martes, 8 de julio de 2014

Encierros de Pamplona: pero ¿qué hago yo aquí?

Correr delante de los toros en San Fermín es imposible de explicar con parámetros lógicos.

Por Borja Hermosa

La idea de saltar una valla para correr delante de seis toros bravos que pueden liquidarte en cualquier momento no es explicable a partir de parámetros lógicos, así que hemos de archivarla definitivamente en los territorios que cabalgan entre el acto surrealista, la inconsciencia de vocación suicida y la necesidad adrenalínico-irremediable de probarte, de probar la vida, de probar la muerte. Sospecho que algo parecido a eso esgrimen los psiquiatras desde sus divanes. Desde luego, es lo que argumentan los corredores desde sus emociones y sus miedos.

A las ocho de la mañana repican las campanas de la iglesia de San Cernin y repican las agujas invisibles bajo los pies y las almas de cada corredor del encierro. Retumba el primer cohete: la manada está en las calles. ¿Por qué estoy yo aquí? La boca seca, las ganas de decir hola sin parar a todo bicho viviente, lo conozcas o no, el tic irremediable de anudar y reanudar el reanudado de los cordones de las zapatillas, la noria de la locura, ¿por qué estaré aquí si no tengo saliva que tragar?, una suerte de hermandad invisible con los otros corredores, el sudor en las manos, el sol de julio asomando entre los tejados de Pamplona, la imagen tan lejana y deseada de verte en una terraza de la Plaza del Castillo o en la calle Mañueta desayunando un chocolate con churros.

Pero estás ahí.

Si has elegido la Cuesta de Santo Domingo los tienes bien puestos. Los ojos, queremos decir: puestos exactamente en el punto en el que crees que vas a empezar a correr. No esperes a tener la manada encima para arrancar. Ni siquiera a 10 o 12 metros. Toma como referencia una distancia de algo que creas que se parece a unos 20 o 25 metros, salta al medio de la calle y corre, corre, corre. Corre mirando hacia atrás sin parar, miradas cortas, de décimas de segundo, para evitar que el grupo te gane el terreno antes de tiempo y (en el mejor de los casos) no te enteres de la misa la media o (en el peor) te cace sin solución de continuidad. Alterna esas miradas con miradas hacia adelante, sin parar también, para evitar tropezar con otro mozo. La masificación es tan peligrosa como los toros. Vamos, procura tener cuatro ojos en lugar de dos. ¿Complicado? No haber venido.

La manada subiendo por Santo Domingo, derrotando hacia los primeros corredores pegados a los muros, es el toro bravo en su máximo esplendor. También en su estado máximo de pavor, téngase en cuenta que anteayer pisaba la hierba serena de la dehesa y hoy pisa el adoquín duro y desconocido. Animales de más de 600 kilos remontan estos 280 metros de 6% de desnivel como almas que lleva el diablo, su anatomía se lo permite, y en cosa de 20 segundos pisan ya la Plaza del Ayuntamiento. Aquí fue empitonado, el 13 de julio de 1995, Matthew Peter Tassio, 22 años, el primer estadounidense muerto en un encierro. A Tassio, que había conocido Pamplona dos días antes y el encierro esa misma mañana, nadie le transmitió, por desgracia, una de las reglas de oro del encierro. Si te caes, quédate tumbado, boca abajo, besa el suelo, protege tu cabeza con tus manos y antebrazos y reza a San Fermín, si es que eres de rezar, y si no, también. Tassio cayó y trató de levantarse. Para cuando se quiso dar cuenta tenía encima los pitones de Castellano, una fiera de la ganadería de Torrestrella. En total han sido 15 las muertes infligidas por los toros en los encierros de Pamplona desde 1922, año que se considera como el inicio de la Edad moderna del encierro y desde el que se mantiene invariable el recorrido de 848,6 metros: desde los corrales de San Domingo hasta los toriles de la plaza de Pamplona.

Entre el final de la Cuesta de Santo Domingo y el inicio del tramo de Mercaderes los mozos corren unos 80 metros en diagonal: es la zona más ancha del recorrido. Tras una leve curva a la izquierda, la manada, que a menudo ya ha comenzado a romperse, enfila por Mercaderes hacia uno de los puntos más espectaculares y peligrosos del encierro: la curva que separa Mercaderes de la calle Estafeta. Prácticamente un ángulo recto.

Ahí, bajo los objetivos de fotógrafos de medio mundo (entre ellos el extraordinario Jim Hollander, el estadounidense que se pasó 30 años fotografiando los encierros para la agencia Reuters y para otros medios y muy probablemente el periodista gráfico extranjero que mejor conoce esta curva, esta ciudad y estas fiestas) los toros chocan contra el vallado y acometen la autopista de la Estafeta. Aviso a navegantes primerizos: cuidado con tomar la curva por la parte exterior, a no ser que tengas vocación de sándwich. Alerta roja. Siempre la curva corta, o por el medio de la calle.

La Estafeta son 305 metros de línea recta con una leve pendiente. Cada uno de los 2.000 o 3.000 mozos del encierro (depende de los días, aunque la masificación es ya preocupante en cualquiera de ellos) tiene su lugar favorito para arrancar, pero un punto especialmente fascinante es el que se sitúa en algún lugar entre 20 o 30 metros después de que los toros hayan girado hacia Estafeta: tras haberse frenado en la curva —aunque cada vez menos: desde la supresión de las aceras y la sustitución de los adoquines por losetas en 1998, además del uso de productos antideslizantes en el suelo, los morlacos negocian cada vez mejor la curva— los animales están reanudando la fuerza de su trote poderoso. Es un punto y un momento mágico para correr el encierro de Pamplona.

Tu referencia antes de echar a correr será —deberás saltar sin descanso para tenerla clara y no perderla— un montón de astas blancas dando tumbos. El pavor primero, y el estrés por buscar tu hueco a codazos después, no impedirán que tus sentidos te transmitan el runrún del encierro: el ruido de 56 pezuñas (seis toros bravos y ocho cabestros acompañantes) chasqueando el suelo de Pamplona machacona, obsesivamente, chas, chas, chas, chas, chas, chas. El rugido y los chillidos de pánico de la gente instalada en los balcones (pagados por algunos visitantes a precio de oro para ver el encierro). Y el olor. El olor a toro. El inconfundible, acre, intenso olor a toro.

El 'pero ¿qué hago yo aquí?' de los momentos previos ha venido a quedar disuelto en la feroz inmediatez de un no pensar en nada, solo mirar, empujar, pisar, correr, saltar, esquivar, gritar, rectificar si es preciso, caer, levantarse, y saber salir, echarse a un lado de la calle con rapidez y solidaridad para no entorpecer al que viene detrás.

Estafeta remata en una pronunciada curva hacia la izquierda. Es el tramo de Telefónica, siempre atestado de gente y con una altísima densidad de patas por metro cuadrado (los patas son esos que nadie sabe qué hacen en el trazado del encierro, que no corren, que están ahí para mirar, para sacar fotos o vídeos, o para citar o tocar al toro, o sea, los dos actos más proscritos del encierro de Pamplona). Son apenas unos 60 metros, y una peligrosísima antesala al callejón de entrada a la plaza. Abstenerse idiotas de vocación aventurera o mamarrachos con ambiciones de subir a Facebook, YouTube o Twitter sus hazañas con el móvil.

El callejón es el lugar donde más incidentes se han producido en la historia de los encierros. Son unos pocos metros sin escapatoria para el corredor en caso de encuentro indeseado con el morlaco. Aquí, más de 20 montones humanos se han formado en la historia del encierro. Especialmente trágico fue el del 8 de julio de 1977, con un muerto por asfixia (o por pisotón de uno de los toros, nunca quedó del todo claro), el joven pamplonés de 17 años José Joaquín Esparza. También en el callejón fue corneado de forma dramática hasta en seis ocasiones en 2004 el guipuzcoano Julen Madina, uno de los corredores con más horas de vuelo entre la gran familia de los encierros.

Y el encierro llega por fin a la Plaza de Toros de Pamplona. Si has llegado aquí, ábrete en abanico a derecha o izquierda en cuanto pises la arena. Jamás sigas corriendo hacia el centro del ruedo.

Tu encierro ya es Historia. Recuperas, poco a poco, saliva que tragar. Te sientas en el suelo. Piensas. Recuerdas. Y no olvidas. Nunca.

No te preguntes por qué. No servirá de nada. Tampoco en el caso de que hagas surf entre tiburones blancos o practiques paracaidismo. O si pasas tus tardes entre los gorilas de Ruanda. O husmeando el rastro del tigre de bengala.

Los toros corriendo por las calles de Pamplona. Y tú delante de ellos.

Seguiremos leyendo a Freud.


Fuente: 07/07/14 El País


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