sábado, 2 de agosto de 2014

El amor en tiempos del Wassap

¿Qué incidencia tiene hoy nuestra voluntad en la potencia comunicativa de las tecnologías de la información y la comunicación? ¿Cómo se virtualizan el amor, el cuerpo y los afectos?
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SUMARIO: Las partes y el todo, por Christian Ferrer / Los Dioses Griegos en Her, por Martín Santos / Cómo vivo mi relación a distancia, por Carola Corsi / ¿What’s up con el amor? Efectos y afectos de una técnica, por Mauro Greco / Like vs Abrazo, por Ana Nemirovsky / La Máquina de los Abrazos, por Verónica Cohen / La fascinación por la otra vida, por Daniel Mundo / De la geisha iki a la jovencita de Facebook, por María Florencia Marciani / Relaciones sociales en la sociedad de la pantalla, por Diego Levis
PRESENTACIÓN
Por Daniel Mundo
El dossier que presentamos aquí quisiera ser una cápsula concentrada de fantasías por medio de la cual pudiéramos vislumbrar flashes de un futuro inminente. Lo que anuncian las tecnologías de la comunicación actuales, desde los SMS hasta el Twitter, da cuenta de una mutación en la naturaleza humana de una envergadura semejante a la que vivimos, no cuando se inventó la imprenta e ingresamos en la Era Gutenberg, sino cuando el último homínido se metamorfoseó en el primer homo sapiens. Sucede algo más que un mero cambio en la naturaleza de los medios de expresión y comunicación. Si los primates bípedos hubieran podido reflexionar, posiblemente no sólo se hubieran asustado con la nueva especie en gestación —esto es lo que ocurrió cuando algunos compañeros intervinieron en la naturaleza y la transformaron en armas de ataque—, sino que hubieran resistido y rechazado cualquier cambio ontológico: era sin duda más fácil seguir andando en cuatro patas y golpearse con los puños que armar un sistema de violencia sublimada. Si aceptaron la metamorfosis se debió a la potenciación de la fuerza que acarreaba. El acoplamiento de los hombres y las mujeres con la técnica hoy por hoy parece indetenible. O en todo caso no será con argumentos morales o políticos que miran hacia el pasado como podremos neutralizar los golpes que tal hibridación trae consigo. En la visión del futuro que somos capaces de soportar, todo redunda en agigantar lo que hoy recién despunta. Confiamos, sin embargo, que la metamorfosis será matizada por la interface humana. Pero también sabemos que en un cierto momento el destino de la vida se independizará de ella, si no lo ha hecho ya.
¿Qué incidencia tiene hoy nuestra voluntad en la potencia comunicativa de las tecnologías de la información y la comunicación? Es más, ¿de qué manera esta voluntad puede torcer la función para la que fue creado el medio, el dispositivo o la aplicación, y llegar a preservar o inventar un concepto de comunicación distinto del que proponen las tecnologías de la comunicación? Si el dispositivo acepta 140 caracteres y es técnicamente imposible modificarlo la tarea consiste en ver cómo nos amoldamos mejor a él —quizás haya que escribir una novela que sea la sumatoria de miles de enunciados de 140 caracteres; o montar una película con fragmentos extraídos de youtube. Nuestra sensibilidad se adapta al formato de videoclip, al formato del WhatsApp o al que se le imponga. Supone un cambio en nosotros mismos semejante al que nos exige la lectura de un libro de Cervantes o de Garcilazo de la Vega: ellos hablan otra lengua, una lengua muerta. Así como ellos dejaban atrás una sociedad señorial en la que los caballeros se batían a duelo, nosotros estamos abandonando un mundo en el que el amor funcionaba como un pilar sólido en la cohesión social: era un contrato eterno que la voluntad humana no debía romper. Hoy descubrimos por fin el mito que suponía tal idea, y la desigualdad que imponía. Cualquier limitación o potenciación técnica de expresión termina colapsando contra nuestro imaginario amoroso y contra las relaciones afectivas que nos vinculan con los otros. La consigna de que el afecto suponía una relación no técnica o era una expresión natural de nuestro ser auténtico, como otros tantos prejuicios hermosos, defeccionó: el amor a primera vista. No es un problema de racionalización o de invasión de la corporalidad por una lógica alienante. Como sabemos, nos seguimos enamorando, seguimos sufriendo si nuestro amor no es correspondido, seguimos buscando maneras de que las cosas nos afecten de manera singular. Aunque si lo pensáramos un poco, ya no sabríamos bien qué significa amar o ser afectados por algo. O qué significará amar virtualmente. O si hay un amor que no sea virtual.
¿Cómo se virtualizan el amor, el cuerpo y los afectos? La primera obviedad que hay que descartar es la que postula que si un cuerpo se virtualiza significa que pierde su consistencia real, material, su ser cuerpo. A lo virtual mal se lo emparenta con irreal. Pero la virtualidad es una potencia del cuerpo, y una dimensión de lo real —quizás la dimensión de su representación, no porque sea lo que se representa sino porque es lo que posibilita cualquier representación, el afuera constitutivo de lo representado. La virtualidad es lo que nos hace enamorar de una persona: uno se enamora o se acuesta con la virtualidad de un cuerpo, no con una cosa de carne, sangre, sudor y huesos. La mediación simple, la mediación tal como la vivimos con los llamados mass media, pareció neutralizar la virtualidad, la virtualidad del medio y la de la realidad a la que el medio hacía referencia, como si hubiera unidimensionalizado una y otra. El multimedia y las multimediaciones elevaron la potencia del poder del medio, que ya no compite con la realidad por ver quién se queda con la hegemonía ontológica: la realidad-real o la realidad-mediática; sino que organizó una auténtica realidad paralela que mantiene con la realidad a secas múltiples puntos de interconexión. Nuestro cuerpo es uno de ellos. El aparato que concentra aplicaciones y programas de conexión, otro. Porque el yo que se expresa por el multimedia, el yo originario que se pone en contacto por su intermedio, no es el yo corporal ni el yo anímico-corporal, es el yo consciente, el yo contenido, el yo transparente para sí mismo que sabe lo que quiere y que es capaz de decirlo exactamente como debe hacerlo. En el universo postmediático los vínculos se originan con el conocimiento del texto mediático que el otro utiliza para presentarse. El yo corporal, en cambio, la presentación en persona, se convirtió en un ente premediático al que accedemos tardíamente, un medio de comunicación relegado al cofre de las maquinarias vetustas.
Hay que tener en cuenta, además, que las tecnologías que llevan a cabo esta mediación comunicativa —como cualquier otra tecnología— no son meros instrumentos que vinculan de manera neutra a sus usuarios: la herramienta transporta consigo todo un conjunto de prácticas, códigos y saberes que si bien pasan desapercibidos, organizan el mundo, inventan deseos, corroboran o superan las potencias humanas. En la línea de la aldea global, diría que las tecnologías de la información y de la comunicación amplían el radio espacial de afectividad y minimizan el tiempo de separación. Es un dato periodístico: familias divididas cuyos integrantes viven parcial o constantemente en lugares geográficamente lejanos que encuentran en la tecnología el medio de estar más o menos presentes: padres e hijos, novios y novias, familiares que por cuestiones laborales o porque de hecho se conocieron en la web viven separados, conectados permanentemente al dispositivo tecnológico para hablar, escribir, verse o encontrarse virtualmente. Como sea, esta tecnología acarrea hábitos y dinámicas de actuación propios, que pueden o no expandirse hacia otros medios. El cuerpo es el que procesa toda esta información excedente. Por ahora, sigue implosionando aquí y allá.
Hablemos de sexo
Por supuesto, entre las prácticas que estas mediaciones facilitan se encuentran el amor y el sexo. Las páginas que relacionan perfiles de “solos y solas” que ansían conocerse redundan en una misma lógica: cada uno se presenta como alguien especial y diferente, que cuando explica por qué lo es termina argumentando igual que todos los demás. El sexo virtual no remite solo a la proliferación de páginas pornográficas y su accesibilidad inmediata; incluso este camino de la sexualidad supone una práctica sexual bien distinta a lo que comúnmente entendemos por sexo, porque es un sexo en el que indefectiblemente se necesita la mediación de una pantalla para entrar en conexión con el otro y principalmente con las propias fantasías. Esto implica un arte del mostrarse, del estimularse, del excitarse muy distinto al que implica un sexo entre cuerpos materiales y olorosos. Más lúdico en un punto, pero también más solitario. Una soledad en la extrema promiscuidad.
La corporalidad virtual se da por una serie de factores. Uno ya lo nombramos, tiene que ver con el derrumbe de la familia nuclear inventada en la época moderna como engranaje para reproducir la lógica productiva del capitalismo, con roles y estereotipos muy marcados. Las relaciones afectuosas que nos eran dables vivir estaban condenadas a concretarse en el interior de ella. ¡Hasta se la representaba como el epítome del amor! La estructura familiar que viene en su reemplazo aún está definiéndose, pero lo que no cabe duda es que en ella la mujer cumplirá una función muy distinta a la que cumplía en la familiar monogámica, y por ende también los hombres, los hijos y la tecnología: ésta se va convirtiendo velozmente en uno de los dispositivos primarios de socialización, quizás el principal, que puja por sacar de escena a los padres y a la escuela. En última instancia se trata de una disputa entre medios.
Es la lógica productiva misma del capitalismo tardío la que tiene en la tecnología su plataforma de lanzamiento. La tecnología es tanto la mercancía más comercializada de las que se producen en este momento histórico —material y simbólicamente—, como también es la estructura a la que toda la producción se adecúa para organizarse y producir. Las tecnologías de la información y la comunicación consuman por un lado el dato primario de la época moderna, pues al mediatizar todos los vínculos decantan como yo auténtico al sujeto consciente, dueño de sus actos y sus palabras, que comunica desde el otro lado de la pantalla del modo más claro y cartesiano posible. Esta coronación del yo abstracto como Sujeto de la Técnica no implica que estas tecnologías sean indiferentes a la dimensión sensible del yo, esa dimensión caracterizada por la proximidad y el contacto; más bien convirtieron a la sensibilidad y a la afectividad del consumidor en el objetivo a producir y gestionar. En primera instancia de modo chapucero y represivo, conteniendo su despliegue, minimizando su capacidad de instituir sentido; luego, de manera cada vez más sofisticada, incorporándola como un valor a cuidar: el capitalismo de los padres comprensivos en el que el contacto humano y la proximidad corporal se viven predominantemente por intermedio de una pantalla.
¿Por qué ocurre esto? Por decenas de motivos y determinaciones, desde la transformación de los espacios comunes hasta su desaparición, en algunos casos; por la facilidad de instalación de estos apósitos de comunicación que se amoldan rápidamente a las exigencias de la vida diaria; por la inmediatez y la velocidad a la que tienden las relaciones intersubjetivas; por la precariedad y la contingencia de cualquier vínculo; porque de alguna manera ya no vivimos en un capitalismo expansivo, en el que el capital conquistaba mercados y convencía a poblaciones enteras con sus productos (pareciera que ya no quedan espacios ni personas a colonizar): vivimos en un capitalismo intensivo en el que al cliente/usuario ya no se lo quiere seducir o convencer, se lo quiere implicar, se lo quiere comprometer con la marca, que titila como su forma de vida deseable. Ni la familia ni la religión ni el Estado tienen ahora la función de socializar a sus infantes, lo hace el mercado y en particular por medio de los multimedios híperactivos. Se trata de convertir la totalidad de las experiencias personales y de los vínculos afectivos en textos mediados por diversos mecanismos de procesamiento, desde vendedores de ofertas imperdibles hasta aplicaciones infalibles de comunicación. Pero esta mediación no supone impersonalidad, racionalización, desafectación, como podía ocurrir en la era de los medios masivos; la lógica empresarial que lleva a cabo esta tarea hoy no rechaza el afecto, más bien lo procesa y lo estimula, a su manera: en marcos fuertemente estandarizados de presentación, identificación, interpretación, filiación y valoración. El afecto sentido está tan prediseñado como el comportamiento interpersonal y la interacción con otros. Pues el valor productivo de una persona no se basa ahora en su fuerza de trabajo o en su capacidad de gasto, o no sólo se basa en ellos; se basa en su condición de propietario de una vida que desea socializarse, que busca ansiosamente empatía y afecto verdadero. En última instancia, lo que se llama capitalismo emocional produce antes que nada estados de ánimo que se viven como únicos, propios, singulares, y que van del desasosiego hasta la exaltación, y que son fabricados y distribuidos en masa. Esta especie de ignorancia sobre nuestra propia sensibilidad y gusto —que se vive como si conociéramos minuciosamente lo que nos gusta y lo que nos disgusta— sucede porque todavía imaginamos que nuestra corporalidad, nuestra afectividad, nuestras emociones, nuestro estado anímico representan impulsos instintivos y naturales intocados por la cultura y las políticas de gestión. Lo mismo sucede con el sexo: se lo imagina como la acción natural y pulsional irrumpiendo en el medio del orden social, cuando es el resultado de ese orden. Es el imperativo de la felicidad y el disfrute lo que fabrica frustración y resentimiento.
Todavía contamos con la opción surrealista del amor loco, esa “enfermedad” que para Freud hay que superar lo más rápido posible, cuando todo está aún por descubrirse y lo que se va conociendo lo reconfigura a uno: nuestra virtualidad empatizando con la virtualidad del otro. Es el instante en que uno se olvida que todo conocimiento y todo descubrimiento dependen de una perspectiva, y que lo que uno descubre del otro supone siempre otra cara que se oculta, que un gesto que se ve implica otro invisible y que una palabra que se escucha, decenas de otras que no se oyen. En la relación amorosa esta verdad de Perogrullo aparece en toda su radicalidad salvaje, porque muchas veces no logramos convencernos de que esto que amamos hoy es lo mismo de lo que nos habíamos enamorado ayer. Se termina ignorando quién es el otro, y también quién es uno. Antes, esta ignorancia se “solucionaba” con obligaciones: el amor suponía un compromiso para toda la vida, un compromiso que el hombre vivía de cierta manera y la mujer vivía de otra, e “ignorancias” de lo que ocurría alrededor de esas obligaciones. La familia burguesa funcionaba bajo está lógica.[1] El último censo realizado en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires vomita otros datos: en más del 60 % de los hogares porteños viven tan sólo una o dos personas, y casi el 40 % de las mujeres no tienen hijos. Son profesionales. Son independientes. Salieron al mundo.
Encuentros en la web
Al mismo tiempo ese mundo se achicó. Los lugares públicos a la vieja usanza o desaparecieron o se convirtieron en espacios privados y cercados: la tanguería, el boliche, el trabajo, la institución educativa, la militancia. Los parques, las plazas, la rutina del barrio, en cambio, se metamorfosearon en peloteros multicolores —salvo que se tenga un perro y se lo pasee todos los días al mismo horario. O en páginas de citas. Es cierto que todavía queda un resabio de resquemor cuando un amigo confiesa que conoció a su pareja por medio de estas páginas, o por alguna aplicación que detecta perfiles compatibles a cinco kilómetros a la redonda. Como si esta mediación tecnocomunicativa enturbiara un vínculo que de otro modo sería más puro. Cuanto menos mediación tecnológica, más naturaleza. Todavía funciona esta fórmula.
Hace no muchos años, cuando recién aparecieron las páginas y los blogs, el gran tema de debate consistía en la fractura de la identidad, en la multiplicación de yoes que la virtualidad propiciaba, en el engaño por medio del cual el lobo se disfrazaba de caperucita virtual y atacaba a la víctima inocente —de vez en cuando todavía aparecen noticias de niñas indefensas citadas por medio de Internet. Por un lado, la contranoticia constata que seguimos deseando el face to face, el contacto corporal, el conocer realmente al otro en persona de carne y hueso. Por otro lado, las redes sociales hegemónicas, Facebook en primer lugar —posiblemente la red social virtual más exitosa a comienzos de la segunda década del siglo XXI—, revirtieron esta paranoia: no hay manera de zafar del yo, el yo y solo el yo puede “compartir”, “subir”, “votar”, “gustar” o vincularse. De hecho, según encuestas especializadas, el primer uso que la gente hace de Facebook consiste en rastrear los paraderos de personas que dejaron de verse hace años (compañeros de la escuela primaria, para ser más específicos), y que, o por casualidad o persiguiendo algún tipo de interés, se reencuentran en la web. Se busca, en primer lugar, lo conocido y perdido. La reafirmación de la identidad.
Necesitamos pilares que corroboren nuestra identidad, un documento que avale nuestra memoria, presencias que materialicen los fantasmas de nuestro pasado. ¿Cómo puede ser que nos hayamos olvidado de toda nuestra infancia? Seguimos imaginando nuestro sexo relacionado con nuestra corporalidad de siempre. También nuestro afecto y amor. Pero el sexo, el amor y el afecto cambiaron de sentido con el paso de un medio a un multimedio. Tal vez Crash o Tetsuo pertenezcan aún al reino de la ciencia ficción, algo anuncian, igual: el pene como un taladro, el auto y el choque como fuentes primarias de placer. ¿No hablaba acaso Foucault de una desexualización del placer? Basta pensar qué ocurre cuando vibra el teléfono celular justo en el instante en que uno está cogiendo: hay tres opciones: se es capaz de suspender el acto sexual y chequear la llamada o el SMS; se puede seguir cogiendo y al mismo tiempo chequear la llamada o el SMS; o podemos abalanzarnos sobre el aparato ni bien terminamos. Sea como sea, lo que no cabe duda es que el timbre del teléfono o de cualquiera de las “últimas” aplicaciones transforma la experiencia, incluso las más íntimas. O principalmente éstas. ¿Cómo cenar con alguien que apoya su aparato multimedial sobre la mesa? No hay comida o entorno romántico que revierta ese hecho.
Apareció el prejuicio. ¿Por qué debería molestarnos que alguien se ría de lo que acaba de leer en su aparato, y que nada tiene que ver con lo que venía charlando en persona? ¿Qué miedo incontrolable nos perturba que no nos deja aceptar que el otro esté en más de un lugar a la vez y mantenga n cantidad de vínculos al mismo tiempo que conversa con nosotros? ¿Qué sueño de exclusividad perseguimos? Entre las muchas respuestas que podríamos invocar, me inclino por creer que esto sucede porque no aceptamos, porque no nos atrevemos a aceptar que el amor es un invento con una fecha de fabricación y otra fecha de caducidad. La charla a media luz no dejó de ser un objetivo a conquistar, pero ya advertimos que la tragedia de Romeo y Julieta —paradigma de la relación amorosa moderna— es un engaño, que Romeo era un idiota que comenzó a perseguir a Julieta porque lo había despachado antes otra mujer, y que Julieta nunca conoció a Romeo casi de ninguna manera. He aquí la tragedia del amor moderno, pasión, idiotez y suicidio. El amor mutó su significado: antes era desenfreno y paciencia, cuidado, perseverancia y algo así como fidelidad; hoy, sexo express con cama afuera, citas eventuales, intercambio de fotos retratando las vacaciones de cada uno. ¿Qué nos obliga a despertarnos todos los días de nuestra vida con otra persona que se levanta de malhumor y con olores insufribles? ¿Qué función cumplen los celos en una relación amorosa? ¿Son sostenibles todavía?
Es mentira, también, que las tecnologías de la comunicación actuales tengan solo una función espuria de impedirnos conocer al auténtico amor de nuestras vidas. Uno tranquilamente puede enamorarse como nos enamorábamos antes de alguien que conoce virtualmente. Por otro lado, el WhatsApp puede servir perfectamente como un medio eficaz por el que concretar una discusión que de otro modo termina a los gritos o en llanto. Es un avance civilizatorio en las formas de saldar las discusiones matrimoniales. Uno puede enamorarse de la voz de la telefonista tanto como de un “perfil” que se dibuja en la pantalla. La naturaleza humana es plástica, se adapta con facilidad a los cambios de su medio ambiente. Y hoy uno de los medios ambientes en los que vivimos se desenvuelve en la red. Adáptate o perecerás.
Una mirada posible
Los ensayos aquí reunidos tratan de pensar estas alternativas. Ningún destino está escrito, depende de decisiones existenciales y políticas. La cuestión consistirá en adivinar si estas decisiones ya no se tomaron. Los ensayos de Christian Ferrer, Diego Levis, Verónica Cohen, Mauro Greco y el mío, así lo sugieren. El de Martín Santos presenta el marco político empresarial que respalda esas decisiones (le agradezco la imagen de Bansky que puntúa el dossier). El trabajo de María Florencia Marciani narra la doble faz del Jano multimedial, solo que tiene que retroceder cientos de años e irse hasta el extremo Oriente para vislumbrar la luz. Los ensayos de Caro Cossi y Ana Nemirovsky, de lejos las autoras más jóvenes del dossier, piensan la relación mediada, pero porque la sufren: si critican los vínculos que se entablan por medio de los actuales dispositivos y aplicaciones tecnocomunicacionales, lo hacen sin dejar se aceptarlos como una opción real y efectiva en el nuevo orden afectivo. El vídeo que acompaña al dossier lo aportó Ariel Idez. Ana Centeno y Mariela Genovesi trabajaron de manera incansable aportando ideas y textos, mi eterno agradecimiento.

[1] Podríamos considerar la legalización del divorcio como el derrumbe del último eslabón de eternidad que aún sobrevivía: ni la religión ni el Estado son capaces ahora de prometer la sobrevivida de un vínculo radicalmente precario y contingente. Depende de la paciencia y del saber de los seres humanos.

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