martes, 29 de abril de 2014

Viento en una ciudad Por Italo Calvino (1983-1985)



Algo, pero no comprendo qué. Un andar de gentes por las calles chatas como si subieran o bajaran, un moverse de labios y de narices como branquias de peces, después casas y puertas que huían y las esquinas más agudas de las calles. Era el viento: después lo comprendí.
Turín es una ciudad sin viento. Las calles son canales de aire quieto que se pierden en el infinito como un ulular de sirena: aire quieto, vítreo de hielo o suave de bochorno, movido sólo por los tranvías al tomar las curvas. Durante meses me olvido de que el viento existe; de él sólo me queda una necesidad indefinida.
Pero basta que un día desde el fondo de una avenida una ráfaga se levante y venga a mi encuentro para que recuerde mi pueblo sembrado de viento a la orilla del mar, con casas una arriba otra abajo, y en medio el viento que sube y baja, y calles de guijarros, en gradas, y desgarrones de cielo azul y ventoso sobre los callejones. Y mi casa con las persianas que se golpean, las palmeras irguiéndose en las ventanas, y la voz de mi padre gritando en lo alto de la colina.
Así soy yo, hombre de viento que necesita para andar arrancones y tropiezos, y para hablar ponerse a gritar de pronto, mordiendo el aire. Cuando el viento nace en la ciudad y se propaga de un barrio a otro en lenguas de un incendio incoloro, la ciudad se abre a mis ojos como un libro, me parece reconocer a todos los que pasan, quisiera gritar «¡eh!» a las muchachas, a los ciclistas, ponerme a pensar en voz alta, gesticulando.
No sé estar en casa. Vivo en una habitación alquilada en un quinto piso; debajo de mi ventana zangolotean los tranvías noche y día por la calle angosta, como si atravesaran el cuarto a tirones; de noche los trenes lejanos lanzan gritos como de búho. La hija de la patrona es una empleada gorda e histérica: un día rompió un plato de guisantes en el pasillo y se encerró en su cuarto gritando.
El excusado da sobre el patio; está en el fondo de un pasillo estrecho, casi una gruta, con las paredes verdes de moho, húmedas: tal vez se formen estalactitas. Del otro lado de la reja el patio es uno de esos patios turineses presos en una pátina de deterioro, con barandillas de hierro en los balcones donde uno no puede apoyarse sin mancharse de herrumbre. Los cuartuchos de los retretes, uno sobre otro, forman como una torre: retretes con las paredes suaves de moho, de fondo cenagoso.
Y pienso en mi casa alta sobre el mar entre las palmeras, mi casa tan diferente de todas las otras casas. Y la primera diferencia que me vuelve a la memoria es la cantidad de servicios que había, servicios de todo tipo: en cuartos de baño centelleantes de baldosas blancas, en cuchitriles semioscuros, retretes a la turca, antiguos water–closet con la taza historiada de frisos azules.
Pensando en eso iba por la ciudad husmeando el viento. Y de pronto veo a una chica que conozco: Ada Ida.
–Estoy contento: el viento –le digo.
–A mí me pone nerviosa –contesta–. Acompáñame un poco: hasta allí.
Ada Ida es una de esas chicas que te encuentran y en seguida empiezan a contarte su vida, lo que piensan, aunque apenas te conozcan: chicas sin secretos para los demás que no sean secretos también para ellas; y hallan palabras aun para estos secretos, palabras de todos los días, que brotan sin esfuerzo, como si sus ideas nacieran ya entretejidas totalmente de palabras.
–A mí el viento me pone nerviosa –dice–. Me encierro en casa y hago volar los zapatos y doy vueltas descalza por las habitaciones. Después cojo una botella de whisky que me regaló un americano y bebo. Nunca he conseguido emborracharme sola. En cierto momento me echo a llorar y desisto. Hace una semana que doy vueltas y no consigo encontrar trabajo.
No sé cómo hace Ada Ida, cómo hacen todos los otros, mujeres y hombres que entran en confianza con todos, que encuentran algo que decir a todos, que se meten en las cosas de los otros y hacen que los otros se metan en las de ellos. Digo:
–Estoy en un cuarto del quinto piso con tranvías como búhos en la noche. El excusado está verde de moho, con musgos y estalactitas, y una niebla de invierno como la que hay sobre las ciénagas. Creo que el carácter de las gentes viene también del retrete en el que están obligados a encerrarse cada día. Uno vuelve de la oficina a casa y encuentra el retrete verde de moho, cenagoso: entonces rompe un plato de guisantes en el pasillo y se encierra en su cuarto gritando.
Lo que he dicho no está claro. No es exactamente como lo había pensado, segurarmente Ada Ida no lo entenderá, pero en mi caso para convertirse en palabras pronunciadas las ideas deben atravesar un hueco vacío de donde salen falseadas.
–Yo limpio todos los días el retrete más que toda la casa –dice ella–, lavo el suelo, lo lustro todo. En el ventanuco pongo cada semana una cortinita limpia, blanca, con bordados, y todos los años hago pintar las paredes. Me parece que si un día dejara de limpiar, sería una mala señal y me dejaría hundir cada vez más en la desesperación. Es un cuartito oscuro el de mi casa, pero lo tengo como si fuera una iglesia. Quién sabe cómo será el del patrón de la Fiat. Ven, acompáñame un poco hasta el tranvía.
Lo maravilloso de Ada es que acepta todo lo que le dices. No se asombra de nada, cualquier frase que empieces la sigue como si a ella se le hubiese ocurrido. Y quiere que la acompañe hasta el tranvía.
–Bueno, te acompaño –digo–. Entonces, el patrón de la Fiat se había hecho construir como excusado un salón con columnas y cortinajes y alfombras y acuarios en las paredes. Y grandes espejos todos alrededor que reflejaban mil veces su imagen. Y el retrete tenía brazos y respaldo, alto como un trono; también tenía baldaquín. Y la cadena del agua hacía sonar un carillón suavísimo. Pero el patrón de la Fiat no podía ir de cuerpo. Se sentía intimidado en medio de aquellas alfombras y aquellos acuarios. Los espejos reflejaban mil veces su imagen sentado en el retrete alto como un trono. Y el patrón de la Fiat echaba de menos el excusado de su casa de la infancia, con serrín en el suelo y hojas de periódico ensartadas en un clavo. Así se murió: de infección intestinal al cabo de meses de no ir de cuerpo.
–Así se murió –asiente Ada Ida–. Exactamente así se murió. ¿No sabes otras historias como ésta? Aquí viene mi tranvía. Sube conmigo y cuéntame otra.
–¿Al tranvía y adónde más?
–Al tranvía. ¿No te gusta?
Subimos al tranvía.
–Historias no puedo contarte –digo– porque tengo el hueco. Hay un precipicio vacío entre todos los demás yo. Muevo los brazos dentro de él pero no atrapo nada, lanzo gritos pero nadie los oye: es el vacío absoluto.
–En esos casos yo canto –dice Ada Ida–, canto mentalmente. Cuando en cierto momento al hablar con alguien me doy cuenta de que no puedo seguir adelante, como si hubiera llegado a la orilla de un río, y que los pensamientos corren a esconderse, me pongo a cantar mentalmente las últimas palabras dichas u oídas, con una melodía cualquiera. Y las otras palabras que me pasen por las mientes, siempre con esa melodía, son las palabras de mis pensamientos. Y así las digo.
–Muéstrame a ver.
–Y así las digo. Como una vez que un tipo me abordó en la calle creyéndome una de ésas.
–Pero no estás cantando.
–Canto mentalmente, después traduzco. Si no, no entenderías. Igual que esa vez con el hombre aquel. Terminé por contarle que hacía tres años que no comía caramelos. Me compró una bolsita. Entonces no supe realmente qué decirle. Tartamudeé algo y me escapé con la bolsita.
–En cambio yo no conseguiré decir nunca nada, hablando –digo–, por eso escribo.
–Haz como los mendigos –me dice Ada Ida, señalándome uno en una parada.
Turín está llena de mendigos como una ciudad santa de la India. También los mendigos tienen sus modas para pedir limosna: empieza uno y después todos lo copian. Desde hace un tiempo es costumbre de muchos mendigos escribir en el pavimento su historia en letras mayúsculas, con trozos de tizas de colores: es un buen sistema porque la gente empieza a leer por curiosidad y después está obligada a arrojar unas liras.
–Sí –digo, tal vez yo también tendría que escribir mi historia con tiza en la acera y sentarme al lado para oír lo que dice la gente. Por lo menos nos miraremos un poco a la cara. Pero quizá nadie se fijará y la borrarán pisoteándola.
–¿Qué escribirías en la acera, si fueras un mendigo? –pregunta Ada Ida.
–Escribiria todo con letras de imprenta: «Soy de esos que escriben porque no consiguen hablar; disculpadme, ciudadanos. Una vez un diario publicó algo que yo habia escrito. Es un diario que sale a primera hora de la mañana; lo compran por lo general los obreros cuando van a trabajar. Aquella mañana subí temprano al tranvía y vi gente que leía lo que yo había escrito, yo les miraba las caras tratando de saber en qué línea tenían puestos los ojos. En todo lo que se escribe hay siempre algo de lo cual uno se arrepiente, por temor de ser mal entendido o por vergüenza. Y en el tranvía aquella mañana yo iba espiando la cara de los hombres hasta que llegaban a ese punto y entonces hubiera querido decir: "Escuche, tal vez no me he explicado bien, y lo que quería decir...", pero seguía callado y me ruborizaba».
Entretanto bajamos en una parada y Ada Ida espera que venga otro tranvía. Yo ya no sé qué tranvía tengo que tomar y espero con ella.
–Yo escribiría así –dice Ada Ida–, con tizas azules y amarillas: «Señores, hay personas para quienes el placer más grande es hacer que les orinen encima. D'Annunzio era una de ellas, dicen. Yo lo creo. Tendrían ustedes que pensar en eso todos los días, y pensar que somos todos de la misma raza y darse menos aires. Y además: mi tía tuvo un hijo con cuerpo de gato. Deberían ustedes pensar que suceden cosas como éstas, no olvidarlo nunca. Y que en Turín hay hombres que duermen en las aceras, sobre las rejillas de los sótanos calientes. Yo los he visto. En todas estas cosas deberían pensar ustedes, todas las noches, en vez de rezar. Y tenerlas bien presentes durante el día. Tendrían menos esquemas en la cabeza y menos hipocresía». Escribiría eso. Sube también a este tranvía, acompáñame, sé bueno.
Yo seguía subiendo a tranvías con Ada Ida, quién sabe por qué. El tranvía iba por una larga avenida de los barrios pobres. La gente en el tranvía era gris y arrugada, toda amasada como con el mismo polvo.
Ada Ida tiene la manía de hacer observaciones:
–Mira el tic nervioso que tiene ese hombre. Mira cómo se ha empolvado esa vieja.
A mí todo me daba pena y quería que terminara.
–¿Y qué? ¿Y qué? –decía–. Todo lo que es real es racional. –Pero en el fondo no estaba convencido.
Yo también soy real y racional, pensaba, yo que no transiego, yo que construyo esquemas, yo que haré que todo cambie. Pero para cambiar todo hay que partir de ahí, del hombre del tic nervioso, de la vieja empolvada, no de los esquemas. También de Ada Ida que sigue diciendo. «Acompáñame hasta allí».
–Hemos llegado –dice Ada Ida, y bajamos–. Acompáñame hasta allí, ¿te molesta?
–Todo lo que es real es racional, Ada Ida –le digo–. ¿Hay que tomar otro tranvía?
–No, vivo a la vuelta de aquella calle.
Estábamos en el final de la ciudad. Fortalezas de hierro se alzaban detrás de las paredes de las fábricas; el viento agitaba andrajos de humo en los pararrayos de las chimeneas. Y había un río bordeado de hierba: el Dora.
Yo recordaba una noche de viento, años atrás, junto al Dora, yo caminaba mordiendo la mejilla de una muchacha. Ella tenía cabellos largos y finísimos que de vez en cuando terminaban entre mis dientes.
–Una vez –digo– le mordía una mejilla a una chica. Aquí, al viento. Y escupía cabellos. Es una historia preciosa.
–Bueno –dice Ada Ida– yo he llegado.
–Es una historia preciosa –digo–, larga de contar.
–Yo he llegado –dice Ada Ida–. El ya debe de estar en casa.
–¿Quién, es él?
Vivo con uno que trabaja en la Riv, la fábrica de tornillos. Tiene la manía de la pesca. Me ha llenado la casa de sedales, de moscas artificiales.
–Todo lo que es real es racional, Ada Ida –digo–. Era una historia preciosa. Dime qué tranvía debo coger para regresar.
–El veintidós, el diecisiete, el dieciséis –dice–. Todos los domingos vamos al Sangone. Anteayer, una trucha así.
–¿Estás cantando mentalmente?
–No. ¿Por qué?
–Preguntaba. ¿Veintidós, veintisiete, trece?
–Veintidós, diecisiete, dieciséis. El pescado lo quiere freír él mismo. Ya siento el olor. Es él, que está friendo.
–¿Y el aceite? ¿Os basta el de la tarjeta de racionamiento? Veintiséis, diecisiete, dieciséis.
–Hacemos un canje con un amigo. Veintidós, diecisiete.
–¿Veintidós, diecisiete, once?
–No: ocho, quince, cuarenta y uno.
–Exacto: me olvido siempre. Todo es racional. Chao, Ada Ida.
Llego a casa después de una hora de camino al viento, equivocando todos los tranvías y discutiendo los números con los conductores. Vuelvo y encuentro guisantes y un plato roto en el pasillo, la empleada gorda se ha encerrado con llave en su cuarto, y grita.

(Apólogos y cuentos 1943-1958, en La gran bonanza de las Antillas)


 

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