sábado, 13 de septiembre de 2014

Arriba, en el altillo Por Vicente Battista

—Así que vos sos el chorrito —dijo el oficial.

Y fue como un saludo, como si hubiese dicho "hola" o "adiós", casi sonaba amable. Si no fuera por ese uniforme azul (y la banqueta contra la pared y el largo mostrador y los dos policías de pie), habría sido amable.

Está en medio de la sala y siente todas las miradas sobre él. No contestó la pregunta, no era necesario: ellos sabían que él era el ladrón. Piensa que mejor es no pensar en nada, y para no pensar en nada hay que mirar algo: el retrato de San Martín, colgado en la pared opuesta; o el reloj, que marca las nueve. Sí, el reloj. ¿Funcionaría? Vio una franja de sol. Eran las nueve. Funcionaba.

—¿Y? Estamos esperando que hablés —dijo el oficial.

—En el fondo de casa hay un altillo.

Estaba oscuro. Llegó jadeando. Tiempo atrás se había caído la escalera y ahora sólo era un depósito de cosas inservibles: mesas rotas, algún triciclo oxidado, elásticos viejos y el baúl. Había que subir trepando por los ladrillos de la pared medianera, por eso cansaba tanto. Pero ya estaba arriba y ahora no debía hacer ruido, ni el mínimo ruido, no sea cosa de que lo oyera algún vecino. Trató de orientarse en la oscuridad.

—Está después de todas las piezas, casi pegado a los baños. Dicen que antes vivía un carpintero. Cuando el carpintero murió no lo alquilaron más, es húmedo y sin ventanas. Entonces los vecinos lo empezaron a usar como depósito de basuras. Una vez se vino abajo la escalera y nadie volvió a subir.

El policía copiaba sin mirarlo.

Caminaba de una pared a otra. Era un camino corto, obstruido por la cama y la cómoda, dos sillas y una mesa.

Se paseaba con la carta en la mano. Siempre por el mismo paisaje: cama-mesa-silla-cómoda. Por momentos interrumpía su paseo y leía o miraba una vez más la carta: "y después de todo lo que pasó es imposible seguir manteniendo al chico. Te lo man­damos para allá..." Para allá, que quería decir para aquí. A mi lado. Aquí, conmigo. Como hacía doce años, cuando Ernesto dijo: “¿No será un atra­so?" Y no era un atraso, claro que no. Era algo que se iba formando día a día. Fue lo que hizo que Ernesto desapareciera, aquella vez, doce años antes, cuando dijo que lo tuviese: "Aguantate, no te voy a patear la barriga". Y lo tuvo. Y decidió venir a Buenos Aires, la capital ofrece más posibilidades. El hijo se quedó en San Luis, con su abuela: es decir, con la madre de ella, y ahora la carta le avisaba que su madre había muerto, "y después de todo lo que pasó es imposible seguir manteniendo al chico. Te lo mandamos para allá".

Cómo sería él, "su" Nelo, ¿Igual que Ernesto? ¿Acaso tendría su mirada, o su forma de caminar? Qué importaba como fuese. Importaba, sí, su presencia. Junto a ella: absurdamente, otra vez, dentro de ella. Caminó y pensó mucho, no supo hacer otra cosa.

Y el día fijado por la carta estuvo en Retiro, esperando el tren de San Luis. Esperaba a su hijo, a doce años de un mal recuerdo. Perdida entre tanta gente, como aquella primera vez, cuando fue ella quien, asombrada, bajó del tren. Entonces, tenía doce años menos y la gente y el hall y los relojes la impresionaron. Ahora no había asombro. La pregunta, en cambio, fue la misma de aquella vez. "¿Qué hago?", se preguntó entonces.

—¿Qué hago? —repetirá hoy, cuando Nelo baje del tren.

—Cara de alpargata —le habían dicho—, te parecés a los gauchos que están dibujados en los almanaques de "Alpargatas".

Se lo había dicho Cachuzo, el más grande de la barra. Y tenía razón, se parecía.

Era su primera semana en la capital. La Boca, su nuevo barrio. Todo lo veía distinto: los mucha­chos, los juegos, la pieza en donde vivía. Era feliz. De la provincia no guardaba ningún recuerdo grato, de su abuela tampoco. Sus amigos eran buenos. A pe­sar de aquello de "cara de alpargatas", eran buenos. Además, a todos los llamaban con sobrenombres: Cachuzo, Betún, Picao. Era feliz de correr en un "vigi—ladrón", con revólveres imaginarios.

—¿Cuándo fuiste al altillo por primera vez? —dijo el oficial.

—Ni sé —dijo Nelo.

—¿Por qué fuiste?

—La vieja me había echado de la pieza y no tenía dónde dormir. Me acordé del altillo.

Entonces comenzó a sentir el calor. Era un ca­lor distinto, anormal. Quizá fue por el silencio o por el calor: de pronto tuvo miedo. Ese miedo que siente el único soldado que queda con vida después de un combate sangriento, el miedo de oír sólo su respiración, de saber que todo lo que lo rodea está muerto. El miedo que siente ahora Nelo, el terror que le da coraje, que le hace pensar fríamente, que hace que busque el viejo baúl que alguna vez perteneció al carpintero.

Media hora andando sin rumbo fijo. La sirena de algún barco le indicó que había llegado al puerto. Miraba cómo un remolcador arrastraba a una barcaza y repetía la discusión; acaso la gritaba, poco importaba: nadie podría oírlo, su única compañía era una montaña de bolsas arrinconadas junto a un guinche.

—¿Vas a seguir atorranteando? —le había di­cho su madre—, ¿para cuándo un trabajo? Ya estoy podrida de mantenerte.

La barcaza se alejaba dejando una estela blanca sobre el agua sucia del Riachuelo.

—¿Querés que trabaje como vos? —sin­tió que era injusto haberlo dicho, pero lo sintió tarde: instintivamente, había señalado la cama.

—Pero lo que da la cama te lo comés, ato­rrante.

No escuchó más. Se fue. Aho­ra camina sin rumbo fijo. Camina sus trece años. En la Boca. Por el puerto. Viendo cómo la chata se aleja.

—Cuando tu madre te echaba, ¿dormías en el altillo? —dijo el oficial.

—Según, algunas veces iba al viejo Ford estacionado en la esquina de casa, o iba a la plaza, a un banco de la plaza; después, a eso de las tres o cuatro de la mañana regresaba a la pieza y dormía hasta oír sus gritos. Siempre entraba gritando.

—Hijo de puta —gritó Cachuzo, el mismo de "cara de alpargata", y al rato están los dos gol­peándose. Son casi iguales; o Nelo es más grande, porque lo puede, porque ya lo ha tirado al suelo y ahora, sentado sobre el pecho de Cachuzo, le golpea la cara. Debajo de él siente un cuerpo tenso. Ve cómo la cara de Cachuzo comienza a cubrirse de sangre.

(Fue la única vez que se peleó por ese insulto. Después, cuando lo puteaban, no decía nada. Lo aceptaba como algo natural, como había aceptado a cada uno de los clientes de su madre. A sus "tíos", decía ella. Lo aceptaba como había aceptado a su madre, al altillo, a la plaza o al viejo Ford.)

La pelea hace rato que terminó. Sin rencor, descansan sentados en la vereda de la usina. Están todos: Cachuzo, Betún, Picao y Nelo.

Son las cuatro de la tarde y comienzan a pasar los obreros que han salido del Ministerio; en gru­pos, con el paquete de la ropa en la mano, caminan apurados, sin hablar casi.

—Chau, está por caer mi viejo —dice Betún, y se levanta.

—Esperá —dice Cachuzo y lo obliga a sen­tarse de nuevo—. Les tengo reservada una sorpre­sa. Volvió la Matilde al Dock.

—¿En serio?

—No. Lo soñé.

—Yo mañana cobro la quincena —dice Betún.

—Y yo tengo guita del reparto —dice Picao.

—Yo también —dice Cachuzo.

Después dice:

—Y vos, Nelo, ¿no querés ir?

—Yo era el único que no había ido. "No le co­nocés la cara a Dios", me decían, "justo vos no se la conocés". Entonces me acordé del baúl, en el altillo.

Lo escuchaban en silencio.

—Había visto el baúl cuando iba a dormir al altillo. Estaba lleno de herramientas, eran del car­pintero, nadie las tocaba porque decían que el carpintero tenía parientes y cualquier día de estos vendrían a buscar el baúl. Yo necesitaba plata... y esa noche fui, con una bolsa.

Le costó acostumbrarse a la oscuridad del co­rredor. Por eso estuvo algunos minutos junto a la puer­ta de la pieza, apoyado contra el marco; después se puso la bolsa debajo del brazo y comenzó a caminar hacia el fondo.

Cruzaron el puente. Caminan por Debenedetti. Hablan poco. Por momentos, al­guien dice: "¿Habrá muchos?” o "¿Atenderá hoy?" y recibe como respuesta: "A lo mejor" o "Qué se yo". Nada más.

Doblan por Mazzini, la calle está oscura y soli­taria. Ahora van en silencio. Alguien, Cachuzo o Betún, silba una canción. Y de pronto la casa. Cachuzo dice: "Es acá, esperemos que esté", y toca el timbre. Parecen pequeños monjes preparados para una ceremonia religiosa, fantástica. Se oye una voz femenina y uno de los monjes dice: "Somos cuatro, Matilde, nos manda Santiago."

La puerta se abre. Entran. La calle sigue soli­taria. Sin ruidos.

Cachuzo está detrás de esa puerta, con Matil­de. Fue el primero en entrar, después le tocará al Picao, después a Nelo y por último a Betún.

Fuman. Por momentos cambian miradas mali­ciosas. Y la puerta se abre y sale Cachuzo, con cara satisfecha y ajustándose el cinturón. Entra Picao, dentro de un rato va a salir y entonces tendrá que entrar él: Nelo.

La puerta se cierra a sus espaldas. La acaba de cerrar Matilde. Están solos: Nelo y Matilde y la habitación, malamente iluminada por una lámpara de cuarenta bujías.

Cinco minutos. Quince. Casi media hora.

Y la puerta se vuelve a abrir y sale Nelo y entra Betún. Mientras cierran, le dice a Matilde:

—Pucha que era bravo el provinciano. Fue el que más estuvo

Cachuzo y Picao esperan. Nelo se acerca a ellos. Picao le pregunta:

—¿La pasaste bien?

—Sí... bastante bien —dice Nelo.

"Viste que...", comienza a decir Cachuzo, pero una fuerte carcajada lo interrumpe, viene de la otra habitación. Betún y Ma­tilde se ríen. La puerta se vuelve a abrir. Y ahora están los tres parados. Betún se dirige hacia ellos. Los mira con una mueca que puede ser una sonrisa. Después, señala a Nelo y dice:

—¿Saben lo que le pasó a éste?

Y vuelve a reír.

En el altillo encendió un fósforo; a pesar de la poca luz pudo distinguir los elásticos. Sintió que la llama le quemaba los dedos. Apagó el fósforo y trató de orientarse en la oscuridad. Cuando por fin abrió la tapa del baúl ya sus ojos veían bastante bien.

Uno de los policías se sentó en la banqueta, el otro se fue.

Nelo continuó:

—Las herramientas se las vendí a Don Pedro, el carpintero de la otra cuadra. Me dio trescientos pesos. Todo hubiera salido bien, pero la cordobesa podrida...

—Me lo contó todo —le acaba de decir la madre.

Están en la pieza. Ella parada junto a la puer­ta. Él, sin decir nada, la mira fijo; apoyado en la cómoda.

—Todo. Porque la cordobesa te vio. Vio cuando bajabas con la bolsa en la mano. La bolsa, con las herramientas que robaste. Esta vez te falló.

Y entonces lo dijo:

—Vengo de hacer la denuncia —dijo.

Un aborto doce años retrasado. La cordobesa es una buena vecina. ¿Qué hace una buena vecina cuando ve a un atorrante robando lo ajeno?: le avisa a la madre del atorrante. Por eso es una buena vecina y por eso, ahora, la madre dice:

—Vengo de hacer la denuncia.

El reloj marca las diez. Nelo ha contado todo. Sigue en la misma posición que estuvo desde el principio; sólo que ahora, en silencio y con la cabeza gacha, se mira los pies que de pronto le re­sultan grandes y molestos. El policía que estaba sentado se acerca y, en voz muy baja, le dice: "Viste, boludo, por encamarte con una puta te vas a te­ner que aguantar un tiempito en el Agote". Nelo no lo escucha, sigue mirando sus pies grandes y mo­lestos y la franja de sol, sobre el piso, debajo de las zapatillas de goma. Una mano lo empuja. Comienza a caminar. El reloj y San Martín quedan atrás; mira por última vez la franja de sol. Siente adentro algo impreciso, como un nudo; angustia tal vez. Esa tarde no podrá jugar de wing en el partido contra los hieleros de Ramón.

(De Los muertos, Jorge Álvarez Editor, Buenos Aires, 1967) 

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