domingo, 24 de agosto de 2014

Las particularidades de lo universal Año 7. Edición número 327. Domingo 24 de agosto de 2014 Por Eduardo Grüner. Sociólogo sociedad@miradasalsur.com

En 1789, en el mes de julio, se llevó a cabo una gran revolución, denominada (mal) “francesa”. Mal, decimos, porque una importante mayoría de los miembros de la sociedad que hizo –o sufrió– esa revolución no hablaban la lengua francesa: hablaban vasco, gascón, bretón, occitano y muchas otras lenguas diversas. La revolución, sin embargo, se llamó “francesa” porque fue bautizada con el significante que designa a la lengua de los hombres que dirigieron las acciones revolucionarias. En un país que, claro, ya se llamaba “Francia”. Retengamos, por favor, el dato.
Esa revolución –la “francesa”– emitió un documento extraordinario que, con toda razón, seguimos reverenciando: laDeclaración de los Derechos Universales del Hombre y el Ciudadano. Esa revolución inaugura pues, como tantas veces se ha dicho, la era de la política moderna sobre la base de la expresión “derechos humanos”. Repitamos: el acta fundacional de la modernidad política occidental –a la cual nos guste o no pertenecemos– asocia inmediatamente la política a los derechos humanos, sí, pero ¿”universales”? ¿Seguro? Compliquemos un poco la cuestión.
Primero: muy tempranamente, en 1842 o 43, en su ensayo Crítica de la filosofía del derecho de Georg Wilhem Hegel, Karl Marx –actuando casi como un psicoanalista avant la lettre que detecta un pequeño lapsus– llama la atención sobre el enunciado “Derechos del hombre y del ciudadano”. La conjunción “y” es también una disyunción: el ciudadano no es lo mismo que el hombre. “Ciudadano” es una abstracción universal jurídico-política, “hombre” habla de toda clase de diferencias particulares-concretas: los hombres realmente existentes son, para empezar, también mujeres; pertenecen a diferentes clases sociales –algunas dominantes, otras dominadas–, a diferentes grupos étnico-culturales, religiosos, lo que fuere. Hay un desfasaje, una no-homogeneidad, un des-acuerdo entre la generalidad “ciudadano” y la particularidad “hombre”: son dos registros que pueden tocarse pero jamás recubrirse mutuamente de manera completa. Lo cual lleva a Marx a un exabrupto provocativo, escandaloso, pero orientado a demostrar su punto: que la ley sea igual para todos es, en términos lógicos, un disparate, y, en términos políticos, una injusticia, puesto que los sujetos de esa “igualdad”... son todos diferentes.
Segundo –y quizás más importante, o al menos más, digamos, espectacular–: unos 200.000 negros esclavos que por entonces vivían en la colonia francesa de Saint-Domingue (más tarde llamada Haití) tuvieron que enterarse de la peor manera, luego de conocida la extraordinaria Declaración, de que su “universalidad” tenía un límite bien particular (tan particular que incluso tenía color, a saber el negro): mal podía comprenderlos a ellos –por ejemplo otorgándoles la libertad, como hubiera sido una consecuencia lógica–, puesto que la tercera parte de los ingresos de esa Francia que había decretado el magno documento provenía de la superexplotación de la fuerza de trabajo esclava en las colonias. Tuvieron pues que hacer su propia revolución, a costos altísimos de muerte y sufrimiento, para obligar a la Revolución Francesa a que su Declaración se transformara en realmente “universal”, decretando la abolición de la esclavitud, si bien recién en 1794. Es decir: lejos de ser la revolución haitiana un reflejo o un efecto de la francesa (como da por sentado la ideología eurocéntrica que cree que los movimientos emancipatorios modernos son productos de exportación del “centro” hacia la “periferia”), fue la revolución haitiana la que completó la “universalidad” de los derechos humanos de la revolución francesa, muy a pesar de ésta. Paradoja evidente: es un particularismo (el “negro”, para el caso) el que puede realizar el “universalismo” trunco, fracturado.
Conclusiones –parciales y provisorias, como siempre–: los “derechos humanos” devienen inevitablemente una abstracción vacía si no se los hace jugar en cada caso contra la particularidad concreta de aquellos de los cuales se predican. Los derechos humanos no son pues –pese a la coincidencia de las dos cosas en su fundación moderna– lo mismo que la política: la política es por definición el ámbito de conflicto entre particulares (por eso existen los llamados “partidos” que, como lo indica su nombre, son partes y no el Todo), y esos particulares siempre constituyen un límite para toda pretensión de universalidad. Mucho menos entonces se puede pensar una política de los derechos humanos por encima –planeando en el cielo incontaminado del topos uranos platónico, o algo así– de las miasmas de la lucha política. Los derechos humanos deben, sin duda, ser lo que se llama una política de Estado. Pero, justamente: el Estado tampoco es una abstracción universalista, mal que le pese al maestro Hegel. También él, como los derechos humanos, está atravesado, fracturado por los conflictos de la sociedad a la que pertenece. En una sociedad dividida en clases, contaminada por la injusticia, la dominación, la explotación, la opresión colonial, etcétera, no hay posibilidad ética de ser abstractamente universales: hay que tomar partido. “Tomar partido” no quiere decir postular que unos tengan derechos y otros no: quiere decir hacerse cargo de que hay condicionamientos de base, “estructurales”, que distribuyen desigualmente la capacidad de ejercicio de los derechos, y por lo tanto su pretendida universalidad siempre chocará con algún límite particular, al menos hasta que esos condicionamientos “de base” sean radicalmente transformados. Como no pudo, pese a sus enormes logros, hacerlo la revolución “francesa”, que como acabamos de ver ya de entrada fue secuestrada en su universalismo por un sector particular –los hablantes de lengua francesa– y por otro lado tuvo que esperar la acción consecuente de otro particular –los esclavos negros haitianos– para realizar su universalidad.
Permítasenos insistir: si hacemos de los derechos humanos una abstracción generalizante sin determinaciones concretas, aplicable a todos los casos bajo la lógica del “equivalente general”, hemos perdido desde el vamos la discusión sobre su verdadera universalidad. Porque bajo esa lógica, en esa bolsa oscura todos los gatos son pardos, y tendrán perfecta razón los que reclaman que sean aplicados los mismos derechos humanos (no hablamos de los derechos “civiles”, que son otra cosa, como lo indica aquel “y” señalado antes) a, por ejemplo, los genocidas y las víctimas del genocidio. Y bien, no: no sería ninguna ganancia sustituir una teoría de los dos demonios por otra de los dos ángeles. Qué le vamos a hacer, no es un asunto de buena voluntad ni de buenas intenciones: la realidad particulardel mundo en que vivimos dice “objetivamente” que hay víctimas y victimarios, y que esas “partes” no son iguales. No son equivalentemente intercambiables.
Vistos estos insuperables límites particulares a la universalidad, ¿quiere decir que los derechos humanos deberían ser desplazados al reino de lo puramente particular? De ninguna manera. Allí nuevamente perderíamos desde el vamos la discusión, solo que desde el otro polo del dilema. Tendríamos que admitir, por ejemplo –vaya a saber por qué se nos ocurre este ejemplo en estos días–, que los delincuentes extranjeros fueran tratados con mayor dureza que los locales, en atención a su particularismo nacional. Eso, además de una perversión lógica, sería una auténtica obscenidad ética, política, ideológica, y también legal. Dicho lo cual, no se nos escapa que la Ley –así, con mayúsculas– contiene necesariamente tales “obscenidades”, justamente porque su universalidad, por definición, no puede nunca disolver las particularidades de cada uno de los casos a que se aplica, bien o mal: la Ley –no hace falta siquiera ponerse demasiado “foucaultianos”– también es un campo de batalla en el que se juegan las relaciones desiguales de poder. Recuérdese, a manera de apólogo, ese descomunal fragmento de la novela El proceso (qué titulo para leer desde la Argentina) de Kafka, en el que el señor K, después de deambular interminablemente por los laberintos burocráticos de la ley abstracta, finalmente entra a la sede del tribunal que lo va a juzgar. ¿Qué se encuentra allí? Una multitud, un público numeroso que ha asistido a presenciar la audiencia, y que es más bien una horda salvaje vociferante que lo insulta o lo escupe, mientras los jueces, encaramados solemnemente en su estrado y vestidos con sus togas, miran imágenes pornográficas disimuladas dentro de los volúmenes del código, un ujier está violando a una muchacha en un rincón del recinto, y así siguiendo. O sea: estamos, como decíamos, ante la particularidad obscena (no es un insulto: esa palabra significa sencillamente “lo que debería quedar fuera de la escena”) que es la otra cara de la universalidad abstracta y enigmática de la Ley. Entiéndase: las dos cosas forman parte de la Ley, porque ella también, como los derechos humanos y como el Estado, están constitutivamente marcados por la tensión entre el universal y los particulares.


¿Debe concluirse entonces que el campo de los derechos humanos es el de una insoluble contradicción, un permanente y constitutivo conflicto? Sí: eso es exactamente lo que debe concluirse. Y esa conclusión inconclusiva no debería alarmarnos ni desesperarnos. La vida misma es una contradicción insoluble, puesto que conduce a la muerte. Pero, ¿qué haríamos sin ella? ¿Cómo viviríamos sin la vida que lleva a su propio fin? De todos modos, no es imprescindible ponerse tan “ontológicos”. La dimensión de los derechos humanos es profundamente histórica, y la Historia –volvimos a Hegel, si quieren ustedes– avanza, o retrocede, o las dos cosas al mismo tiempo, a los tumbos, a los desgarrones, a través de contradicciones y conflictos, muchos de los cuales no tienen solución dentro de los límites del sistema que los ha generado. La auténtica universalidad de los derechos humanos, como insinuamos más arriba, y a la que no podemos renunciar, sólo es tal si contempla su propio conflicto interno con los particulares que la enfrentan con sus límites. Sin ellos, como hubiera dicho Adorno, es una falsa Totalidad.


Una última reflexión –o menos: una ocurrencia–: los derechos humanos no son derechos “naturales”. Una de las grandes novedades cuya condición abrió la revolución “francesa” (aunque ella misma no la pusiera en práctica) es precisamente la ruptura con la lógica iusnaturalista / contractualista anterior, la de los por otra parte tan distintos Hobbes, Locke o Rousseau. Para ellos, los derechos vienen como si dijéramos genéticamente inscriptos en la “naturaleza” humana. Pero la historia ha demostrado que no es así. Los derechos humanos son una construcción, una adquisición, y sobre todo una conquista, duramente pagada, de las luchas de los pueblos. No una dádiva de la Naturaleza ni del Estado, sino una marcha multitudinaria de las sociedades entre aquellas contradicciones, conflictos y desgarramientos, donde casi siempre hubo que poner en juego, una y otra vez, esas tensiones insolubles entre el Universal y los particulares. Baste el ejemplo, entre miles, de unos negros esclavos de una isla del Caribe.

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