domingo, 14 de septiembre de 2014

Cada cual atiende su fuego


Hubo, seguro, como siempre ocurre, una primera vez en que se cambió el término. Pero lo llamativo es que, a partir de ese instante, la cosa creció a ritmo vertiginoso y promete no parar. Tanto que es bastante complicado escuchar (como enumeraba en su poema “Peatón, diga no” Armando Tejada Gómez) “en su casa, en la feria, en la calle, en los trenes, en la cancha, en el viento” la palabra “pueblo” cuando se trata de hacer referencia, justamente, al pueblo. Desde aquel momento –olvidado y seguramente olvidable–, el pueblo comenzó a dejar de ser “pueblo” y pasó a ser “gente”: “Lo que piensa la gente”, “lo que la gente quiere”, “la gente dice”, “la gente se pregunta”. Ivan Schuliaquer –politólogo, sociólogo, un cráneo– recuerda uno de los orígenes: el eslogan del programa televisivo Hora clave, que conducía Mariano Grondona (arrancó en 1989 por el entonces ATC, luego de que Grondona dejara su maridaje con Bernardo Neustadt en Tiempo nuevo), era “lejos del poder, cerca de la gente”. Otro cráneo, Gabriel Vommaro, se remonta al 28 de octubre de 1983, al acto de cierre de campaña del Partido Justicialista cuando Herminio Iglesias prendió fuego un ataúd con los colores e inscripciones del radicalismo. Es probable que muy pocos –los que estaban ahí adelante, digamos– del millón de personas que asistieron al acto lo hayan visto, pero el exabrupto fue rigurosamente enfocado por todos los canales de televisión. Y, claro, retransmitido una y otra vez hasta que todos los argentinos supieran qué rigor ideológico podía esperarse de esos dirigentes. Conclusión conocida: en las primeras elecciones luego de la bestialidad de la dictadura el radicalismo ganó con el 51,75% de los votos y Raúl Alfonsín fue presidente. El pueblo todavía era el “pueblo”, pero (volvemos a recurrir a Vommaro) aquella acción “marcó un cambio en las maneras de pronosticar quién ganaría una elección: ya no bastaba con ser peronista ni con observar la cantidad de personas que los partidos movilizaban, se necesitaban nuevas mediciones”. Y las mediciones, como se decía, trajeron cambios en la forma de nombrar. El “pueblo” se movilizó unas cuántas veces, pero cuando el mencionado Alfonsín volvió a Plaza de Mayo luego de dialogar con los carapintadas en la Semana Santa de 1987, las cosas habían cambiado. A pesar de mencionar que, en esas circunstancias, fue “protagonista fundamental el pueblo argentino en su conjunto”, terminó su discurso con el recordado “felices Pascuas”: “Le pido al pueblo que ha ingresado a la Plaza de Mayo que vuelva a sus casas a besar a sus hijos y a celebrar las Pascuas en paz en la Argentina”.
A regañadientes, confuso, triste, el “pueblo” abandonó la Plaza y llegó a los livings de sus casas transformado en “gente”. Dejaban de ser militantes para ser personas no partidarias, dejaban de ser activos participantes de las decisiones políticas para pasar a ser desconfiados. “Ese discurso –Vommaro y Schuliaquer dixit– les hablaba más a los sectores medios de las grandes ciudades que a los trabajadores del conurbano”. La realidad, a partir de allí, debería verse por televisión. Así –con honrosas excepciones– fueron casi todos los ’90. Década en la que, recién arrancada, ahí por 1991, los periodistas dejaron pasar como si nada las expresiones del ministro de Trabajo del menemato, Jorge Alberto Triaca, al frente de Somisa, referidas a que tenía “sentido deshacerse de 8000 trabajadores para vender la empresa en no menos de 300 millones de dólares”. Década en que los periodistas gráficos copiaron los formatos del periodismo televisivo, creídos, con esa certeza de lo absoluto que sólo proporciona la idiocia, que el zapping se realiza también en un diario o en una revista, que el lector es una suerte de “hombre-bobo” que no entiende más allá de la tercera palabra, y transformaron lo que debería ser más reflexivo en más fácil, más rápido, menos sesudo, más entrador. Y, así, escribieron mirando la pantalla (de la TV y luego de Internet), replicando aquello que aparecía repetido hasta el hartazgo y a aquellos que saltaban de canal en canal, de programa en programa, de set en set, derramando su supuesto tecnicismo en cualquier tema. Y así se sigue escribiendo. Para eso, obvio, el “pueblo” debe tener que seguir siendo la “gente”, en sus casas, silloncito de ser posible, control remoto en mano, mirada bovina perdida en el plasma demasiado grande para dar siempre lo mismo, pasando de canal en canal y repitiendo (a fuerza de que se lo repitan) que “este país se va a la mierda”.
Así, émulos de aquel Herminio que creía (sin entender nada de Lenin) que su fósforo podía incendiar la pradera, los técnicos (sic) recorren los programas políticos (sic) con la consigna “basta de pueblo, que viva la gente” y su espejo “basta de política, que viva vaya a saber uno qué cosa”. Por ejemplo, no hace mucho, el economista (sic) radical Javier González Fraga que, ante un circunspecto Joaquín Morales Solá, dijo que este gobierno podría acelerar su salida por falta de dólares “así como ocurrió con los tres episodios similares en los últimos 50 años: Isabelita, Alfonsín y De la Rúa”. No se le ocurrió a Morales Solá refrescarle al economista que a Isabelita la volteó un trágico golpe de Estado, a Alfonsín, un trágico golpe de mercado y a De la Rúa, un trágico golpe de helicóptero. O, por ejemplo, hace menos, el doctor (sic) Nelson Castro analizando –cual Tzvetan Todorov de pacotilla–, serio, tan circunspecto como su colega Joaquín, restregándose las manos a lo Señor Burns, los prolegómenos del discurso de Cristina Fernández ante los empresarios automotrices (eso del bouquet de rosas que había que retirar, eso de los papeles o eso de “mi lapicera, por favor”): “Es el discurso de una patrona de estancia”.
Cada uno prende y atiende su fuego como puede: antes, durante y después, Herminio, González Fraga, Nelson, Joaquín, ex candidatos y futuros candidatos para los cuales las razones de Estado se dirimen votando en contra. Claro que, llegando la primavera, lo mejor, para no morirse de calor es levantarse del sillón y salir al fresco. Y recuperar, de paso, el verdadero nombre de las cosas.

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