lunes, 25 de agosto de 2014

El Peronismo: una doctrina de la emancipación

“Desde su gestación hasta su discurso de clausura, el Primer Congreso Nacional de Filosofía celebrado en 1949 ofició como contienda de los batallones de filósofos –locales y extranjeros– y las doctrinas que circularon por allí: la fenomenología en auge, el humanismo marxista y el pensamiento cristiano”.
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Por Julián Fava
“Se trata de ponerle un traje a lo que existe”, escribió alguna vez Georges Bataille acerca del objeto de la filosofía. Como si el pensar filosófico fuera menos la pregunta por el sentido del ser que un intento por dominar las pasiones irrecusables que nos acechan, como si el cauce de la existencia se desbordara intolerablemente, como si las comunidades comulgaran en el enfrentamiento antes que en la armonía. Se piensa, entonces, porque padecemos, porque gozamos, porque nos encontramos. En definitiva, se piensa, y se escribe, como un desafío o un conjuro, desde una determinada geografía y unas esquivas genealogías, desde un destino, desde –y para– una comunidad determinada, para transformar lo dado o para legitimarlo.
Desde Platón, y sus utópicas ciudades comandadas por reyes filósofos, hasta nuestros días se intentó, desde los cenáculos intelectuales, vestir lo real con disímiles ropajes en una compleja trama urdida por las tensiones entre las instituciones académicas y las políticas estatales.
El Primer Congreso Nacional de Filosofía celebrado en la ciudad de Mendoza entre el 30 de marzo y el 9 de abril de 1949 fue clausurado por el General Juan Domingo Perón y su conferencia publicada luego bajo el título La comunidad organizada.
El poder Ejecutivo Nacional, por medio de un decreto del 20 de abril de 1948 firmado por el entonces presidente Juan Domingo Perón, nacionalizó el Congreso. Además de arbitrar los recursos para su realización y garantizar la presencia de delegaciones de toda Iberoamérica, no solo lo consideró de “interés capital para la doctrina nacional” sino que aseguró que el primer mandatario tendría a su cargo el discurso de clausura en octubre de ese mismo año. Hasta el 18 de julio de ese año la organización estuvo a cargo del Instituto de Filosofía de la Universidad de Cuyo, pero esa fecha sería de vital importancia para el futuro del evento: entonces se crearon las secretarías Técnica, a cargo de Coroliano Alberini, y de Actas, bajo el mando de Luis Juan Guerrero, entre cuyos asesores se encontraban Luis García Onrubia, Miguel Virasoro, Ángel Vasallo, Eugenio Pucciarelli y –quizá nuestro más grande filósofo, como lo demuestra el erudito Carlos Astrada, la filosofía argentina de Guillermo David– Carlos Astrada. Este último fue quien hábilmente demoró un año la realización del Congreso con la doble finalidad de, por un lado, convocar a las grandes figuras del pensamiento europeo a quienes había conocido en su estadía en el viejo mundo; y, por el otro, ganar terreno en la disputa del capital simbólico local frente a la línea representante del tomismo integrada por Juan Sepich, Octavio Derisi y César Pico, entre otros. Así, el Congreso se realizó finalmente en marzo de 1949 y adquirió una estatura internacional inédita en América Latina hasta ese momento.
Entre los nombres de los asistentes encontramos, entre otros, figuras como Eugen Fink, Hans Georg Gadamer, Nicola Abbagnano, Ludwig Landgrebe, Otto Bollnow, Ernesto Grassi, Karl Löwith, Wilhem Szilazi, Ugo Spirito, Michele Sciacca y Miró Quesada. Mientras que enviaron sus ponencias Jean Hyppolite, Nicolai Hartmann, Gabriel Marcel, Benedetto Croce, Ludwig Klages, Galvano Della Volpe y Bertrand Russell. Faltó Martín Heidegger, quien quería venir a nuestro país pero, como por entonces no se había resuelto aún su proceso de “desnazificación”, se tuvo que contentar con enviar una salutación (hasta el propio canciller de Perón, Bramuglia, realizó gestiones con el canciller francés Schumann para destrabar su situación). Además de los ya mencionados Astrada, Guerrero, García Onrubia, Virasoro, Vasallo, y Pucciarelli se destacaron los argentinos, Mercado Vera, Horacio Pintos, Rodolfo Agoglia, González Ríos y Nimio de Anquín, entre muchos otros.
Desde su gestación hasta su discurso de clausura el evento ofició como contienda de los batallones de filósofos –locales y extranjeros– y las doctrinas que circularon por allí: la fenomenología en auge, el humanismo marxista y el pensamiento cristiano. Las crónicas de los diarios de la época que siguieron las inflexiones del Congreso señalan que las discusiones entre los partidarios de una filosofía confesional y sus detractores fueron “acaloradas”. ¿Qué buscaba, en ese contexto de ilustrados, un estadista afecto a la tradición napoleónica de desconfianza de los idéologues?
J.J. Rousseau comienza El contrato social con una disyuntiva clave en la historia del pensamiento político y de, su reverso, la acción: “Si se me preguntara si soy príncipe o legislador para escribir sobre política, contestaría que no, y que precisamente por no serlo lo hago: si lo fuera, no perdería mi tiempo en decir lo que es necesario hacer; lo haría o guardaría silencio”. La tarea intelectual parece haber estado siempre, y desde siempre, condenada a cierta impotencia. La historia de los cruces entre práctica política y teoría han ido, la mayoría de las veces, desde un principio normativo o telón de fondo hacia las acciones. Es decir: de lo alto hacia lo bajo, desde el deber ser hacia las acciones. Desde los mandamientos, sagrados o seculares, hacia la práctica cotidiana. En este sentido, la filosofía peronista es algo bien diferente.
Perón comienza su intervención con una singular confesión: “Siempre he pensado que mi oficio tenía algo que ver con la filosofía. Sin embargo, el destino me ha convertido en un hombre público”. Perón asume esa clásica contradicción entre teoría y praxis e intenta fundamentar, a lo largo de su conferencia, la doctrina de la tercera posición: “Estamos en un movimiento (más allá de los compartimentos estancos de los partidos) y con una doctrina propia”. Esto es, y será clave, para comprender el pensamiento peronista y su realización.
El peronismo no es ni una ideología ni un imperativo categórico, en medio de oblaciones laicas, es una doctrina: esa finalidad encarnada en el alma colectiva de la comunidad. No se trata de un universal abstracto que espera la realización o la puesta en acto por parte de un partido o grupo de iluminados, sino que se va objetivando en acciones concretas de los hombres. No le dice a los hombres cuál es la forma correcta de pensar ni qué libros leer ni qué productos culturales consumir, sino que acompaña los sentires y los saberes de una comunidad con la única guía de tres banderas: la soberanía política, la independencia económica y la justicia social.
Por ello, podemos afirmar que la doctrina justicialista condensa las grandes líneas de acción de la comunidad. El peronismo siempre es historia reciente y actual justamente porque su doctrina se va actualizando. Como afirma Horacio González en Perón, reflejos de una vida: “El peronismo es juicio sintético a priori”. Es decir: las condiciones de posibilidad de toda experiencia posible, en este caso, de toda experiencia comunitaria. Uno (que siempre es todos) no puede salirse del peronismo. Porque precisamente en su realización está la realización colectiva e individual de los habitantes de nuestro suelo. La doctrina posibilita no otra cosa que la autodeterminación política de los pueblos, es la herramienta de democratización de la vida de los trabajadores.
El peronismo es, podemos decir, fundador de una discursividad. Fundador de un discurso y de unas prácticas novedosas hasta ese momento en Argentina: la asunción, por parte de los sectores hasta entonces relegados, de su destino.
El texto que lee Perón en la clausura del Congreso intenta ser, en un momento de fuerte movilidad de masas y en vistas de la reforma constitucional que se avizora, un intento por legitimar –como señala Gabriel D´Iorio en su excelente artículo “El riguroso ser de lo común” incluido en la compilación El peronismo clásico– “una perspectiva política que realiza de un nuevo modo las relaciones entre individuos, Estado y comunidad”. Es también un gesto desmedido y arrogante que, con tono didáctico, va desde el Rig Veda hasta Spinoza, pasando por Hobbes y Marx. Es, no obstante su aparente liviandad, signo de que en nuestro suelo, casi siempre convulsionado, como ya sabía el viejo Sarmiento, la indagación de nuestras pasiones y nuestro pensamiento encierra buena parte de la resolución de nuestros, por siempre irredentos, conflictos.

Experimentamos, sentimos eternos. Es la frase que le baja el telón a la Comunidad Organizada. Es la voz de Spinoza vuelta realidad efectiva en los ecos de un arcano que condensa las vibraciones del futuro, las memorias olvidadas, la felicidad del presente y la cifra de nuestra (definitiva) emancipación.

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