miércoles, 16 de abril de 2014

Las papas queman: las mentiras de Asís sobre Massot

A través de su alter ego Oberdán Rocamora, el escritor Jorge Asís salió en defensa de Vicente Massot, el director y propietario de La Nueva Provincia que está acusado de participar en un plan criminal durante la dictadura. Mucha prosa y pocos datos concretos.
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Por Diego Kenis
Para ver el primer capítulo de esta historia, se obsequia al lector este link. Y, antes todavía, cualquiera de los artículos de AGENCIA PACO URONDO sobre la causa Massot. O las otras muy buenas coberturas que rondan en la web, especialmente las de Página/12 o Infojus Noticias.
Avancemos. El buen cocinero debe ocultar sus recetas. El Turco y su cocina, carajo. Pavada de paladar debe tener el lector que consume esos platos. El Turco tiene puesto el delantal y, descuidando las papas, con irremediable destino de fondo quemado en la olla, se pone a preparar el postre. Siempre ha sido un maestro en el arte de rellenar con dulce de leche un bocado de masa inerte, pero recién ahora, que ve su cocina por dentro, el cronista percibe la falta de sustancia, la nada misma. También el secreto del dulce de leche, como el que el Turco prepara desde hace años, es esconderse. Fingir no reconocerse. Cuando lo sabemos leche con azúcar quemada, cuando empieza a hacerse una constante repetición del mismo sabor, acaba por empalagarnos. Y buscamos desesperadamente el sabor en la masa que él rellena. Y, ahí, la Nada, rellena.
-  ¿Así que acá cocinás tus distinguidos platos, Turco?- dice el cronista, desencantado de su ya añejo desencanto. Era más chabacano todo, cruzarse de vereda, la ética por la ventana no era una excentricidad de genio, de talento desmarcándose al que debe perdonarse hasta lo antipático. Las papas se le queman al Turco, el dulce de leche lo distrae y el cronista se queda como observador.
Cómo será de diluido este último trabajo del Turco, que hasta permite que un cuatro de copas como el cronista le conteste, le escriba el capítulo dos.
El artículo lo reprodujo Infobae. La construcción elabora lugares comunes, suma adjetivos simpáticos y verdades por todos conocidas que sirven para asestar, de pronto, el golpe de la falsedad. El famoso Garganta no existe. O es muy malo, y le vende al Turco el salmón noruego del siglo dieciocho que él una vez usó para reírse de un periodista que, paradojas, siguió su camino. Con mucha menor felicidad, aclaremos.
El Turco teclea. Oberdán Rocamora se hará responsable. Sólo a él podían pedírsele operetas de alto vuelo. Gran desventaja la de Magnetto hacerle la cruz. Dar la Dama de ventaja, confiado en la supremacía de Caballos y Torres.
El Turco es buen observador y sabe detectar las superficies. En pocos renglones, incluirá todo. El arma del deseo desatado, lo sabe todo buen escritor sobre todo de su época, desemboca en la continuidad de la atención lectora. Desde el comienzo, la cita autogestionada. Luego, las faldas de Gils Carbó. Las aventuras de Milani con funcionarias de gobierno, apenas insinuadas. No faltará la emergencia del duelo que le atraviesa el inconsciente, con el único rival que con bastante justicia presume a su nivel. Maradona y Pelé nunca jugaron frente a frente, y eso habilita a uno y a otro y no desautoriza a ninguno. Pero el rival del Turco, que a esta altura no ocultaremos que es Verbitsky, ha escrito una frase que, para el cronista, es memorable: “la historia no se juega como un cabeza a cabeza con Pelé”. La imprimió en un libro donde denunciaba la insólita doctrina del olvido obligatorio y la reconciliación frívola, aquella a la que el Turco adhirió con tanto fervor en sus primeros años.
-  Qué lejos queda, Turco, aquella dedicatoria a Haroldo Conti en un best seller de plena dictadura…
Toda la construcción del Turco, magistralmente alzada, apunta en una sola dirección: salvar a un amigo, un correligionario de los Tiempos Nuevos. Vicente Massot. A quien las canas han comenzado a notársele. Otro ejemplar, efímero él y no el Turco, del menemato.
El argumento ya está dado por el propio aludido y toda narración deberá forzosamente insertarse en él. Kantianamente, con K. La persecución, la fábula del armado político contra la libre opinión, el Universo contra mí. Ni siquiera es original, vuelve a decepcionar el Turco. El cronista, que compró bobamente emocionado el libro de aguafuertes de Oberdán, esperaba más que la salida fácil.
Pero el Turco, aún con la columna vertebral armada, tiene un problema: en aquello por lo que se lo acusa y a los ojos de quien conoce mínimamente el caso, de oídas aunque más no sea, su defendido es indefendible. El único dato concreto que el Turco ofrece en su parrafada (eso sí, de calidad literaria), es erróneo. Falso. En 1976 Massot era un veinteañero, cierto. Aunque no “un bebé de pecho”, según sus propias palabras. El Turco agrega que no tenía cargo en la empresa familiar, a la que conviene –por lo visto- entregar al juicio de la Historia para salvar la ropa, o las papas. En realidad, tenía un cargo algo menor: era uno de sus dueños, por decisión de su madre.
El dulce de leche está listo, pero su punto justo advierte que las papas se han quemado en el fondo de la olla. Una cena a base de dulce de leche no sería aceptada por nadie. El Turco tiene que improvisar masa sustanciosa, pero eso ha dejado de ser lo suyo hace mucho tiempo. La distorsión, como carrera, tiene el mismo defecto que el dulce de leche, la continuidad lo amenaza permanentemente: el escriba, a fuerza de utilizar el mismo procedimiento en todos los temas y terrenos, empieza a quedar en evidencia. No deja de ser penoso comprobar en el arquetipo una verdad general, que el talento humano tiene un límite, que la realidad le impone. Por mejor pluma que uno tenga, no se puede decir que el cielo es verde.

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