domingo, 14 de septiembre de 2014

Construcción y permanencia de un liderazgo


“De nada valdría un movimiento femenino en un mundo sin justicia social” 
Eva Perón
En su clásica Historia de la Revolución Francesa, Thomas Carlyle afirma que por encima de las turbulencias de los hechos económicos y sociales se elevan algunas personalidades a quienes llama héroes o “iniciadores”, hombres y mujeres de su tiempo que son capaces de moldear, de dirigir y orientar fuerzas caóticas que subyacen en el seno de la sociedad. Estas personalidades tienen la cualidad de transformar en ideas y acción las esperanzas y expectativas del pueblo, de generar fuerzas espirituales colectivas para transformar en algún sentido específico el orden social. En la Argentina moderna, Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón fueron “iniciadores” de los dos grandes movimientos nacionales que impactaron fuertemente en el espíritu colectivo para proyectarse hacia horizontes de reformas sociales y culturales. Eva Perón fue, quizás, la única mujer que alcanzó en el siglo XX la categoría de líder o referente para amplias masas de trabajadores. Su rol de primera dama y su energía y voluntad personales la habilitaron para una vasta tarea de asistencia y promoción social que marcó en forma indeleble la historia del peronismo y del país. Pero Evita no construyó su liderazgo desde su propia trayectoria personal, su poder era delegado, surgía de la figura carismática de Perón, que con su acción desde la Secretaría de Trabajo y Previsión había logrado la adhesión incondicional de la mayoría del pueblo. Evita, como agudamente lo señala Plejanov en El papel del individuo en la Historia, analizando el rol de Madame Pompadour en la corte de Luis XIV, administraba con inteligencia el poder de Perón, sobre quien tenía una gran influencia. Era un poder delegado, circunstancia ésta que a través de los años se tornó un clásico del estilo político peronista. En 1973, Perón delegó en Cámpora la misión de ganar las elecciones y luego lo desplazó para retomar el control total de la gestión estatal y la política partidaria. La noción de poder delegado y su práctica concreta generan un hecho problemático: las sucesiones a lo interno del movimiento político no se apoyan –pese a las palabras de Perón “sólo la organización vence al tiempo”– en organicidad partidaria o mecanismos que las ordenen y legitimen sino en la sola voluntad del conductor. En su último discurso, el anciano General, consciente de la ausencia de herederos viables expresó, quizás con un dejo de angustia, que su único heredero “es el pueblo”.
En este siglo XXI, Néstor y Cristina Kirchner continúan y al mismo tiempo se apartan de esa tradición. La irrupción de Néstor después de la crisis del 2001 encaja perfectamente en los que los historiadores llaman “accidente”, un evento imprevisible para la lógica del momento pero también entendible en el marco de una dramática crisis de representación política. Néstor apareció, buscó en su mochila “el bastón de mariscal” y lo empuñó con energía y decisión. Fue claramente un “iniciador”. Dio el puntapié para un cambio de paradigma que puso un freno al desencanto del “que se vayan todos” y con la política como arma convocó a la sociedad a desarmar la herencia del neoliberalismo y a redesplegar banderas que parecían olvidadas. Néstor es un “líder accidental” que se autolegitima en la acción y al final de su mandato entrega la posta a su esposa que ya en el acto de lanzamiento de su candidatura en el Teatro Argentino de La Plata había manifestado claramente que cumpliría su misión en el triple eje de dotar de calidad institucional al Estado, consolidar el modelo de crecimiento industrial y ampliar derechos humanos y sociales pese a su condición de mujer: “Todas sabemos que la vida es difícil, pero cuando se es mujer es mucho más difícil todavía, en la profesión, en la política, en la empresa, en el trabajo, en todo siempre es más difícil”. Afirmaba, así, que la construcción de su propio liderazgo se haría en conflicto con las dificultades que una sociedad machista plantea a las mujeres. En varios pasajes de ese acto, Cristina se dirigió a Néstor y remarcó su decisión de concretar sus promesas “trabajando en simultáneo en lo público y lo privado”, una virtual ruptura con el modelo de delegación para autoposicionarse como un par con capacidades y objetivos propios. En la única mención que hizo de Evita la unió con las Madres de Plaza de Mayo para destacar que ellas “se atrevieron donde nadie se atrevió”, una metáfora de su disposición a tomar riesgos y a enfrentar dificultades no “desde la confrontación de géneros sino en un espacio de articulación y cooperación con el otro”. Cristina no es feminista, no es un líder de género, no expresa las reivindicaciones del feminismo como categoría social diferenciada. Su posición frente al aborto, su estilo y vestimenta que destaca un cierto Ethos de la femineidad, su discurso confrontativo, su casi matemática lógica discursiva la ubican más en el terreno de personalidades como la de Dilma Rousseff, un liderazgo surgido del convencimiento en la potencia de su raciocinio y la perseverancia de su voluntad, más que de la asunción puntual de causas sociales. Cristina le habla a la sociedad y a las mujeres en tanto parte de esa sociedad y, por lo tanto, sujetos que sufren las postergaciones e injusticias de un sistema que hay que reformar. Su futuro inmediato –sin reelección y sin candidatos “naturales” a sucederla– reedita el problema histórico del peronismo: la continuidad de los liderazgos y, por lo tanto, la incertidumbre sobre la permanencia en el tiempo de un ideario político y un estilo de conducción.

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