, hoy apenas supera los 70. 

Y entonces, sobre mojado, el maratónico aumento de las clases medias. Tan sólo la Argentina –según datos del Banco Mundial– logró duplicarla en la última década. Para la Organización Internacional del Trabajo (OIT); durante el mismo período, en todo el mundo, 200 millones de personas engordaron la categoría. Y como era de esperarse, así también aumentaron los que prefieren la carne, al arroz y los vegetales. Pero resulta que la ganadería exige grandes extensiones de tierra, y dado que el mundo no se estira, hay que restárselas a la agricultura. 

La situación es grave, pero la tendencia es lo que aterra. 

En 2030, el mundo tendrá que alimentar a más de 9.000 millones de personas, además de todos los animales que todas esas personas criarán para alimentarse. Expandir la superficie dedicada a la agricultura, según Naciones Unidas, no es una opción, ni siquiera una utopía. De los océanos, ni hablar: ya todos ellos están sobreexplotados, y el cambio climático y la escasez de agua complicarán bíblicamente la producción de alimentos. 

Y así entonces llegó el inaudito día cuando las Naciones Unidas le recomendaron a la humanidad comer insectos. 

En un largo informe publicado en mayo de 2013, la mismísima FAO difundía y refrendaba los beneficios de comer bichos. “Son una fuente de alimento muy nutritivo y saludable, con alto contenido en grasas, proteínas, vitaminas, fibras y minerales”. Como ejemplo, ofrecía el gusano de las harinas por su alto contenido de proteínas, vitaminas y minerales “similares a los del pescado y la carne”. 

El asombro encendió el escándalo, y fue necesaria una rápida aclaración, a cargo de Eva Müller, una de las coautoras del informe. “No estamos diciendo que la gente deba comer bichos. Lo que decimos es que los insectos son uno de los recursos que brindan los bosques, y se encuentra prácticamente por explotar su potencial como alimento y, sobre todo, como forraje”.

Igual, el asombro no era para tanto. Se sabe que, hace mucho, los insectos son parte de la dieta diaria de al menos 2.000 millones de personas en todo el mundo. Según la FAO, hoy la humanidad se come más de 1.900 especies de insectos, principalmente en África y Asia. Lo más consumido son los escarabajos y las orugas, un 31%; luego las abejas en un 18%, y luego las hormigas, 14%. Pero también se comen saltamontes, langostas y grillos, cigarras, chinches, libélulas y hasta moscas en un 2%. Gustos son gustos. 

Después de todo, quizás los insectos resulten un buen paso previo para el paladar humano, en rumbo a su impensado futuro escatológico.

Cerdos y peces. Aunque tampoco hay que esperar ningún futuro para acabar comiendo mierda. Elaborada y reelaborada una vez y otra vez, natural y artificialmente, la excreta lleva años incorporada a la cadena alimenticia que nos comprende. 

Compuestos y extractos de estiércol animal alimentan desde hace décadas pollos, cerdos y peces de criadero, de esos que llegan a la mesa. El verbo de la hora, se sabe, es reciclar. 

Por un lado, algo había que hacer con toda esa porquería. Y, por otro lado, algo había que darles de comer a todos esos animales. Cuando esteroides, anabólicos y hormonas pasaron a la clandestinidad, todas las miradas se posaron en la bosta. 

Hoy se estima que el 20% de la alimentación animal del mundo está compuesta por alguna variedad de excrementos. 

Según denunció un artículo de Bloomberg el año pasado, la mayor parte de los alimentos de mar importados de Asia por los Estados Unidos contienen heces porcinas, cuando no humanas. 

Michael Doyle, microbiólogo de la universidad de Georgia, explica que “utilizar heces para alimentar a los peces y camarones es muy común en Asia. Muchas especies de peces y camarones que comemos pasan toda su vida nadando en una piscina entre los deshechos fecales de otros animales”.

En Tailandia es normal ver gallineros suspendidos sobre los estanques donde se crían camarones. De esta forma, con sólo aprovechar la ley de gravedad, los deshechos fecales de los pollos caen en sus aguas y los alimentan. Eso es reciclar.

Doyle sostiene, además, que los productores de alimentos en China “utilizan regularmente heces humanas no tratadas y residuos de animales para la alimentación de los peces de cultivo destinados al consumo humano”. ¿Verdad? ¿Consecuencia? ¿Lobby?

Los controles bromatológicos, desde luego, son muchos, y muy estrictos. Pero igual no alcanzan. Sin embargo, las Naciones Unidas recuerdan que el estiércol de cerdo, por ejemplo, contiene más de un 20% de proteínas. Y, según sus propios experimentos, las aves de corral alimentadas con él “no presentaron efectos adversos en su carne ni en sus huevos”. 

El mismo producto se habría utilizado ventajosamente en un nivel del 15% en la alimentación de vacunos; y de hasta un 40% en el ganado ovino. “Con buenos resultados”, refrenda la ONU, y alienta su uso.

Cuestión de acostumbrarse. Después de todo, el hombre también es un animal.

Shit–burger. Sin embargo, por muy asqueroso o escandaloso que todo esto resulte, sigue sin haber nada nuevo bajo el sol. El uso de excrementos –incluso humanos– en la elaboración de alimentos –incluso humanos– es milenario. 

El ttongsul, por ejemplo, es un vino coreano, cuya tradición se pierde en el pasado y que, según sus cultores, tiene propiedades curativas. Y es elaborado en base a la fermentación de arroz y materia fecal infantil. 

Capaz de curar desde golpes y huesos rotos hasta epilepsias, el ttsongsul concentra 9 grados de alcohol, y se obtiene mezclando arroz glutinoso, arroz no glutinoso y excrementos de niños. Luego basta dejarlo fermentar durante siete días para eliminar gérmenes y bacterias… y adentro. 

La tradición del ttongsul es tan antigua como ya olvidada en la Corea moderna, y sin embargo algunos médicos todavía lo recomiendan y hasta se jactan de saber producirlo. El doctor Lee Chang Soo –uno de ellos– dice que las heces ideales deben provenir de niños de entre 4 y 7 años: “No huelen tanto y son más puras”, recomienda.

Pero como las tradiciones nunca se pierden del todo, de regreso al presente, hoy la elaboración de alimentos de mierda acaso tenga su mayor estrella en el café fabricado a partir de granos previamente defecados por selectos elefantes y ciertos felinos, el luwak, por ejemplo. 

El luwak, o civeta, es un animalito de la familia del mapache, originario del archipiélago de Indonesia, frecuente en las islas de Sumatra, Bali, Java, en Vietnam y en el sur de China. 

Se alimenta de insectos, de pequeños roedores, de frutas y de café. Por cuestiones que sólo la civeta conoce, consigue seleccionar sin errores los mejores granos. Luego del correspondiente proceso digestivo, los defeca. Y allí aparecen los recolectores de su caca. 

Las enzimas estomacales de la civeta hicieron el trabajo fino y expulsaron el grano todavía intacto, pero ya químicamente modificado, rompiendo las proteínas que lo hacen tan amargo. Cada uno de esos granos es lavado a mano y, ligeramente tostados, ofrecen un sabor suave, entre el chocolate y el caramelo, y lo suficientemente dulce, como para prescindir del azúcar. 

Su nombre internacional es Kopi-Luwak –“kopi” en indonesio es café–, y su producción es tan compleja y delicada que apenas se obtienen 500 kilos por año en el mundo. De ahí que su precio ronde los mil dólares el kilo. En Londres, Nueva York o Buenos Aires, un pocillo cuesta alrededor de cincuenta dólares. Delicatessens de mierda, cómo no. 

Otra variedad en la misma línea es el no menos famoso ni más barato Café Marfil Negro, obtenido a través de un proceso similar, pero con caca de elefantes. 

Esto sucede ya en Tailandia, donde una manada de 20 elefantes son alimentados con caña de azúcar, banana y granos de café que, apenas al día siguiente, aparecen intestinalmente modificados entre sus excrementos. Una vez más, los ácidos estomacales regulan las proteínas para moderar su amargura en un punto de excelencia. 

Según sus productores, el proceso realizado por el elefante equivale a un tostado lento, le toma entre 15 a 30 horas digerir los granos que así se mezclan con los plátanos y el azúcar de caña, entre otros ingredientes de su la alimentación, para por fin lograr su sabor único “terroso y frutal”, según se lo define. Creer o probar, pero probar no es para cualquiera. El Marfil Negro también ronda los mil dólares el kilo. 

Un proceso muy similar le permitió a la empresa japonesa Sankt Gallen fabricar su exclusiva cerveza negra Un kono kuro, para la cual también se usan granos de café previamente digeridos y defecados por elefantes. 

Sin embargo, la gran esperanza de este futuro pedorro acaso sea el shitburger, otro invento japonés. Como su nombre lo indica, se trata de una hamburguesa elaborada en base a materia fecal humana. 

Fundamentalistas del reciclaje, allá por 2011 las autoridades de Tokyo le encomendaron al científico Mitsuyuki Ikeda que encontrara alguna utilidad en los ríos de aguas servidas que saturaban las cloacas de la ciudad. 

Manos a la obra, antes de un año, Ikeda descubría que la horrible sustancia poseía sin embargo una gran cantidad de proteínas. 

Las extrajo, las separó, las mezcló con lípidos, carbohidratos y minerales, un toque de saborizante, algunos colorantes para mitigar su proverbial marrón y listo el plato. Sólo faltaba el valiente que lo probara. 

Pero el experimento resultó un éxito. Unos primeros treinta voluntarios la comieron sin conocer sus ingredientes, y la aprobaron. Era tan sabrosa como la hamburguesa normal, pero más nutritiva. El propio Ikeda la bautizó “Shitburguer”. 

Otra formidable ventaja de este invento japonés es su precio. Por ahora, su costo de producción supera en hasta diez veces a la hamburguesa de carne (o lo que fuera). Pero el laboratorio de Okayama, para el cual trabaja Ikeda, confía en que una creciente demanda abarate el proceso. Y que un día no muy lejano, el shitburger cueste entre diez y veinte veces menos que su versión tradicional. 

Aún así, el doctor Ikeda sabe que su novedad deberá vencer, sobre todo, las barreras psicológicas. Pero confía en que finalmente se impondrá, porque contiene menos calorías, porque es ecológicamente correcta y, sobre todo, por su precio tan popular. 

Entonces, la buena noticia será dos veces buena: comeremos mierda y será barata.

Un recurso inagotable. Cuando todavía las ciudades de la Europa medieval eran grandes cloacas a cielo abierto, “los pueblos del misceláneo oriente” –dijera Borges– ya reverenciaban sus excrementos. En China y la Indochina, en Japón y en Corea, por más de 4. 000 años la materia fecal y la orina humanas representaron productos comerciales muy valiosos, y eran transportados por sus redes fluviales en buques especialmente diseñados. Fertilizaban los campos y producían calor. Así, el Oriente cada vez más numeroso logró sobrevivir sin contaminar sus aguas. No era sólo abono. También era calor, combustible, energía.

Los siglos han pasado y ese recurso no se agota. Estiércol, material fecal o simplemente mierda, la sustancia más despreciable del universo, ha recorrido un largo camino desde abonar la tierra, producir energía y alimentar animales, hasta alcanzar ahora la mesa familiar. Una auténtica escalada de progreso y destrucción.

El baño está servido

Los chinos –cuya leyenda gastronómica incluiría perros, gatos y roedores– saben lo que se viene. Y se preparan. En Taiwan, una sencilla idea inspiró una heladería, la heladería un restorán y el restorán una franquicia. 

El Modern Toilet, técnicamente, también es un restorán temático. Un inmenso inodoro cuelga sobre sus puertas. Adentro, el piso ajedrezado, inodoros en vez de sillas, bañeras en vez de mesas y papel higiénico en lugar de servilletas ambientan al visitante y lo preparan. Las comidas también son servidas en pequeños inodoros o fuentes como letrinas en miniatura, y tienen el color, la forma y la consistencia –sin su olor y su sabor, claro– de una cagada cualquiera. Pero son dulces y salados, platos cremosos, picantes o más suaves. El menú es muy completo.

Esta auténtica idea china se le ocurrió al chino Wang Tzi Wei, que un día decidió abrir una heladería y servir sus cremas al estilo chorizo de Mc Donald’s. Pero, en vez de hacerlo en cucuruchos o vasitos, prefirió usar simpáticas miniletrinas de plástico. La idea causó risa, pero funcionó. Y tanto que Wang Tzi decidió ampliar, profundizar y lanzarse. 

En 2004 abrió su primer restorán en Kaohsiung, al sur de Taiwán. Hoy ya son doce las sucursales, y uno más en Hong Kong; mientras la moda se expande por Japón y Corea. Todas culturas milenarias que, de alguna forma, siempre se anticipan.

Uso y abuso de la porquería

En su prometedor porvenir, la mierda no sólo nos dará de comer, sino también brindará energía, calor y propulsión. Es lo que se llama biogas. Un sistema capaz de producir gas, electricidad y, a la vez, fertilizantes naturales. 

La descomposición y putrefacción de los deshechos fecales libera grandes cantidades de metano y carbono. Gases altamente nocivos que, bien encausados, generan energía. 

El método ya viene siendo usado en los Estados Unidos y Europa, y ahora también en la Argentina. En Hernando, Córdoba, funciona ya el primer sistema de biogas en base a excremento de cerdos.

Los deshechos porcinos se concentran en una pileta donde son degradados por bacterias, y el gas liberado activa una serie de microturbinas que así generan electricidad, calor y combustión. El biogas sirve tanto para cocinar y calentar la casa como para impulsar motores. 

Las plantas de biogas se multiplican por el mundo, capaces de eliminar residuos y restar venenos a la atmósfera. Su materia prima puede ser tanto la excreta porcina, como equina y vacuna. Todas buenas porquerías.

05/10/14 Miradas al Sur

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