domingo, 6 de abril de 2014

RAYMOND WILLIAMS II

Masa y masas:
Hoy usamos habitualmente la idea de “las masas” y las ideas correspondientes de “civilizaciones de masas”, “democracia de masas”, “comunicaciones masiva” y otras. Aquí se encuentra, creo, una cuestión central y muy ardua que es necesario revisar más que ninguna otra.
Masas fue una nueva palabra para designar al populacho, y es muy significativa. Parece probable que tres tendencias sociales se unieran para confirmar su significado. En primer lugar se produjo la concentración demográfica en las ciudades industriales, un apiñamiento físico de personas que el gran aumento de la población total acentuó y que prosiguió con la urbanización constante. Segundo, tenemos la concentración de trabajadores en las fábricas: otra vez un apiñamiento físico, que la producción maquinista hizo necesario; también un apiñamiento social, en las relaciones laborales indispensables debido al desarrollo de la producción colectiva en gran escala. Tercero, el desarrollo correspondiente de una clase obrera organizada y en proceso de auto organización: un apiñamiento social y político. Las masas, en la práctica, han sido cualquiera de estos agregados específicos, y como las tendencias  se relacionaron entre sí, fue posible usar el término con cierta unidad. Luego surgieron las ideas derivadas sobre la base de cada tendencia: de la urbanización, la reunión masiva; de la fábrica, en parte en relación con los obreros pero sobre todo con las cosas fabricadas, las producción masiva, de la clase obrera, la acción de masas. No obstante, “masas” era una nueva palabra para denominar al populacho, y las características tradicionales de éste se mantuvieron en su significación: credulidad, inconstancia, prejuicio de rebaño, bajezas en los gustos y las costumbres. De acuerdo con estas pruebas, las masas constituían una amenaza perpetua a la cultura. El pensamiento de masas, la sugestión de masas y el prejuicio de masas amenazarían hundir el pensamiento y el sentimiento individual temperados. Aun la democracia, que gozaba de una reputación clásica y liberal, perdería su sabor al convertirse en una democracia de masas.
Ahora bien, la democracia de masas – para tomar el último ejemplo – puede ser una observación o un prejuicio; a veces, en rigor, en ambas cosas. Como observación, la expresión alerta sobre ciertos problemas de una sociedad democrática moderna que sus primeros partidarios no podían prever- la existencia de medios masivos de comunicación inmensamente poderosos está en el núcleo de dichos problemas, puesto a través de ellos la opinión pública se moldea y dirige de manera señalada, a menudo por medios cuestionables y a menudo con fines cuestionables. Analizaré esta cuestión separadamente, en relación con los nuevos medios de comunicación.
Pero la expresión democracia de masas también es, evidentemente, un prejuicio. La democracia, tal como la hemos interpretado en Inglaterra, es el gobierno de la mayoría. Los medios para alcanzarlo, en la representación y la libertad de expresión, gozan de la aceptación general. Pero si creemos en la existencia de las masas, el gobierno de las mayoría será, con el sufragio universal, el gobierno de las masas. Además, si éstas son esa esencia el populacho, la democracia será el gobierno del populacho. Es dudoso que se trate la consecuencia, de un buen gobierno o una sociedad; será, antes bien, el imperio de la bajeza o la mediocridad. En este punto, que algunos pensadores considera obviamente muy satisfactorio alcanzar, es necesario volver a preguntar: ¿Quiénes son las masas? En la práctica, en nuestra sociedad y nuestro contexto, apenas pueden ser otra cosa que el pueblo trabajador. Pero si es así, resulta claro que lo que está en cuestión no es sólo la credulidad, la inconstancia, el prejuicio de rebaño o la bajeza de gustos y costumbres. Según el expediente abierto, se trata también de la intención confesa de los trabajadores de modificar la sociedad, en muchos de sus aspectos, de una manera que aquellos a quienes antaño se limitaban los derechos políticos desaprueban profundamente. Cuando reflexiono sobre esto, me parece que lo cuestionado no es la democracia de masas, sino la democracia. Si puede lograrse una mayoría a favor de los cambios, queda satisfecho el criterio democrático. Pero si uno los desaprueba, puede, al parecer, evitar la oposición abierta a la democracia como tal inventando una nueva categoría, la democracia de masas, que no es en absoluto algo tan bueno. El opuesto oculto es la democracia de clase, en la que la democracia caracterizará simplemente los procesos mediante los cuales una clase dominante encauza su tarea de gobernar. Sin embargo, la democracia, tal como se la interpretó en Inglaterra durante el siglo, no significa eso. Así, es el cambio llega a un punto en que representa un grave prejuicio y es inaceptable, o bien debe negarse la democracia o hay que buscar refugio en un nuevo término oprobioso. Resulta claro que esta confusión de la cuestión es intolerable. Masas = mayoría no puede equipararse con desparpajo a masas = populacho.
Aquí surge una dificultad con todo el concepto de masas, y es urgente que devolvemos los significados a la experiencia. Nuestra concepción publica normal de una persona, por ejemplo, es “el hombre de la calle”. Pero nadie estima ser únicamente el hombre de la calle; todos sabemos mucho más cerca de nosotros mismos. El hombre de la calle es una imagen colectiva, pero en todo momento conocemos lo que nos diferencia de él. Lo mismo ocurre con “el publico”, que nos incluye pero que pese a ello no es igual a nosotros. Aunque un poco más complicado, pasa algo similar con “masas”. No pienso en mis parientes, amigos, vecinos, colegas y conocidos como masas; ninguno de nosotros puede hacerlo, y no lo hace. Las masas son siempre los otros, aquellos a quienes no conocemos ni podemos conocer. Hoy, sin embargo, en una sociedad como la nuestra, vemos habitualmente a esos otros, en la multitud de sus variaciones, físicamente, estamos a su lado. Están aquí, y nosotros estamos con ellos. Y el hecho de que estemos con ellos es, por supuesto, el quid de la cuestión. Para otras personas, nosotros también somos masas. Las masas son la otra gente.
En realidad, no hay masas; solo hay formas de ver a la gente como tales. En una sociedad industrial urbana, esas maneras de ver tienen muchas oportunidades. Las cuestión no es reiterar las condiciones objetivas sino considerar, personal y colectivamente, qué hicieron ellas con nuestro pensamiento. El hecho es, con seguridad, que una manera de ver a otra gente que se ha convertido en características de una sociedad como la nuestra se aprovechó con fines de explotación política o cultural. Lo que vemos, neutralmente, son otras personas, muchas otras personas desconocidas para nosotros. En la práctica, las masificamos e interpretamos de acuerdo con alguna fórmula conveniente. En sus propios términos, esa fórmula será válida. No obstante, nuestra verdadera tarea consiste en examinar la formula, no la masa. Para hacerlo, tal vez nos ayude recordar que nosotros mismos somos constantemente masificados por otros. En la medida en que consideremos que la fórmula es inadecuada para nosotros, tal vez deseemos extender a otros la cortesía de reconocer lo desconocido.

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