domingo, 14 de septiembre de 2014

Género, sociedad y globalización

Mujeres en el poder
A tres semanas de las elecciones en Brasil, la carrera presidencial entre dos mujeres que formaron parte del gobierno inicial de Lula es uno de los escenarios políticos más interesantes de observar. Dilma Rousseff, por la reelección; Marina Silva, que confrontará por segunda vez consecutiva con la actual presidenta y, esta vez, con posibilidades ciertas de llegar al Palacio del Planalto. No sólo Brasil es un país machista, sin antecedentes hasta 2011 de mujeres al frente del Poder Ejecutivo. El resto de América latina tiene la marca de haber dejado un margen muy estrecho para que las mujeres estén al frente de la toma de decisiones.
En este continente que hoy tiene 600 millones de habitantes, donde las democracias fueron pisoteadas por intervenciones directas de Estados Unidos o por dictaduras cívico-militares, los derechos de las mujeres fueron conquistados mucho después de lo que, hasta entonces, se consideraban derechos universales, aunque eran exclusivos de los hombres. El primer país de América latina en aprobar el sufragio femenino fue Uruguay, donde las mujeres pudieron votar por primera vez en un plebiscito local. Sin embargo, recién en 1938 las mujeres participaron en una elección nacional.
En 1929, las mujeres ecuatorianas conquistaron su derecho a voto, pero recién en 1941 fue electa la primera mujer diputada, Matilde Hidalgo, quien fue relegada a la calidad de suplente. En la Argentina, fueron pioneros los sanjuaninos, quienes en la Constitución de 1927 instituyeron el sufragio femenino. Recién en 1948, con el ascenso meteórico de Eva Duarte de Perón, se legisló ese derecho a escala nacional.
América latina tuvo que esperar hasta 1990 para que una mujer llegara a la Presidencia: fue Violeta Barrios de Chamorro, en Nicaragua. Aunque en las Antillas Holandesas, Jamaica y Guyana llegaron mujeres al poder en los noventa, el impacto se vivió recién en el siglo XXI, ya que cuatro mujeres fueron elegidas presidentas por sufragio popular en países de fuerte peso en la región. En el Brasil pasaron 78 años desde que las mujeres ejercieron su derecho a voto por primera vez hasta que una mujer resultó electa para el cargo de máximo poder en el país. En la Argentina y Costa Rica, la distancia entre el derecho a voto y la primera mujer presidenta fue de 60 años, mientras que en Chile pasaron 57 años. Más impactante aún que la distancia de los años resulta observar que dos de esas cuatro mujeres –Cristina Fernández y Michelle Bachelet– fueron reelectas para el cargo, mientras que Dilma Rousseff en tres semanas se medirá para renovar su mandato.
La pregunta es: ¿qué grado de autonomía tienen estos procesos de mujeres políticas destacadas de los avances en materia de derechos y conquistas sociales de las mujeres latinoamericanas? En primer lugar conviene advertir que los problemas del continente no tienen como conflicto principal, ni por asomo, una lucha entre géneros. En todo caso, en el marco de ser el continente con peor distribución del ingreso o el más desigual del planeta, conviene reparar en que las mujeres constituyen un colectivo vulnerable en sí mismo. Es decir, la pobreza tiene cara de mujer, la violencia doméstica tiene como víctimas a las mujeres, los trabajos informales recaen más sobre las mujeres que sobre los hombres, al mismo tiempo que la mortalidad materna, el derecho al aborto y los delitos de trata tienen como víctimas a las mujeres. En ese sentido, la llegada a los máximos niveles de la gestión pública expresa el avance de un sector –las mujeres son más de la mitad de los habitantes de la región– postergado y castigado. Al mismo tiempo que un avance, las presidentas mujeres son un estímulo a las grandes masas de mujeres de sentirse estimuladas a ser protagonistas para conquistar nuevos derechos y, sobre todo, para que esos derechos puedan efectivizarse.
El análisis de la realidad económica de las mujeres deja en evidencia una de las paradojas más típicas del desarrollo en la región. Mientras en muchos estudios se celebra la reducción de la pobreza, se soslaya que crece la proporción de mujeres entre los pobres. Es decir, la recuperación económica de la región no sólo consolida la desigualdad social, porque la renta queda en manos de un sector rico minoritario, sino que también permite que los hombres salgan más fácilmente que las mujeres de la vulnerabilidad social. Esto se debe básicamente a que los nuevos empleos registrados para mujeres son escasos, mientras tienen empleos informales o temporarios que les otorgan salarios más bajos que a los hombres. A su vez, para muchísimas mujeres hay una imposibilidad estructural de tener una ocupación distinta a la de ser jefa de hogar, una categoría que difícilmente pueda ser reconocida en el sistema capitalista que concibe producción de medios o servicios transables en el mercado y Estados donde los programas sociales deben ser útiles para la producción y reproducción del sistema. En ese sentido, la lógica de los programas de inclusión social no sólo refleja las luchas de los sectores vulnerables, sino la adaptación de los propietarios de los medios de producción y las dirigencias políticas conservadoras. En el siglo XIX, el obrero inglés de una hilandería o un minero galés debían comer, vestirse y tener un salario que le permitiera a su esposa darle de comer y alimentar a los hijos que algún día ocuparían un puesto de trabajo como el de su padre. En este siglo XXI, los programas alimentarios o de asistencia a las madres desocupadas son funcionales a disminuir o disimular las catástrofes que viven amplísimos sectores sociales. La conformación de las familias pobres en América latina se destaca por ser numerosa: mujeres con muchos hijos que en una alta proporción no cuentan con un hábitat confortable ni con un hombre que provea un salario de forma estable. Las mujeres con muchos hijos y sin marido quedan prisioneras de formas de supervivencia que son silenciadas o estigmatizadas por los llamados sectores principales de la sociedad.
Es importante subrayar que una porción importante de mujeres, desde edades muy tempranas, quedan atadas a la maternidad con pocas posibilidades de que las empresas privadas les den un empleo formal que puedan dárselo a una mujer soltera sin hijos o a un hombre. No hay en la región prácticamente países que escapen a la regla de que los trabajos domésticos se hacen sin contratos. En ese sentido, la Argentina cuenta con una legislación particularmente buena que estimula el trabajo formal en domicilios particulares. Pese a que las cargas sociales son casi inexistentes –un ínfimo aporte para la seguridad social contra el 16% del salario bruto en cualquier empleo– en la mayoría de los casos las dueñas de casa de familias de clase media se rehúsan a darle la categoría de trabajadora formal a una empleada doméstica y, al mismo tiempo, son pocas las posibilidades de lograr salir de esa situación informal para la mayoría de esas mujeres pobres. Ésta y otras situaciones de franca vulnerabilidad, como la ausencia del derecho al aborto, ponen de relieve la desigualdad en la que vive una amplia franja de mujeres en América latina.
La política y los centros de poder. La década de los noventa fue clave en la región. Se registró un retroceso muy grande en muchos indicadores sociales, al tiempo que la avalancha neoliberal dejó desmantelados los recursos soberanos de las naciones en América latina. El descrédito de políticos tradicionales surgidos del voto popular como Carlos Menem, Fernando Enrique Cardoso o Patricio Aylwin, llevó a los laboratorios del poder transnacional a estimular el protagonismo de nuevos actores y a aceptar programas de gobierno de un signo distinto. Esos políticos fueron funcionales a los intereses del gran capital y una de las evidentes consecuencias fue la desconfianza de amplios sectores en las instituciones y agencias públicas, incluso de los propios mecanismos institucionales de las democracias. En ese sentido, desde distintos ámbitos se promovió a mujeres políticas para ocupar los máximos niveles de responsabilidad. Un caso emblemático es el del Consejo de las Américas, cuya máxima figura es Susan Segal, una mujer que pertenece a la misma franja etaria que Rousseff, Bachelet y Fernández de Kirchner, cuya actividad principal fue en la banca privada en el Chase Manhattan y el JP Morgan. David Rockefeller fue el fundador del Consejo de las Américas y es el principal accionista de ambos bancos. El acercamiento personal de Segal a estas tres presidentas latinoamericanas no es, a juicio de este cronista, una evidencia de la manipulación imperial de las decisiones soberanas de los países. Sería una visión estrecha y conspirativa. En todo caso, Rockefeller tiene una larga experiencia en observar, estudiar e influir en los rumbos sin necesariamente recurrir a la violencia. La creación del Grupo Bildenberg, hace seis décadas, y la Comisión Trilateral, hace cuatro, tienen el sello personal de este banquero, si no el más rico al menos el más astuto del planeta. Una cantidad de laboratorios de pensamiento y análisis, una cantidad de fondos destinados a infinidad de programas universitarios acompañan a un grupo de lo que podría denominarse cuadros o líderes estratégicos como Zbigniew Brzezinski, el hombre que previó el fin de la era soviética y participó del diseño de las frágiles democracias dependientes del este europeo. Susan Segal, en un escalón mucho menor pero muy activa en estos meses, juega un papel de nexo del establishment norteamericano con los empresarios y políticos prominentes de la región.

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