lunes, 11 de agosto de 2014

El futuro y la nada

El futuro minado hasta nadie sabe cuándo. Literalmente. Aquí y allá, por todo el planeta, bombas de tiempo. Radiactivas. Miles de toneladas de residuos nucleares capaces de contaminar y matar durante cientos de miles de años. Enterrados, o en el fondo del mar, o en sofisticados depósitos igualmente precarios, esperando una fisura, un temblor, el óxido, el paso del tiempo, la fatiga inexorable del metal. Y no hay solución. Ahí el horror: no hay solución.
El doble amanecer atómico de Hiroshima y Nagasaki alumbraba una nueva era. Laboriosa, ingeniosa, osada, la humanidad había logrado fusionar el átomo. Lo celebró aturdida. Como quien rompe un sello sagrado ignorante de sus consecuencias. Un telón de espanto clausuraba la Segunda Guerra Mundial, y ya se le buscaba el lado brillante a esa luna tan negra. La era nuclear despertaba llena de muerte y de promesas.
Energía limpia, revoluciones en la medicina, en la industria, en la agricultura; el sueño de escapar por fin a los combustibles fósiles; economías inmensas, grandes progresos y más promesas. Muchas se cumplirían. Los reactores nucleares surgían y se multiplicaban como los nuevos molinos de la nueva prosperidad. La crisis del petróleo en 1973 los convirtió en altares. El sello roto parecía una panacea.
Hasta que el tiempo lanzó fatal una sencilla pregunta casera: ¿y con la basura qué hacemos?
Y no hubo respuesta. Albert Einstein se había ido. Nadie sabía qué hacer. Residuos de baja, media y alta radiactividad empezaban a acumularse en depósitos propios del pasado, amenazando el presente, pero sobre todo el futuro. Por los siglos de los siglos, ya sin amén que salve.
El mar y listo. Para que el plutonio-239 deje de contaminar, por ejemplo, deben pasar unos 482 mil años. En cambio, ya para el carbono-14, sólo 112 mil. Y nada, casi, para el radio-226, minutos apenas: 34 mil años. El sello roto no era gratis.
Ni tres décadas llevaba la nueva era cuando el problema ya era grave. En 1979 el senador demócrata por Colorado, Gary Hart, presidente por entonces del Subcomité de Regulación Nuclear norteamericano, gritaba para nadie: “Si la palabra escándalo puede ser utilizada con respecto a la energía nuclear, ello se debe a que hemos permitido durante 25 años la expansión de esta industria sin que exista una solución aceptable para el almacenamiento de sus residuos”. Ese mismo año, el 28 de marzo, el mundo conocía su primer gran accidente nuclear: Three Mile Island, en Estados Unidos. Cien mil vecinos dejaban sus alrededores en estampida atómica. Era el desastre más grande de la historia. Pero sólo hasta entonces. Pronto sería superado una vez y otra vez.
Hoy, la nueva era lleva ya más de medio siglo, y el problema crece sin solución, y cada solución trae nuevos y mayores problemas. Sencillamente, nadie sabe qué hacer. Nunca lo supo.
Como quien esconde su mugre bajo la alfombra, primero fue el mar.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se encontró de golpe con todas las sobras del programa concluido en el doble genocidio de Hiroshima y Nagasaki. Por premura, desidia y/o ignorancia, todo eso lo metieron en barriles metálicos más o menos sellados, y los tiraron al mar, ahí, frente a las costas de California. El mundo siguió andando.
Las centrales nucleares no paraban de nacer, y la basura radiactiva cada día era más. Inmenso, insondable, el mar parecía hecho a medida para la ocasión. Se buscaron los puntos más profundos, y el vertido oceánico de material radioactivo se volvió rutina.
Hoy se estima que la fosa atlántica situada a 700 kilómetros de las costas de España, con una profundidad de 4000 metros, contiene ya más de 150 mil toneladas de basura nuclear, arrojadas allí entre 1967 y 1982. Según algunos grupos ecologistas, durante ese período, esa fosa ya acumuló una radiactividad superior al millón de curios (unidad en que se mide la radiactividad). Casi ocho veces más de la que fue liberada en el accidente de Chernobyl. Pero por nada de eso la Tierra dejaba de rodar, y mientras la Unión Soviética descargaba sus desechos en el Mar del Norte, en el Mar de Japón y en el de Barents; Estados Unidos, Japón y Australia los tiraban en el Pacífico. Y todos tan contentos.
Hoy, ni la mismísima Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) es capaz de calcular siquiera la cantidad aproximada de residuos radiactivos vertidos en los océanos, ni mucho menos el estado de esos barriles y contenedores, ni, por lo tanto, sus efectos sobre el medio ambiente. Lo que sí ya fue comprobado es que aquellos recipientes no servían de nada.
En 1970, el ya legendario capitán Jacques Cousteau presentó, ante el Consejo de Europa, fotos de bidones franceses encontrados en el Atlántico y prácticamente podridos. Más tarde, Greenpeace exhibiría filmaciones hechas en la fosa atlántica donde se veían barriles perforados, rasgados o directamente abiertos. Resultados concretos de aquella premura, desidia y/o ignorancia. El mar no servía más. Pero siguieron igual.
Así las cosas, en 1972 las Naciones Unidas organizaron una Reunión Internacional en Londres a fin de acordar sistemas de eliminación respetuosos del medio ambiente. Entre las resoluciones más importantes, allí se decidió la prohibición de arrojar al mar residuos de larga actividad radiactiva. Los de media y baja actividad, en cambio, siguieron impunes; hasta que la presión social, en 1983, consiguió una moratoria internacional de dos años que en 1985 se prorrogó indefinidamente a fin de realizar un estudio de los efectos económicos, sociales, políticos y medioambientales del vertido oceánico. En junio de 1993 se conocieron sus resultados.
Y sí: la dispersión radiactiva en el mar era un hecho cierto. En sus aguas, y por lo tanto en su flora y en su fauna. Y, por esos caminos, en el hombre.
Con desesperación, ya no con premura, en noviembre de 1993 la Reunión Consultiva del Convenio de Londres prohibía definitivamente el vertido de residuos radiactivos en los océanos. Pero igual siguieron.
Es decir, hoy ya no se arrojan barriles desde los barcos, los modales sí fueron mejorados y ahora se usan tuberías que van directamente desde las centrales nucleares al mar más a mano. Francia, el Reino Unido, Estados Unidos, China y Rusia hacen así. Desde instalaciones de reprocesamiento de residuos nucleares –construidas en su gran mayoría durante los años ’50 para la obtención de más uranio y plutonio–, apenas se reduce la radiactividad de los desechos en un 3%, pero en cambio se incrementa en 160 veces el volumen de los residuos. Y todo va al mar.
La planta de reprocesamiento de La Hague, en Normandía, procesa unas 1600 toneladas diarias, y vierte al mar unos 230.000 metros cúbicos anuales de residuos radiactivos, que no sólo han contaminado ya toda la periferia de la planta, sino también grandes zonas del Canal de la Mancha, del Mar del Norte y el de Noruega. La planta de Sellafield, en marcha desde 1952, descarga cada día unos 9000 metros cúbicos de residuos radioactivos en el Mar de Irlanda, en cuyas cercanías ya se encontraron niveles de contaminación muy superiores a los registrados en el atolón de Bikini durante los ensayos atómicos de los años ’50, y que afectan directamente a los mares del Norte y el Báltico. La planta de Dourneay, en Escocia, arroja sus residuos en el Mar del Norte desde 1955.
Amenazados, rodeados, minados, un día los países nórdicos se unieron en protestas oficiales y conjuntas exigiendo el cierre de todas esas centrales. Entonces, ejecutiva, la Comisión para la Protección del Atlántico Norte reconoció la urgente necesidad de reducir los vertidos en el mar. Pero siguieron igual. Peor incluso: durante los años ’90 se registró un incremento sustancial de los vertidos. Después de todo, las otras soluciones tampoco eran solución.
Poco, pero malo. En 1954, en Rusia, se inauguraba el uso de reactores nucleares para la producción de energía eléctrica. Rápidos, Inglaterra y Estados Unidos hicieron lo mismo. Más países los siguieron. Era la panacea: el futuro ahora. Entre 1942 y 1992, un promedio de diez reactores nucleares por año entraban en funcionamiento. La euforia cundió. Hoy Francia, Bélgica, Suecia, Corea y Taiwán encabezan la lista de países con mayor densidad de reactores por kilómetro cuadrado.
Los defensores de la energía nuclear tienen razón: el volumen de contaminación es mínimo en comparación con el resto de residuos industriales. Una central nuclear de 1000 megavatios, por ejemplo, genera 25 toneladas de material irradiado, de los cuales tan sólo unos 200 kilos son de larga actividad. El volumen es mínimo, sí. Pero el peligro potencial es máximo.
Una central nuclear tiene una vida útil de entre 25 a 40 años. Luego los problemas surgen y los riesgos crecen. Y de nada sirve demolerlas o desmantelarlas, porque muchas de sus partes son en sí mismas altamente radiactivas, y el desmantelamiento de una planta nuclear genera la misma cantidad de residuos que 40 años de funcionamiento. Soluciones hay muchas, aunque ninguna sirva.
Una es clausurar la central y dejarla en custodia de la empresa que la explotó, al menos por un período de cien años, mientras la radiación disminuye, y el desmantelamiento se vuelve menos riesgoso. Pero el peligro sigue ahí.
Otra alternativa es sepultar la propia central en hormigón y acero, como se hizo finalmente con Chernobyl. Sólo que, al igual que en Chernobyl, nadie puede garantizar que no haya fisuras con el correr de los siglos, de los pocos siglos. Ni hablar de milenios. El peligro continúa.
La mejor opción, según los expertos –y algunas pruebas ya realizadas en pequeñas centrales–, es el desmantelamiento de la planta, y luego almacenar sus residuos en depósitos apropiados. Sólo que “apropiados” se dice fácil, pero...
Según el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, su sigla en inglés), “la gestión de los residuos nucleares es uno de los problemas más intratables a los que se enfrenta el sector, ya que ningún país ha implantado con éxito un sistema para deshacerse de ellos. En la actualidad, no existen cementerios nucleares operativos para materiales de alta actividad, y todos los estados han encontrado dificultades en sus intentos”.
A falta de soluciones definitivas, buenas son las transitorias. En muchos casos, los residuos son almacenados en piscinas construidas dentro de las propias centrales, lo cual no resuelve el problema, pero multiplica los riesgos. Ya en 1980, luego del accidente de Three Mile Island, la Comisión Presidencial Kemeny advertía en su informe sobre “los peligros de la acumulación de los residuos dentro de los recintos de las centrales nucleares”.
Por un lado, porque esas piscinas no fueron diseñadas para guardar por mucho tiempo grandes volúmenes de basura radiactiva; pero sobre todo, porque ya muchas de esas plantas provocaron riesgos sobre el entorno una vez que las piscinas alcanzaron sus límites. Y si algún accidente exigiera el inmediato vaciado de residuos, al estar saturadas las piscinas receptoras… el gran desastre es lo que sigue.
Otras soluciones que nada resolvieron se han intentado con depósitos de superficie, silos y sarcófagos de hormigón, o en cavernas subterráneas a gran profundidad.
Esta última opción, por ejemplo, inspiró en Estados Unidos el megaproyecto Yucca Montain que, mucho antes de ser terminado, fue considerado un extraordinario fracaso.
La montaña mágica. Como era de prever, la situación de los residuos nucleares es particularmente grave en Estados Unidos, donde unas 80 mil toneladas de material radiactivo esperan alguna solución esparcidas mientras tanto en depósitos de emergencia por todo el país.
Ya en 1957, la National Academy of Sciences concluía que lo mejor era buscar un yacimiento subterráneo a gran profundidad y meterlo todo ahí, y listo. Grandioso.
En 1982, no menos grandioso, el congreso norteamericano convirtió el sueño en ley y le pasó la responsabilidad de encontrar el lugar al Departamento de Energía (DOE, su sigla en inglés). Y después de mucho andar, en 1984, el DOE eligió la cadena montañosa de Yucca Montain, en el Estado de Nevada, contenida en la ya célebre Área 51, y a sólo 160 kilómetros de la luminosa ciudad de Las Vegas. Y por fin en 2002, el hijo de Bush, el inefable George W., daba el visto bueno para su construcción. El gran fracaso estaba en marcha.
El presupuesto imaginado iba de los 200 mil millones al billón de dólares. Nada más que los estudios preliminares insumieron ocho mil millones verdes. La idea era excavar en la montaña túneles de 80 kilómetros de largo a 300 metros de profundidad.
Los túneles serían revestidos por dentro con un material de acero inoxidable llamado Aleación 22, y por fuera con una capa de titanio para evitar filtraciones de humedad.
Los residuos repartidos hasta entonces en depósitos de 39 Estados del país serían transportados en camiones y trenes especialmente preparados para luego ser almacenados en 12 mil containers, debidamente sellados y alineados en las vísceras de la montaña. Una vez saturada, toda la montaña sería cerrada para siempre. Aunque para siempre, según los cálculos más optimistas, eran apenas 10 mil años.
Ya aprobada la obra, el 70% de la población de Nevada se opuso. Los hombres duros de Las Vegas dejaron de bailar: el turismo no volvería. La comunidad científica internacional se preguntaba temblando si era prudente hablar de soluciones definitivas con una tecnología tan incipiente como la moderna. La National Academy of Sciences y el National Research Council recordaban que 10 mil años son nada; y estudios posteriores demostraron que las escasas lluvias de la zona (19 centímetros anuales) eran sin embargo suficientes para corroer las paredes de los túneles con el correr de los milenios; y que antes o después la radiactividad alcanzaría los sistemas de irrigación, sus pozos de agua, y por fin a sus habitantes.
Para 2005, cuando los problemas ya superaban por mucho las soluciones, el DOE denunció una serie de omisiones en los estudios preliminares, irregularidades fraudulentas en los informes geológicos, y otras ligerezas letales.
Dos años después, en 2007, la Corte de Apelación Federal establecía que “un sitio destinado al enterramiento de los residuos nucleares tiene que demostrar que puede acogerlos en completa seguridad por al menos 300.000 años”.
La finalización de las obras estaba prevista para 2010, luego fue aplazada para 2017, pero tan luego en 2010, el proyecto Yucca Mountain era clausurado de una vez por todas. Aquello tampoco era una salida.
El hombre radiactivo. De un laberinto, sabido es, se sale por arriba. Pero éste parece techado.
Los que están a favor de la energía nuclear también tienen sus razones.
Según ellos, la Unión Europea, por ejemplo, produce cada año unos mil millones de metros cúbicos de residuos industriales; 10 millones de metros cúbicos de residuos tóxicos; 80 mil de baja y media actividad, y sólo 150 de alta actividad. Y mejor aún: una central típica, de 1,2 gigavatios, comparada con una central de combustibles fósiles –por caso, carbón–, evitaría la emisión de 8 millones de toneladas de CO2 en la atmósfera, además de 9 mil toneladas de gases nitrogenados, 39 mil de gases sulfurosos, y unas 380 mil toneladas de cenizas, cargadas a su vez con más de 5 mil toneladas de arsénico, cadmio, mercurio y plomo, que respiramos a diario. Razones tienen.
Mucho más cuando el petróleo y el gas natural prometen nuevos conflictos, y el calentamiento global amenaza el futuro inmediato. Pero, como fue dicho, a esa contaminación mínima le corresponden riesgos máximos.
Pocos temas tan misteriosos a nivel oficial. El hermetismo de los gobiernos de todas las latitudes y cualquier signo protege secretos, adelantos, pero sobre todos desastres. Las dudas sobre la cantidad y magnitud de los accidentes nucleares acaso durarán más que sus propios residuos. Los episodios conocidos son apenas aquellos que nos explotaron en la cara. Three Mile Island, Chernobyl… Fukushima.
La historia oficial registra el primer accidente en Canadá, en 1952, en el reactor de Chalk River, y otro otra vez allí en 1958. Al año siguiente, en 1959, el reactor de Simi Valley, en California, sufre una fusión parcial del núcleo. Pero la vida sigue igual hasta que en marzo de 1979 una inmensa nube tóxica eclipsa Three Mile Island.
Sin embargo aquella estampida era sólo un aviso. En la escala INES (Escala Internacional de Eventos Nucleares), alcanzaba el grado 5. Muy grave. Pero no hubo víctimas mortales. Más allá de los costos económicos en diez años de reparaciones, el sello sagrado todavía parecía gratis.
Pero en abril de 1986, Chernobyl le recordó a la humanidad con qué cosas jugaba. Doscientas toneladas de material fisible envenenaron el aire. Una cantidad equivalente a la de 100 a 500 bombas atómicas. Ciento treinta y cinco mil evacuados, y 31 muertos por causa directa, pero más de cien mil con los años, y heridos que todavía nacen. Nada más que en gastos médicos, el estado de Ucrania ya desembolsó 55 mil millones de dólares. En la escala INES el desastre alcanzaba el grado 7. Nadie podía imaginar un horror mayor. Pero llegó Fukushima, que alcanzó el grado 9, y que todavía sigue. Sin solución.
El 11 de marzo de 2011, un tsunami se llevaba puesta la central nuclear de Fukushima y al desastre general se sumaba el nuclear. Las aguas del Pacífico se mezclaban con las aguas radiactivas de las piscinas. Noventa mil personas fueron evacuadas en una sola noche. Pasado el primer espanto, otros espantos aparecieron. Fisuras, escapes, lo incontrolable. La desesperación inspiró mil tentativas.
Se levantaron muros de hormigón, de acero, y hace poco se inició la construcción de una barrera de hielo subterránea para congelar las tuberías; mientras los voluntarios son cada vez menos por mucho que se les pague. Los intentos continúan. Probar es todo lo que resta.
Sin embargo Wolfgang Weiss, presidente del Comité Científico de la ONU sobre los Efectos de la Radiación Atómica (Unscear), descarta toda esperanza: “En Fukushima sólo han hecho las mediciones necesarias para tomar decisiones. A estas mediciones yo las llamo rápidas y sucias. Las autoridades empezaron a monitorear a la población. Tienen un pequeño conjunto de individuos. Pero se evacuaron 90.000 personas que se distribuyeron por todo el país. No sabemos si tomaron yodo o si comieron vegetales por el camino. Nadie lo sabe y es difícil ahora reconstruir cada vida para entender dónde vive éste o aquel niño. Y sólo si sabemos esto podremos decir si hay riesgo o no”.
Hombres nucleares y radiactivos, todos tienen sus razones. Soluciones ninguno.
Más rápido que despacio, entre accidentes de pequeños volúmenes pero enormes consecuencias, la era amanecida en Hiroshima y Nagasaki no alcanzaba su mediodía cuando le llegó la noche. Nadie supo responder qué hacemos con la basura, y los residuos nucleares frenaron su desarrollo, y ahora condenan su suerte.
Los ambientalistas y ecologistas en general proponen cortar de raíz, cerrar todas las centrales, y olvidar ese delirio. Hablan de biomasa, de energía solar, eólica… Pero del otro lado enumeran los hasta ahora irremplazables beneficios de la medicina nuclear, sin ir más lejos.
Todos tienen razón, o un pedazo o varios. Pero la realidad científica es una sola: para resolver los problemas de los siglos 50 o 70, harían falta conocimientos y tecnología propios de ese tiempo. Los recursos presentes, en tal caso, son pasado hace mucho, y por eso de todas las salidas a la vista, ninguna es una salida. Simplemente no hay solución. Ahí el horror.
Ingeniosa, laboriosa, osada, la humanidad consiguió fusionar el átomo y se superó a sí misma, hay que decirlo. Igual que el Doctor Frankenstein, de Mary Shelley, cuando logró su bestia. Y ahora ve cómo la criatura se vuelve contra su creador.
Una metáfora que tampoco resuelve nada, pero acaso grafica la tragedia de ese laberinto techado que conduce al futuro, o a la nada.

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