domingo, 3 de agosto de 2014

Historia de una deuda o el default Griesa


La recuperación de la democracia argentina en 1983 vino atravesada por la cuestión del endeudamiento externo. No sólo porque temporalmente coincidió con la crisis de la deuda de fines de los ’70 y principios de los ’80 que afectó a la región –especialmente, a México y a Brasil–, sino porque cada intento de pensar el crecimiento y el desarrollo tropezó con las limitaciones que la deuda imponía. Pagar o no pagar la deuda, reconocer la deuda tomada por la dictadura o no hacerlo, privilegiar el pago de los servicios de la deuda o el desarrollo nacional, eran temas permanentemente presentes en el debate público, que acompañaron la transición a la democracia y fueron auténticos parteaguas ideológicos.
La deuda argentina se remonta a 1824 (cuando era presidente Bernardino Rivadavia y contrajo deuda con la compañía inglesa Baring Brothers) y, fuertemente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Aquel originario empréstito de 1824 se canceló ochenta años después devolviendo mas de diez veces el monto original de un millón de libras sin que hubiera ingresado la totalidad y no habiéndolo aplicado nunca a los fines para los cuales se había solicitado (básicamente, la construcción del puerto de Buenos Aires). En 1874, 1890 y los primeros años del siglo XX, al igual que otros países latinoamericanos, la Argentina estuvo al borde del default. En 1952 se canceló en efectivo la totalidad de deuda externa. A partir de 1955, el endeudamiento creció para paliar, en primer lugar, los déficits del sector externo. Y, desde mediados de los ’70, como expresión cabal de un modelo económico basado en la renta financiera y la apertura indiscriminada de la economía. El derrotero de la deuda a lo largo de la historia argentina permite auscultar la tensión siempre presente entre una visión del país liberal rentística exportadora, asociada a los grandes centros mundiales del poder económico y socialmente excluyente y otra nacional desarrollista, que procura la integración regional, la expansión del mercado interno y la inclusión por el empleo.
El proceso de crecimiento exacerbado de la deuda lo vivieron la mayoría de los países latinoamericanos: la deuda de América latina y el Caribe, que en 1970 era de poco más de treinta mil millones de dólares, en 1990 era de casi 500.000 millones y superaba largamente el billón en 2011. En sus orígenes, este proceso estuvo asociado a dos hechos. Uno: la salida de la convertibilidad de los Estados Unidos en 1971 y la enorme acumulación de capital de los países exportadores de petróleo que inundaron los bancos desde 1973 en adelante. Dos: el endeudamiento especulativo de gobiernos latinoamericanos, muchos dictatoriales, que –con pocas excepciones– lo hicieron generando una situación que estalló a principios de los ’80, cuando los países centrales comenzaron a demandar nuevamente capital. A diferencia de lo que sucedió con la expansión de la democracia en la Europa de posguerra, el inicio de “la tercera ola” democrática latinoamericana estuvo signado por un momento económico altamente desfavorable que tuvo en su centro el tema de la deuda.
Cuando la última dictadura cívico-militar llegó al poder en 1976, la deuda externa era de menos de 8 mil millones de dólares; seis años después rondaba los 35 mil millones. Desde entonces, esa deuda implicó una severa dificultad para el crecimiento y una imposibilidad lisa y llana para el desarrollo. En 1990, la deuda externa superaba los 60 mil millones de dólares y a fines de esa década se había más que duplicado. Con el despertar del nuevo siglo, después de haber sido el alumno ejemplar del FMI y las políticas del consenso de Washington durante los años ’90, la Argentina quedó sumergida en la peor crisis socioeconómica y política de su historia.
En 2003, cuando asumió la presidencia Néstor Kirchner el país estaba en cesación de pagos y encaró la inmensa tarea de reestructurar la deuda a partir de un principio básico: los montos, plazos, tasas que se acordasen con los acreedores debían ser compatibles con el crecimiento económico y la inclusión social. Entre el primer canje de deuda que se cerró en 2005 y el segundo, de 2010, se logró acordar con el 92,4% de los acreedores. Se logró salir del default, crecer sostenidamente, pagar puntualmente casi doscientos mil millones y desendeudar notablemente al país. Mientras en 2003 la deuda neta nominada en moneda extranjera era largamente superior al PBI, en la actualidad se ubica en torno al 15% del PBI.
Ahora bien, un grupo de holdouts que, luego del default, adquirieron bonos de la deuda argentina a precio de remate, nunca aceptaron la reestructuración y decidieron reclamar contra el país por la totalidad nominal del valor de esos bonos más sus intereses en tribunales de Nueva York (la cesión de jurisdicción es un tema controvertido; la Argentina cedió jurisdicción en los canjes de 2005 y 2010, pero estos bonos son anteriores puesto que no entraron nunca en los canjes). Luego de un largo derrotero, en febrero de 2012, el juez Thomas Griesa emitió un fallo en el que le ordenó a la Argentina pagarle a los fondos Elliot, NML Capital, Dart, Aurelios, AC Paster y Blue Angel, la totalidad de la deuda que reclaman, sin quita alguna. Ese fallo fue apelado por la Argentina y en octubre ratificado por la Cámara de Apelaciones de Nueva York, que además le indicó al juez Griesa que estableciera con más precisión cómo debía hacerse efectiva su sentencia. El 22 de noviembre, Griesa estableció que la Argentina debía pagar en efectivo, en un solo pago, la suma de 1.330 millones de dólares más los intereses el 15 de diciembre de 2012 (fecha en la cual la Argentina debía realizar, también, un pago programado a sus bonistas reestructurados). Cuando todo parecía encaminarse a un callejón sin salida, la Cámara de Apelaciones retomó el caso y estableció un cronograma de presentaciones de las partes. La Argentina propuso reabrir el canje y pagar a los fondos demandantes en las mismas condiciones que a todos sus bonistas. Por su parte, los fondos se volvieron a negar y reclamaron la aplicación del fallo de primera instancia. En agosto de 2013, la Cámara ratificó su postura inicial. Entonces, la Argentina apeló a la Corte Suprema y el 16 de junio pasado la Corte decidió no tomar el caso, lo cual equivale a dejar firme la sentencia del juez Griesa. A su vez, la Cámara levantó la medida cautelar (stay) que evitaba embargos sobre activos argentinos.
El pasado 30 de junio, la Argentina debía realizar un pago a sus bonistas, cosa que efectivamente hizo el día 26, depositando en el Bank of New York Mellon (BoNY), pero el juez Griesa instó al BoNY (al igual que a JP Morgan y Euroclear Bank por los bonos nominados en yenes y en euros, bajo jurisdicción de Tokio y Londres, respectivamente) a no pagar a los bonistas y a devolver el dinero a la Argentina. La Argentina, a su vez, no aceptó ese dinero (y no podía hacerlo, ya que ese dinero le pertenece a sus acreedores reestructurados) y sostuvo que el juez Griesa se extralimitaba al impedir el pago. Los bancos le solicitaron al juez las aclaratorias de la medida en previsión de las acciones que los bonistas pudieran iniciar en su contra por la retención de sus fondos.
En el plazo que fue desde el vencimiento de fines de junio hasta el miércoles pasado, se llevaron a cabo varias reuniones con Daniel Pollack, el facilitador designado por Griesa (que dicho sea de paso, cobra jugosos honorarios por cada una de esas reuniones que tiene la potestad de convocar), y una directamente con los demandantes en las que se solicitó en vano que accedieran a reinstalar la medida cautelar (stay). La Argentina dejó en claro su voluntad de pago al mismo tiempo que la imposibilidad fáctica de hacerlo en los términos definidos por el juez Griesa. De hacerlo, inmediatamente activaría la cláusula RUFO (Rights Upon Future Offers) que otorga a los bonistas reestructurados el derecho de beneficiarse con mejoras a lo ofrecido en el canje y desencadenaría un dominó que volvería toda la reestructuración a fojas cero.
Desde la reestructuración de la deuda argentina (una de las mayores de la historia en ese momento), los bonos en general se emiten con cláusulas de acción colectiva (CAC) que establecen que, en caso de reestructuración, es suficiente con el acuerdo de una mayoría determinada, generalmente del orden de los dos tercios, para imponer esas condiciones al conjunto. Si bien esas cláusulas no erradican la posibilidad de extorsión por un solo bonista que se haga con la porción suficiente para bloquear los acuerdos, limitan mucho esa posibilidad. Si, por el contrario, un grupo muy minoritario de bonistas logra por vía judicial el reconocimiento pleno de su demanda, la señal que se envía va en sentido contrario al de la viabilidad de cualquier reestructuración de deuda soberana. Se trata de un tema de política internacional de primer nivel como ya lo expresaron oficialmente la inmensa mayoría de los países del mundo, organizaciones internacionales de todo tipo y líderes e intelectuales de muy diversas posiciones ideológicas.
La situación es un auténtico galimatías, y expone la fragilidad de los países y todo el sistema económico global frente a la especulación financiera y a quienes la amparan desde la justicia, la política, las instituciones, los medios de comunicación, la ideología, la cultura.
La cláusula RUFO vence a los diez años de emitidos los bonos, es decir en diciembre de 2014. Cuando la Corte rechazó el planteo argentino, faltaban seis meses. ¿Por qué la Corte, pudiendo hacerlo, no esperó hasta esa fecha para pronunciarse? Es necesario un auténtico acto de suspensión voluntaria de la incredulidad para restituir la fe jurídica después de un acontecimiento semejante.
¿Cuál es la situación ahora? Está claro que, si se acatara el fallo de Griesa, en primer lugar, los restantes bonistas que no entraron al canje se presentarían de inmediato ante el juzgado de Griesa pidiendo ser incluidos en la lista de acreedores (en lo que se conoce como me too) lo que automáticamente multiplicaría por diez el costo del fallo, o el equivalente a la mitad de las reservas del BCRA. En segundo lugar, se caería toda la reestructuración con un costo colosal que oscila entre los 120 mil y los 500 mil millones. De ahí que respetar el compromiso asumido con los bonistas del canje y no activar la cláusula RUFO es la primera obligación de la Argentina. Acto seguido, ese compromiso es incompatible con el fallo de Griesa. En consecuencia, constantes los rasgos actuales de la situación, no hay solución jurídica.
Pero la solución es eminentemente política. La argentina no puede per se constituir ningún fondo de garantía sin que ello pueda ser interpretado como una mejora que active la cláusula RUFO: si eso ocurre tendría que ser un acuerdo entre partes (privadas o públicas) que no comprometieran la posición argentina. La idea de un fondo de garantía de bancos privados o un grupo de países o, incluso, el aún nonato (y deseado) banco de desarrollo del Brics, comprando los bonos defaulteados y canjeándolos a la Argentina por un nuevo bono en enero de 2015, se inscribe en esa lógica: es posible, y el tiempo dirá si, además, es efectiva.
Pero no hay que perder de vista dos cosas básicas. En primer lugar, si bien es cierto que los fondos buitre quieren cobrar el máximo posible, la rentabilidad que persiguen se juega en múltiples tableros. Hay negocios financieros vinculados a la causa judicial que pueden incrementar exponencialmente sus ganancias y hay negocios económicos con activos naturales que los seducen en un tablero más político y estratégico. En segundo lugar, el tiempo es una variable clave, no solo por la vigencia de la cláusula RUFO o por los vencimientos. El tema que se está discutiendo es, en un punto, inédito. Y tiene una centralidad para la economía y el orden global que hará que crezca en la consideración y en la agenda internacional.
Los dos temas se tocan. El escenario es muy fluido, habrá movimientos y aparecerán nuevas categorías que no sólo elevaran la relevancia del tema sino que además es factible que aporten los escalones necesarios para salir del laberinto por el único lugar posible.
Mientras todo esto ocurre, se dio a conocer el nuevo Informe Mundial de Desarrollo Humano. La Argentina (0.808, 2013) está entre los países de “muy alto desarrollo humano”, y es el mejor ubicado de toda la región cuando se ajusta por desigualdad de ingresos (0.680, 2013). Es importante tener esto en cuenta y recordar cómo estaba el país hace poco más de diez años, cuando se empezó a reestructurar la deuda después del default soberano más grande la historia. Una cosa no está desvinculada de la otra. Cada pequeña mejoría en las condiciones de vida de la gente es una batalla que se le gana a la especulación y a la codicia, un triunfo de lo colectivo por sobre lo individual, en un mundo que (como dijo el cineasta Jorge Sanjinés en el delicioso reportaje que le hizo Ana Cacopardo en Historias Debidas) parece “enfermo de individualismo”.
La historia sucede de tal modo que suele despojar, a la mayoría, del privilegio de la contemplación. La libertad y la emancipación están al acecho de esos albures. En las encrucijadas, la única posibilidad vital consiste en elegir, nada menos que elegir. Lo bueno, en este caso, es que entre los derechos humanos de millones y las ganancias espurias de unos pocos, la igualdad que nombra la democracia no admite dudas ni tibiezas.

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