domingo, 3 de agosto de 2014

Roberto Arlt Por César Tiempo

Aterrizamos en una lechería de la calle Entre Ríos y Cochabamba regenteada en aquel entonces por Ángel Greco, el autor de Naipe marcado y otros tangos no menos memorables. A Roberto le habían dicho que el lugar era un refugio de malandrines y tipos exóticos y con su impaciencia habitual vino a sacarme de casa para que lo acompañara. Yo era del barrio y había visto desfilar por los almacenes de San Cristóbal a la flor y nata de los payadores, cuentistas del tío, guitarreros, actores filodramáticos, pintores alucinados y, sobre todo, autores de tangos, abrumados de inspiración, que no conocían una nota y llamaban desesperados a las puertas de los conservatorios de Richard o del viejo De Caro para que le pusieran música a aquellas melodías que parecían compuestas para pito y que sus labios silbaban con la angustia de que la memoria les hiciese una mala pasada traspapelándoles los motivos. Arlt no había tenido tiempo de conocerlos y se complacía en hacerme contar vida y milagros de algunos de ellos sobre todo del payador Betinotti, del actor Vicente Bonaiúto y de los músicos Ernesto Ponzio, Rosendo Mendizábal, Greco y Padula cuyos tangos, como dijo un poeta que compartió más de un aguardiente junto al mostrador de estaño, vivirán “ mientras quede en el fango, como un mate curado, la amistad del amigo”.

Todo lo que perdura en la existencia y da pábulo a modificaciones esenciales tiene para cada alma una forma propia de construcción y de expresión. Así como la estructura de los cristales de la nieve es un efecto de la tensión eléctrica del aire, la arquitectura íntima de una personalidad es una resultante de las atmósferas que ha sabido y podido soportar. Por encima de los consabidos factores telúricos y psicológicos, las leyes mendelianas de la herencia y los ingredientes aleatorios, fueron sus tropismos mentales y sentimentales quienes gravitaron decisivamente sobre el meridiano magnético de Arlt. Toda individualidad auténtica atrae lo que necesita. Los otros, los que caminan arrastrando las zapatillas, nacieron para ser atraídos. Arlt se encontró a sí mismo buscándose en los demás. Amó sin grandes aspavientos la horrible belleza del tiempo que le tocó vivir pensando que cada virtud era un obstáculo puesto en el camino de la perfección por la infamia o por el resentimiento. Él había tenido una infancia duramente humillada y no precisamente por su pobreza, sino por la intolerancia y la inclemencia de su padre que odiaba todo lo que florecía en la vida tempranamente despierta del hijo a los sentidos y a los devaneos de la imaginación. Más tarde se desquitó con la literatura como se desquitan con sus mujeres los maridos que, huérfanos de madre desde la niñez, tuvieron un padre que les hizo la vida imposible hasta el momento que se zafaron de su tutela para casarse. De ahí que cuando Arlt empezara a escribir estuvo bien lejos de ser el idealista que veía lo que quería ver sino un realista que se movía kafkianamente en un mundo en que todo era posible y nada era posible, en que todo tenía sentido y nada tenía sentido. Se divertía con sus personajes cuando los conocía y padecía con ellos y por ellos cuando los describía sintiendo su tiempo como una realidad última, con la desesperación de una naturaleza dionisíaca dueña de uno de los oídos más sensibles para lo que fuera el corazón cuyas ilusiones esa misma realidad terminará por pisotear y destruir. Pero nos hemos puesto a hacer exégesis y lo que pretendíamos era hacer crónica. ¡Perdón!

La lechería de Greco solía ser frecuentada entre otros por un griego cefalonita que había peleado en la guerra ruso-japonesa y contaba historias espeluznantes de la campaña de Mukden; por un holandés nutrido a caldo de tempestades que traficó con estupefacientes en el Caribe, fue cornac en la capital de la India y lector de dewanadari en una Universidad italiana; por un hermeneuta pontevedrino que pedía a cada rato lápiz y papel para demostrar con rigurosos cálculos algebraicos la inexistencia de Dios, por una gloria emérita del fútbol que acababa de cumplir una condena por homicidio con atenuantes; por un bandoneonista de la orquesta que había llevado Pizarro a París y nos deleitaba contándonos las fechorías de Gardel cuando el morocho, de pantalón corto, era la pesadilla de los puesteros del Mercado de Abasto y por un grupo escasamente locuaz de muchachos doctorados en la universidad del paco mocho, el escruche, la punga y “todo trabajo perteneciente al ramo” y que, en la plataforma de los tranvías, sabían convertir indefectiblemente al prójimo en una línea recta, vale decir en la menor distancia entre dos puntos... Forajidos que no recularían ante las bellaquerías más sublevantes se les podía ver allí, acodados a las mesas de mármol escuchando un tango tras otro con la misma emoción religiosa de un derviche escuchando la palabra de su Profeta.

Arlt acababa de publicar un cuento en Los Pensadores en el que podía advertirse ya su inusitado vigor de forma y fondo, su desprecio a las flores de papel de la literatura y esa inclinación irreprimible a una especie de dialéctica de la crueldad que muchos años más tarde hallaría sus teorizadores y exaltadores en otros géneros: Artaud en el teatro y Buñuel en el cine. Olvidaba decir que estábamos en las postrimerías de 1925. Roberto había traído el ejemplar de la revista consigo y, con su vehemencia habitual, se puso a hablar a gritos de los personajes de su historia, un friso de tipos extraordinarios con material para una novela presentado en menos de dos páginas. Minutos después estaba leyendo “La tía Pepa”, tal era el título, con esa su voz rica en inflexiones, por momentos estridente pero siempre cálida y un poco nasal complaciéndose en paladear las palabras y arrojarlas luego con sorna y brusco patetismo sobre el oyente. Los ojos de oscuro sardónice, esa piedra extraña cuyo color se aviva en el agua, brillaban embriagados y el rebelde mechón se alborotaba sobre la frente surcada por una sola arruga.

El auditorio se espesaba en torno suyo en medio de un silencio de selva petrificada. Y, al terminar la lectura, los gestos de aprobación, las miradas de inteligencia, el aliento contenido fueron más elocuentes que todos los elogios. El silencio duró dos minutos. El primero que se aventuró a hablar fue el holandés.

—Yo conocí una vieja parecida a esa en Amsterdam. Era feroz. Compraba perros. Los ataba con alambres y les cortaba la lengua para vengarse de los ladridos que le impidieron despedir en silencio a su padre la noche del velorio...

—Permítame, señor —terció el ex-jugador de fútbol, un tipo de fealdad enérgica, con dos ojillos casi pegados bajo una frente que parecía afeitada para que pudiesen destacarse las cejas— ¿Usted conoció a esa familia?

—A todos, no, a algunos. Los demás están inventados. Tampoco son tales como los he descrito. ¿Por qué me lo pregunta? (Después me contó que lo había escrito para mortificar a los parientes de su primera esposa, cargando deliberadamente las tintas).

—Porque yo conozco una familia igual, idéntica —siguió diciendo el tipo de las cejas enmarañadas—. La vieja Pepa que masticaba su odio como una carne viva y su hermano Alfonso que azotaba a su mujer en el almacén de campaña, esa María Palomba que había hecho morir de miedo y de padecimientos a su padre en el granero, y Egidio, el farmacéutico avaro y el hijo de la tía Pepa que fue una noche al cementerio y violó la tumba de su tío para robarle el reloj de oro que los deudos habían dejado en el chaleco del difunto, a todos los tengo vistos con mis propios ojos. Y créame que esa cáfila de degenerados no merecía que usted perdiera una hora recordándolos. Lo que no comprendo es cómo pudo pintarlos con tanta perfección sin conocerlos, porque usted, estoy seguro, no estuvo nunca en Antofagasta y no pudo haber tratado a... mi familia.

—¿Sabés cómo...? —le contestó Arlt tuteándolo con la familiaridad y el frenesí que eran inseparables de su naturaleza—. Campaneándolos con el tercer ojo.

—¿El tercer ojo?... —se aventuró a inquirir uno de los punguistas con el tono de quien presiente una tomadura de pelo, contrayendo los músculos del rostro como si hubiese succionado el jugo de una planta venenosa.

—Sí, viejito, el tercer ojo —insistió Arlt apoyando toda la voz en las vocales—. Es una especie de detector que permite ver lo que los ojos no alcanzan a ver ni adivinar. Una cara, una casa cerrada, unas palabras sorprendidas en el andén de una estación, una blasfemia oída en un mercado, un llanto de mujer, un chiquilín perdido en una calle desierta excitan mi detector, ponen en funciones el tercer ojo, me permiten reconstruir no sólo la persona apenas entrevista o el interior de la casa sino ver con claridad espantosa dentro de su alma, conocer a quienes le rodean, reconstruir minuciosamente el mecanismo de sus ilusiones y desilusiones y hasta respirar el tufo húmedo y acre de las piezas que a la larga lo corrompen todo, hasta los sueños. En cada casa, aun en la más fastuosa, en la más pulcra, se aferra a las paredes como una hiedra invisible la planta húmeda del hastío que sólo es posible descubrir con el tercer ojo, el ojo que permite ver a la gente no solo como es sino como quiere ser.

El semblante de la coluvie que lo escuchaba se había hecho único entre todos los semblantes humanos. Arlt prosiguió, excitado:

—Ustedes creerán que esto es una invención mía, una fanfarronada. Les juro que no soy el primero en hablar del tercer ojo, si bien los demás no lo llamaron así. Los estudiosos de la anatomía humana conocen la existencia de la glándula pineal. Esta glándula está ubicada en la parte posterior del ventrículo medio del cerebro y Descartes colocó en la misma el sitio del alma. Algunos investigadores del siglo XVIII consideraban sus concreciones como la causa o efecto de la locura, pero el gran fisiólogo Tiedemann sostuvo que esa opinión carecía de fundamento y que dicha glándula era nada más que una masa que servía de refuerzo a los tálamos ópticos. Por su parte un médico bohemio, Fernando Arlt, un bisabuelo mío que se hizo célebre a mediados del siglo pasado como profesor de oftalmología en la Universidad de Viena, sostuvo que dicha glándula era un vestigio del tercer ojo. No se refería al ojo único de Polifemo, el cíclope cegado por Ulises ni al ojo supérstite del genial Luis Carlos López, el tuerto de Cartagena de Indias, sino a un ojo invisible, eternamente desvelado detrás de la frente, regañado y zahorí, que perfora las más impenetrables tinieblas y permite al que lo posee quitar la luna de su lugar para que la noche sufra sus consecuencias, convertir el paisaje a nuestro humor, ser huésped absoluto de los lugares que no lo reclaman y de las gentes que no lo quieren. Conque, attenti, viejitos, ¡que la polenta brucia!

Y dicho esto se echó a reír como un loco, abrazó a cada uno de los circunstantes y diciéndome: “¿vamos? “ salimos de allí y nos fuimos caminando hasta Flores.

Veinticinco años más tarde, invitado por Eduardo De Filippo, viajé desde Roma a Nápoles para asistir al estreno de su Grande Magía. Llegué al teatro Mercadante con el tiempo justo para entrar a su camarín, cambiar un abrazo, augurarle una victoria más e ir a ocupar mi butaca, flanqueado por Viviani, el pelitaheño crítico napolitano, y el anticuario Casella, famoso por haber hospedado años atrás en su casa contigua al teatro a Franz Werfel y Anatole France.

Apagadas las luces de la sala ésta fue bruscamente invadida por los haces azules de ocho reflectores destinados a ofrecer la ilusión de una platea metamorfoseada en un mar. El decorado representaba la fachada de un hotel de verano en una playa de moda bajo un sol que empolvaba melancólicamente balcones y ajarafes. La primera sorpresa fue comprobar que Eduardo se había reservado el segundo papel de la obra cediendo el de Otto Marvuglia, el protagonista, a su cuñado, el esposo de Titina. Otto Marvuglia era el nombre de uno de esos ilusionistas que andan de romanía y enjugan penosamente sus déficits artísticos y crematísticos recorriendo los balnearios para ofrecer su espectáculo a cambio de unas monedas. El autor lo presentaba acogido burlonamente por los huéspedes del hotel que, exasperados por la molicie, aguzaban su ferocidad como si el sol quemante o el aire salobre descompusiesen su sistema nervioso empujándolos a complacerse en el mal por el placer del mal provocando con sus ironías al infeliz saltimbanqui. Hasta que el prestímano, sin apearse de su énfasis deliberado de charlatán de feria, se permitía pedir un poco de atención para decirles, después de echar una mirada al oleaje de luz azul que saltaba del hiposcenio a la platea:

—Según el común de los mortales el mar es grandioso. ¡Valiente estupidez! Yo pensaba lo mismo que ustedes y me zambullí tranquilo en un mar abierto como todos los mares. No hallé un solo lugar para desplazarme con facilidad. Todo el mundo se había sumergido antes que yo; mil manos me rechazaron violentamente haciéndome volver al punto de partida. El mar era apenas una gota de agua. Lo único que tiene de prodigioso es que no llega a absorberse o, por lo menos, el proceso de absorción es lento y escapa al ojo humano. Una gota de agua en medio de las tinieblas, una oscuridad sin límites, una oscuridad que existe aun en las horas que creemos que el sol la destruye. Yo, señores, veo las tinieblas en pleno sol. Porque el sol pasa, sí, pero a pesar suyo, como un condenado; y, cuando pasa, no pretende combatir a los monstruos diabólicos que tienen secuestrada la luz. Sólo nosotros podremos combatirlos y destruirlos si logramos poseer el tercer ojo. El ojo sin párpados, el ojo del pensamiento, el ojo del alma, el único que ve lo que no debe verse.

¿Cómo era posible esta coincidencia? De Filippo no había leído a Arlt ni éste había publicado nunca las consideraciones que le escuché un cuarto de siglo atrás en una lechería de barrio. Ni siquiera había oído su nombre hasta el momento en que, terminada la representación, apagadas las efusiones, fuimos a Zi Teresa a hacerle honor a una langosta partenopea. Allí le hablé de él y de la extraña similitud entre las palabras de su personaje y las escuchadas por mí de labios de Arlt que aún no había publicado su primer libro. Eduardo apenas si se mostró sorprendido. Recordó que Giambatista Vico, para descifrar el misterio único de la historia, pensaba que la humanidad vuelve a pasar por los mismos puntos. Algo semejante ocurre con las ideas de los poetas. “En uno de esos corsi e recorsi se han encontrado los atisbos lejanos de tu compatriota y los míos. Por otra parte así como los cohesores captan las ondas en la telegrafía sin hilos ¿quién no te dice que un receptor ultrasensible me haya permitido atrapar en el espacio la ocurrencia de Arlt? Creo que los griegos llamaban a eso sinfronismo”.

Pero si el autor de Filomena Marturano no conoció a Arlt tampoco Arlt conoció a Jules Supervielle que dijo precisamente aquí y en una reunión que hizo época, estas palabras: “Hay una poesía que nos sacude en la noche para preguntarnos ¿qué has hecho de tu vida? Y hay una poesía que da a nuestra mirada el poder de las metamorfosis, y donde había tal o cual cosa veis una rata, donde había tal o cual otra cosa es una mujer que aparece, y desde el lugar en que no había nada sale vuestro mejor amigo y se adelanta hacia vosotros”.

Cuántas veces habrá oído Roberto aquella misma pregunta en medio de su soledad poblada de monstruos implacables y cuántas veces la mirada de su tercer ojo fue descubriendo el hábitat que pocos pudieron y se atrevieron a ver detrás del pandemonio. Las pruebas a que fue sometido, los sufrimientos que padeció, las humillaciones que le infligieron no fueron más fuertes que la fuerza de su vocación y en ningún momento, desde que eligió su camino, pensó en renunciar a él, pues la divisa de un escritor en el naufragio de su tiempo no puede ser ¡Sálvese quien pueda!, sino ¡Salvemos a todos los que podamos salvar!

Roberto Arlt cumplió con lo que creía su deber hasta el momento final sintiendo pesar sobre su espíritu las últimas interrogaciones, deshecho de pena por la inicua obligación que le imponía el destino de callar antes de tiempo.

La noche del sábado 25 de julio de 1942, cuando nos encontramos en el Círculo de Prensa, lo primero que me dijo fue:

—¿Te acordás de la historia del tercer ojo que le conté a los malandras de tu lechería? La inventé en ese momento pero después resultó que las cosas eran tal cual las había inventado y el tercer ojo no me deja dormir desde aquella noche. He visto cosas increíbles, monstruosas, indescriptibles como ese Maëlstrom de Edgar Poe que todo lo arrastra hacia su vórtice. Las escribí todas para sacármelas de aquí... —y se señalaba la frente—. Y ahora tengo miedo de ver en el enorme vacío donde atisba el más allá esa mirada aterradora capaz de vaciarnos el alma y a la que es imposible oponer la simple mirada de nuestros ojos humanos. Al tercer ojo se le está gastando la batería...

Y se echó a reír locamente con esa risa a chorros que denunciaba la exuberancia de su vitalidad.

A las once de la mañana siguiente su corazón se hacía pedazos.

(De Protagonistas)

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