martes, 8 de abril de 2014

Los Davides y el odio Por Valeria Llobet Los barrios y los pibes

(APe).- No sé quién mató a David. A una semana, el fiscal rosarino aún no tiene identificado a ningún sospechoso. Impunidad que ahora beneficia a esos que suelen quejarse de ella. Me resulta ¿cómodo? imaginar a energúmenos clasemedieros –mis pares, en cierto sentido que de todos modos aborrezco- enfervorizados al grito pelado de una Susana o una Mirta. Ludueña y Azcuénaga están uno junto al otro, tal vez la calle que los separa sea también una frontera social.

No obstante, repaso mi tránsito por barrios del conurbano. Don Orione, San José, Las Cavas, Hidalgo, Suárez, Gardel. “Los del fondo”, son en todos los barrios la figura de la amenaza. “Los del fondo”, los lúmpenes, los “soldaditos” del narco o los amigos de los “soldaditos” del narco que no logran zafar de ser mano de obra forzada de la policía corrupta. Sin código, dicen los vecinos que en algún caso muestran sus propios muertos de las batallas de zonas liberadas.

Las instituciones estatales y las organizaciones de la sociedad civil hacen de su presencia un flujo para acomodarse a la temporalidad de la seguridad en el territorio. Los tiempos en los que mejor no ir, los tiempos en los que se puede “entrar”. Algunos de los vecinos de villas y barrios populares celebran la presencia de la gendarmería. Misma que requisa de armas a niños de 10 años que caminan por esos barrios para ir a la escuela, pero que puede retirarse a tiempo y “dejar que se maten” esos otros.

Las jerarquías entre vecinos “trabajadores” y “chorros” no coincide con la comisión o no de delitos. Los “trabajadores honestos que se desloman para tener algo” no están necesariamente enarbolando una moral obrera. Expresan, del lado de la inclusión social, los mismos valores que los davidesmoreira expresan del lado de los excluidos. El valor del consumo, la enormidad de bienes materiales en los que el “confort” se despliega y organiza el bienestar, la apreciación de la enorme desigualdad en el acceso a bienes. Unos, los trabajadores, tienen trabajos mejor o peor pagos, con peores o mejores condiciones de empleo o autoempleo. Otros, los “lúmpenes”, son tercera o cuarta generación en familias que viven de changas. “Empresario de la basura”, tituló un David a su padre cartonero en alguna villa bonaerense. Viven en los mismos barrios, son tal vez igual de pobres si los medimos por ingreso diario. Pero unos permanecieron vinculados al trabajo regular, incluso si informal, y los otros no lo lograron, sus trayectorias laborales son erráticas, precarias, sin promesa de futuros asensos. Luis con sus 14 años, iba a cortar el pasto a un club de golf desde Florencio Varela hasta Olivos. Salía a las 5 de la mañana, y en el tren de regreso aprovechaba para “cadenear”, pedir una moneda, de vez en cuando fumarse una pipa de paco.

Los muchachos y muchachas de las villas, despreciados por las y los adultos que son sus vecinos, se sientan en la escuela en el banco de al lado del hijo del transa del barrio. A veces, escuchando esas historias, siento que escucho relatos de trampas para ratones. La “gente de bien” ve también ratoneras allí, e imagina que la mejor manera de lidiar con ello es amurallar, la villa o sus barrios.

Desde adentro y desde afuera los problemas se ven distinto. Lo cierto es que en aquellos barrios que se transformaron en “zonas calientes”, la presencia del Estado –al menos en la provincia de Buenos Aires- no le gana el terreno fácil a la criminalidad. Los pibes la tienen difícil, enormemente difícil, para “rescatarse”. El terreno está minado por el narco local que echa a familias de sus casillas para ganar terreno y coopta a sus hijos para los trabajitos sucios, por las patotas del fútbol que sirven de mano de obra a políticos y a narcos por igual, por los grupos de la policía que necesitan algún pibe para un laburito o van a hacer una requisa masiva para plantar armas y falopa. Esas son las tramas cotidianas en los barrios más complicados, tramas en las que los delitos sueltos del cadeneo, la cartereada, son solamente las sobras.

El crimen organizado, por supuesto, no tiene sus cabezas en las villas, lo sabemos. Para ir a buscar a los que de verdad hay que buscar, hay que ir a los barrios privados de Tigre, a Puerto Madero, esos lugares que rezuman seguridad y en los que los vecinos se sienten protegidos porque los delincuentes que les preocupan y a los que temen, están del lado de afuera, son esos que, ya vimos, pueden ser linchados. Los otros, los de verdad, son los que los invitan a cenar en sus mansiones, con los que hablan de lo terrible del incremento de las tasas de delitos contra la propiedad. Pero ellos no lincharon a David. No se cruzan con los Davides de las villas, ni con los que lo lincharon.

El odio y los pibes

Barrio Azcuénaga tiene una página en Facebook. Leerla es constatar la densidad siniestra del odio, del asco, de las múltiples y despiadadas formas de deshumanizar al otro. Ningún comentario aunque sea banal, del tipo “se nos fue la mano”. Un registro de una vecina “desubicada” llamando a la ambulancia y otro vecino que tuvo los reflejos para cancelarla y dejar que David tenga su merecido, empezar a morirse lentamente en la calle, descerebrado a golpes.

Un odio de larga historia. Por lo menos un siglo tiene esta forma de condenar a los jóvenes pobres como las amenazas al orden social. Para usar una metáfora fácil, el problema es que ahora no hay grupos anarquistas y socialistas que los cobijen en sus filas, como sucedió en la Semana Trágica.

¿Cuáles son las condiciones en las que en los barrios pueden cobrar fuerza lazos solidarios? El odio que unió a los 50 o 100 asesinos no es lazo, no es “organización popular”, no es “justicia por mano propia”, no es “pueblo”. Las madres organizadas contra el paco, la organización comunitaria, las mesas locales, en fin, ¿qué es lo que no hubo en Azcuénaga para proteger al barrio mismo de su odio?

No se necesita una víctima inocente. Los davides son rateros, a veces soldados, buscavidas que saben que el miedo que los transforma en “otros” es el único posgrado en su currículum, lleno de expulsiones y rechazos. No se necesita una víctima inocente para que David sea la víctima de un crimen de odio.

Los pibes y las penas

Se necesita una reforma penal juvenil, sin dudas. Se necesita una profundísima reforma policial, ni que dudarlo. También, un serio debate sobre qué es la seguridad, que deje de poner cámaras en los barrios caros y muros alrededor de los barrios populares donde ocurren la mayoría de los delitos, pero que también deje de banalizar la necesidad de protección.

Pero la trama de inseguridad e impunidad instalada en la cultura que el linchamiento expresa requiere todavía más.

Los que reclaman menos garantías deberían encontrar en un hecho como éste un serio cuestionamiento. El derecho a la pena, el derecho a la presunción de inocencia, no pueden ser reemplazados ni restringidos. Por supuesto, el derecho, los derechos, no son formas puras platónicas. Surgen y son cambiados históricamente. Eso hace de este hecho algo más preocupante. Tal vez sea la punta del iceberg de una suerte de backlash contra las nociones más básicas de derechos humanos, y contra su carácter universal, una vuelta a las ideas de calificación de derechos y de humanidad que creímos superadas por el liberalismo jurídico. Las decisiones que se tomen tienen que tener en mente que ningún logro, ninguna conquista, está garantizada cuando las sociedades dejan de producir las condiciones en las que tales conquistas adquieren sentido y valor.

Quienes justifican el linchamiento en lugar de la justicia porque “se ve que uno es un iluso que nunca tuvo un arma apuntándole a la cabeza” expresan sin quererlo, esa misma necesidad, la del establecimiento de una ética de la justicia que nos permita separarnos de la venganza. Por supuesto que cualquier persona que pasó miedo en una situación de robo con amenaza tiene derecho a sentir odio, deseo de venganza, “ganas de matarlos a todos”. Pero eso no puede transformarse en el fundamento de un sistema judicial, tampoco en la base de las relaciones sociales cotidianas.

La desconfianza en las instituciones, igual que la construcción de los jóvenes como amenazas, es de larga data. La corrupción policial, la lentitud del sistema judicial, las tensiones que implica el enfoque de derechos de niños/as en la institucionalidad realmente existente, en fin, múltiples dimensiones convergen en dificultar la aceptación de las mediaciones institucionales en la administración de la revancha social. El papel de los medios de comunicación y de los actores políticos en socavar esta confianza básica no es menor.

Un joven murió, 50, 100 personas se transformaron en asesinos y lo celebraron. Una mujer, pobrísima, donó los órganos de su hijo asesinado. Un fiscal aún no halló sospechosos. Otro grupo de personas quisieron linchar a otro ratero, unos días después. Los pseudo-periodistas de la televisión nacional llenan el aire de ignorancia, racismo y falta de moral.

Un joven murió y 50, 100 personas se transformaron en asesinos y lo celebraron.

(*) Valeria Llobet es investigadora del Conicet y profesora en la Universidad Nacional de San Martín.
APe Agencia de Noticias Pelota de Trapo

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