domingo, 14 de septiembre de 2014

Memoria de un ejemplo de lucha y dignidad

A 40 años del asesinato de Atilio López. El 16 de septiembre se cumplen 40 años del asesinato del gremialista y ex vicegobernador de Córdoba Atilio López, quien fue acribillado por la Triple A junto con el contador Juan José Varas. Miradas al Sur anticipa en exclusiva dos capítulos del libro El Negro Atilio, editado en conjunto por la Unión Obrera Gráfica y la Universidad Nacional de Córdoba. En ellos, dos compañeros recuerdan a este militante ejemplar del peronismo revolucionario.


Jamás abandonó la lucha
Manuel Reyes. Compañero de militancia
El contexto histórico donde el nombre y la figura del entonces joven Atilio López comienza a traspasar los límites de su sindicato –la Unión Tranviarios Automotor– fue en el movimiento obrero organizado de Córdoba, que produjo dos hechos de fuerte contenido político y de proyección nacional y que le darían una identidad revolucionaria que mantuvo durante largos años.
Uno fue la recuperación y normalización de la Regional Córdoba de la CGT, en julio de 1957, y el otro, la participación activa en la elaboración y aprobación del Documento de La Falda, en el Plenario de las 62 Organizaciones Peronistas realizado el mismo año en esa ciudad de las serranías cordobesas.
En ambos acontecimientos, Atilio López tuvo un protagonismo relevante: ser electo secretario general de la CGT y, en tal condición, junto a otros compañeros, impulsor de aquel documento que aún mantiene plena vigencia.
A partir de ese tiempo las luchas del movimiento obrero organizado y la vida, pasión y muerte del Negro Atilio tuvieron un mismo derrotero y un mismo destino.
Lo conocí de cerca cuando los compañeros que representaban a Farmacia participaban de las tratativas para su normalización; uno de ellos era Carlos Ahumada, quien integraría luego el consejo directivo cegetista. Atilio me inspiró siempre respeto y admiración, pero además simpatía por su llaneza y el trato cordial y fraterno. Además por la firmeza con que sostenía sus ideas y propuestas.
En su persona convergían muchos compañeros dirigentes cuyos nombres quedaron en el olvido, pero que fueron fundamentales para que Atilio López forme parte hoy de la historia completa, aún no escrita, de las luchas del movimiento obrero de Córdoba. Azpitia, el Negro de Comercio; el Niño Lucio Garzón Maceda, de Prensa; Zárate, de los cerveceros; José Erio Lumello, de Sutiaga; Miguel Ángel Cara de Goma Godoy, de Panaderos; el Loco Lino Verde, de los Mineros (de este compañero me quedaron grabadas en la memoria sus palabras en un plenario del año ’68, en vísperas de la llegada de Onganía a Córdoba, donde se resolvió declararlo persona no grata, y Lino Verde dijo: “Este Onganía es sordo o es pelotudo, nosotros le pedimos que libere los presos y ha liberado los precios”; Gallego Fernández, del SUPE; Juan Reyes, el Flaco Pecos, de Gastronómicos; el Gordo Raúl Ferreyra, del SEP; éstos fueron algunos de muchos otros quienes con su apoyo y sus propuestas fortalecían su liderazgo y orientaban sus acciones.
Hombres y sindicatos de gran valor que protagonizaron grandes luchas, en aquellos tiempos donde no había lugar para débiles o especuladores. Cada acción, cada decisión tomada en representación de los trabajadores implicaba todo tipo de riesgos, a los que había que afrontar con inteligencia y hasta con cierta dosis de picardía sana, pero también con los cojones suficientes para sostenerlas y aguantar sin claudicaciones. Porque la lucha no era sólo para defender los derechos de los trabajadores, era además de resistencia a la restauración del conservadurismo y de la puta oligarquía que pretendía imponer la maldita dictadura de Aramburu y Rojas. Era la resistencia a la domesticación del sindicalismo que parió el 17 de octubre de 1945, que se fortaleció durante los gobiernos del General Perón, y que asumió su esencia y práctica combativa inspirado en el ejemplo de Evita, de su pensamiento y prédica revolucionaria.
Era además una lucha política sintetizada en el Luche y Vuelve, para traer de regreso a Perón y que los trabajadores volvieran a ser protagonistas centrales en la continuidad del proceso de cambios y transformaciones que venía realizando el peronismo y que quedara trunco aquel nefasto 16 de septiembre de 1955.
De esa pléyade de sindicalistas, y en la fragua de las luchas de aquel movimiento obrero, se moldeó el arquetipo del sindicalista “negro y peronista” que fue Atilio Hipólito López, el de la UTA, nuestro Negro Atilio López . Por eso su figura y su liderazgo han superado todos los intentos de borrarlo de la historia; y aún más, sigue siendo referencia obligada para definir cómo protagonizar y cómo vivir el sindicalismo, la praxis social por excelencia de los hombres y mujeres del trabajo.
A lo largo de los 17 años en que se mantuvo su liderazgo, se lo pudo ver a veces en la cúspide y a veces en el llano, como cuando se privatizó el transporte público de pasajeros de la ciudad de Córdoba, hasta entonces municipal, administrado por la CATA, o cuando fue reemplazado en la Secretaría General de la CGT en varias oportunidades. A pesar de ello jamás abandonó la lucha: para Atilio el lugar desde dónde pelear era secundario.
Alguna vez he contado la anécdota de uno de los tantos paros generales de la CGT, que por divisiones circunstanciales no era bueno y ya siendo el mediodía no mejoraba. Atilio y otros miembros del secretariado deciden una acción que tuviera repercusión mediática para que la medida de fuerza no fuera intrascendente. Con el pretexto de solicitar la libertad de algunos presos, concurren al Cabildo, donde tenía su sede la Jefatura de Policía, y exigen entrar sin audiencia concedida, arman un gran batifondo y quedan todos detenidos. De inmediato comienza a circular la noticia del hecho y así el paro pasa a ser noticia. Todos los medios hablan y lo comentan, transformando la situación.
En otra oportunidad, ya en el cargo de vicegobernador, nos recibe en su despacho de la Casa de Gobierno como miembros del sindicato, al compañero Elio Murúa y a mí. Íbamos a pedirle que hiciera lo necesario para que el gobierno expropiara un lote de terreno a un particular, para cederlo o venderlo a la federación del gremio, porque lo necesitábamos para ampliar la colonia de vacaciones en la comuna de Cuesta Blanca. Nos miró serio sin decir palabra, suspiró hondo, se largó a reír y nos dijo “ustedes son locos o no han dormido bien anoche, sobre que dicen que soy zurdo, si hago lo que ustedes me piden, peor”. Salimos de allí, nos miramos con Murúa y nos dijimos que tenía razón el vice: estábamos locos.
Dentro de las anécdotas de todo tipo que sucedían o se inventaban con relación a Atilio está aquélla, con la marca gorila en el orillo, que no digería que el cargo de vicegobernador estuviera ocupado por alguien como el Negro. No era “doctor”, era un laburante, un sindicalista; negro y peronista. Entonces se inventaban algunas como ésta: estaban en el despacho del gobernador, éste y el Atilio, cada cual leyendo los diarios de la mañana; de pronto el Dr. Obregón le dice a Atilio: “Viste Negro, en el Perú un alud mató a cien personas”. Atilio moviendo la cabeza dice: “Turco hijo de puta...” .
Fue y es un personaje de leyenda, la mitad de su cortísima vida la vivió al fragor de la lucha social y política, acorazado por sus convicciones y su compromiso con los trabajadores. Cada acción, cada palabra, lo fueron perfilando nítidamente como un verdadero líder de masas. Por eso los enemigos de la Patria, los explotadores de los trabajadores, los que ya tramaban el genocida golpe del ’76, decidieron que había que matarlo y que tremenda ignominia no fuera sólo terminar con su valiosa vida: había que hacerlo para sembrar terror y como una anticipación del baño de sangre que inundó a la sociedad argentina, cuyas consecuencias aún lloramos.
Los que fuimos compañeros de lucha en aquellos tiempos, los más jóvenes que lo sentían como un hermano mayor, unos y otros como un padre, guardamos en la memoria sus palabras, sus gestos, su inagotable solidaridad y, por sobre todas las cosas, su ejemplo. Ése es su mayor legado, el que no pudieron ni podrán borrar nunca. No sólo de la memoria colectiva de los trabajadores, no sólo de los peronistas auténticos, tampoco del pueblo, porque Atilio ya nos trascendió y ya es de todos: los que anhelan y se esfuerzan para construir cada día una sociedad más humana, más solidaria y una Patria Libre, Justa y Soberana.
Prototipo de una nueva dirigencia
Norberto Ciaravino. Ex secretario general del Sindicato de Perkins
Atilio portaba una trayectoria vital impecable con claros rasgos de coraje, inteligencia, humor y bondad; sin embargo, pese a esa personalidad tan atractiva, me gusta también pensarlo como un referente, un exponente de una generación y de una etapa del sindicalismo y de la política forjada a partir de 1955.
Apenas asumido el gobierno del general (Pedro Eugenio) Aramburu se implementan prácticas y se dictan normas que proscriben al peronismo como tal (Dec. 4161/56), al partido peronista (Dec. 3855/56) y a las conducciones sindicales que actuaron antes de septiembre de 1955 y sus estructuras más centralizadas (Dec. 7107/56).
El propósito, más que eliminar las organizaciones sindicales, consistía en reducir drásticamente su gravitación en el conjunto de la sociedad y, en los saldos restantes, implantar dirigencias de acreditada militancia antiperonista, incluso a nivel de las comisiones internas, que fueron administrativamente caducadas.
La actividad sindical, por ello, subsiste en el marco de una confusa y a veces contradictoria legalidad, con dirigentes proscriptos o encarcelados y organizaciones intervenidas, atomizadas o limitadas en sus posibilidades de representación.
Los trabajadores y sindicatos, en un momento de repliegue, con un gobierno hostil, patronales revanchistas y el inicio de políticas antiindustrialistas, se encuentran sin las dirigencias que hasta entonces habían ejercido sólidas conducciones, y sin el partido que así como las alentaba también las direccionaba.
Esta falta de referencias y de referentes implicaba orfandad, pero también una inédita autonomía que pronto habría de cubrir los vacíos generados por las proscripciones, en un proceso de creación de nuevas representaciones que ya no tendrían el atractivo de ser amparadas y promovidas por el Estado, sino que por el contrario implicarían, como antaño, riesgos y privaciones.
Se abrió entonces en fábricas, talleres y los más diversos lugares de trabajo, un proceso protagonizado por jóvenes a los que sus compañeros atribuían genuinas representaciones, que éstos ejercían tan huérfanos de referentes como libres de prejuicios.
Muchos de ellos no tenían militancia previa y ni siquiera eran peronistas, pero adquirieron sobre la marcha lealtades y experiencias que los fueron prestigiando ante sus representados, de modo tal que en poco tiempo una camada de dirigentes provenientes de nuevas y a veces ilegales comisiones internas, afincados en el peronismo en su mayoría, generan una nueva realidad que a raíz de las limitaciones a las organizaciones nacionales, se expanden con gran autonomía por todo el país. Tucumán, Rosario, Mendoza, etc. son prueba de ello.
Sin embargo, es en Córdoba donde el fenómeno tiene mayor expresión y se hace más evidente aún luego de la normalización de la regional de la CGT, que da lugar a la aparición del sector denominado Legalista y de los Independientes, que merced a los nuevos aires logran una alianza sustentable durante un largo período, en desmedro del núcleo ortodoxo que reivindicaba al sindicalismo anterior a 1955.
Ese nuevo sindicalismo funcionaba con un aceptable grado de organización y de estructuras, en un ámbito que estaba políticamente disperso, perseguido y acotado, de tal modo que necesariamente se convierte en referente y punto de apoyo para quienes intentaban desde la Resistencia la vuelta de Perón, o desde la política reconstruir alternativas partidarias.
Ocurre también que la proscripción de políticos y militantes se traduce al conjunto de la sociedad como un autoritarismo generalizado e irritante, incluso para las clases medias que más de una vez acompañaron los reclamos de los nuevos sindicalistas, quienes, por su parte, no se privaron de tomar como propios sus reclamos en materia de educación, salud, etcétera.
Atilio fue un producto, y a la vez un generador, de este proceso que involucraba a cientos de nuevos dirigentes, y su liderazgo deriva de comprender y actuar esa coyuntura federal y democrática, efecto no querido de la normativa dictatorial.
En tal marco se desplegaron sus cualidades personales y la claridad y persistencia de las ideas directrices de su militancia. Atilio interactuaba con muchas personas de sectores diversos: políticos, representantes de fuerzas sociales, estudiantes, periodistas, artistas y un largo etcétera, con buena conversación y mejor escucha.
Creo importante subrayar la “escucha”, que en muchos casos era una verdadera absorción. En los momentos más preeminentes de su actuación era obviamente codiciado por distintos proyectos políticos que procuraban sumarlo a iniciativas que iban del más tímido reformismo a la toma inmediata del Palacio de Invierno. Las recibía con variado interés, pero aunque circunstancialmente algo pudiera interesarle, siempre finalmente primaba la convicción ideológica y visceral de la preeminencia de la política sindical, de los trabajadores organizados, fuerza constitutiva de la democracia, alerta para la defensa de sus intereses y los de la nación.
Muchas veces he fantaseado con un Atilio actual, ante un mundo laboral destruido y recompuesto, súbitamente rejuvenecido. Cinco millones de nuevos trabajadores, generan cambios sustanciales al interior del mundo del trabajo.
Me he permitido entonces ver a Atilio sosteniendo las políticas que han permitido semejante recuperación, constituido en referente ético y político de esos jóvenes trabajadores, y en una advertencia para cierta dirigencia actual, que suele no entender ni atender los nuevos requerimientos.
Atilio adquirió, a partir de cierto momento –soy testigo–, una importante proyección nacional, gravitante aun cuando ya había sido despojado del poder. Quizá la perspectiva de permanencia en el tiempo de esa ejemplaridad haya impulsado a los asesinos del infausto 16 de septiembre de 1974. Si así fuera, han fracasado. El pueblo que lo impulsó al gobierno y lo acompañó hasta el último minuto da prueba de ello y hoy –también soy testigo– los jóvenes siempre me preguntan por este gordo bonachón, consecuente, indestructible.

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