lunes, 14 de abril de 2014

El pastor mentiroso Por Dalmiro Sáenz (1926)

Tiene una pollera muy corta, unas piernas suaves y lánguidas que caen como por descuido desde el borde de la silla hasta la alfombra. Está sentada frente a un escritorio, con su mirada recuadrada por el marco de los anteojos, y una de sus manos ligeramente abierta sobre el papel, mientras la otra sostiene una lapicera, pensativa como una indolente y pulcra prostituta con el miembro de un cliente transitorio.
Dentro de unos instantes va a ser seducida por el hombre que está parado frente a ella, va a ser engañada como una mucama en el banco de una plaza o como una psicóloga en la oficina de personal de Hogarlind S.A., cosa que precisamente ella es.
— ¡No creo que le valga la pena, señor. El puesto de Gerente de Ventas en una compañía como ésta exige un poco más de antecedentes.. . —dijo ella, ni siquiera con ironía.
— Antecedentes de qué?
— De Gerente de Ventas.
Él sonrió con timidez y dijo:
— Eso es precisamente lo que ando buscando, tener antecedentes de Gerente de Ventas... Pero no parece fácil ser Gerente de Ventas sin ser Gerente de Ventas.
Ella cierra su carpeta como dando a entender que la entrevista ha terminado, pero él no se mueve de su asiento, obligando a la mirada de ella a retornar hasta sus palabras mientras contesta:
— Piense que me sería totalmente imposible recomendarlo para el puesto; usted no tiene ningún título, no tiene experiencia, prácticamente el único dato que me ha dado es su nombre: Giménez.
— Es un seudónimo.
— ¿Un seudónimo? —Entonces ella sonrió y repitió—: ¿Un seudónimo? Hasta eso... Ponerse Giménez de seudónimo no es un alarde de imaginación...
— Con mi apellido, sí.
— ¿Cuál es su apellido?
— Giménez.
El ademán de ella se detiene en sus anteojos, pero no se los saca porque su mano ha retornado ahora al abandono de la mesa, ahí donde antes estaba su mirada, que ahora está sobré esa cara que también sonríe.
— Piense que el puesto es un puesto importante, el sueldo es muy alto, hay participación en las ventas; yo, como psicóloga, soy la encargada precisamente de la selección del personal de la compañía. Para los puestos chicos, mayormente no tengo que dar explicaciones; pero para estos puestos tengo que respaldar mis sugerencias con cosas más concretas que el apellido Giménez, perdón, y el seudónimo Giménez.
— Yo le ayudo.
— ¿A qué?
— A respaldarme... Mire, es muy fácil; usted les dice: Señores, ¿qué es lo que ustedes venden? Heladeras, ¿no es cierto? Licuadoras, ¿no es cierto?... Sí, van a contestar ellos... Muy bien, les dice usted, ¿quiénes compran esos artículos? Gente. Gente normal, gente cualquiera: los García, los Pérez, los Giménez; casualmente acá tengo un Giménez...
— NO —dijo ella riéndose—. No creo que corra.
— Dígales entonces que soy el mejor vendedor que existe en el país.
— ¿Pero usted realmente cree eso?
— Sí.
— ¿Y por qué no es conocido como vendedor si es tan bueno?
— Porque hace mucho que no trabajo. Estuve preso.
— ¿Preso?
— Sí, por estafa. Vendía lotes basándome exclusivamente en el factor esperanza. Mis colegas, por ejemplo, inventaban grandes progresos en la zona de los loteos. Inventaban futuros caminos, futuras obras, futuras aguas corrientes; yo también inventaba todo esto, y además el lote, porque el lote no existía.
— Son mentiras, ¿no?
— ¿Usted nunca miente?
— No.
— ¿Para recomendarme a mí tendría que mentir?
— Sí. Por eso es que no lo recomendaría nunca.
— ¿Por qué no hace como hacen ustedes con sus heladeras? ¿Por qué en los avisos las fotografían de frente? Si las fotografiasen de atrás le aseguro que se verían muy distintas. ¿Y de abajo? Usted nunca vio una heladera por abajo: son feísimas, tienen grasa y cucarachas... ¿Por qué va a mostrar de mí el lado más feo? Muestre mi mejor ángulo.
— ¿Siempre es así usted?
—No. Siempre no; lo que pasa es que me adapto a mi auditorio. Ya le he dicho que soy un vendedor nato. Usted es el tipo de cliente al que conviene mostrar la parte de abajo de las heladeras. Sólo una minoría del mercado es así, pero usted forma parte de esa minoría.
Ella, ahora sí, se saca los anteojos; ha juntado un poco más las cejas, es una barbaridad de bonita, tiene la cabeza ligeramente inclinada y abre un poco la boca como para decir algo, después se calla.
— ¿Quiere que le haga una demostración de venta?... ¿Esa lapicera es suya?
— Sí.
—¿Cuánto le costó?
— No sé..., no me acuerdo. Creo que seiscientos. 
— Se la voy a vender a mil.
— ¿A quién?
— A cualquiera..., a ése.
Su mano señala a un viejo que detrás de una mampara de vidrio está limpiando una máquina de escribir. Ella lo mira salir de la oficina y lo observa sin sonreír en absoluto, mientras él habla con el viejo; después lo mirará en los ojos, cuando vuelva con el billete de mil que dejará sobre el escritorio. Una semana más tarde lo seguirá mirando en los ojos mientras le dice enojada:
— El viejo ese, el que arreglaba las máquinas, me dijo esta mañana: "¿A usted no le dio ninguna, señorita? Es una muestra gratis. Me la dio ese señor que estuvo hablando con usted".
— Yo no fui a vender lapiceras, me fui a vender a mí mismo —le contestará él a ella, que todavía sigue mirándolo en los ojos.


— Sí, me enteré hoy... —dice por el teléfono—. Al principio creí que era una equivocación de Guzmán y mandé chequear las cifras... Sí, el tipo es un fenómeno... no sé... es un tal Giménez... Ahí viene mi hija, ahora le voy a preguntar, hasta mañana.
— ¡Hola, papá.
— Hola... che, ¿quién es Giménez?
— ¿Giménez?... Vos también... Mira lo que compré. ¿Te gusta?
— Sí.
— ¿Seguro?
— Sí, seguro, es muy bonito.
— Entonces lo devuelvo, si a vos te gusta debe ser horroroso.
— ¿Ese es el criterio que aplicas para elegir al personal nuevo?
— Con las secretarias, siempre.
— Bueno, contéstame quién es Giménez.
— Giménez es el nuevo Gerente de Ventas de Hogarlind, seleccionado por tu hija entre cuarenta y siete aspirante a ese puesto, después de un exhaustivo estudio realizado por el Departamento Asesor que yo tan dignamente presido, y que en menos de un mes ha conseguido que el Giménez ése esté llevando a Hogarlind a ser la primera de tus empresas, demostrando una vez más que los cinco años de psicología fueron la mejor inversión que has hecho en toda tu vida.
Luego se detiene para respirar, y su padre le aparta con cariño el pelo de una oreja y le dice:
— Me alegro. En serio me alegro mucho. Vos sabes muy bien que nunca les tuve mucha fe a ustedes, pero me han demostrado que estaba equivocado. Esto es una gran victoria tuya. Mañana tengo reunión de Directorio, va a ser una bomba la noticia. Voy a poder decir: Señores, esto es obra del Departamento Asesor que dirige mi hija; ellos descubrieron justo al hombre que necesitábamos y creo que sería interesante contemplar la posibilidad que de ahora en adelante un miembro del Departamento Asesor forme parte del Directorio... Por lógica ese miembro tendrías que ser vos.
— ¿Yo? ¿Yo en el Directorio?
— Sí. Lo veo bastante factible.
— Papá, yo...
— Mira, no es seguro, pero no es ningún disparate. Los tiempos cambian y la especialidad hoy en día es fundamental. ¿Qué cosa más lógica que una empresa que depende tanto del material humano tenga en su Directorio, precisamente, un especialista en ese material humano?
— Papá...
— ¿Qué?
— Está todo mal.
-- ¿Qué cosa?
— Todo. Todo es mentira. Giménez es un tipo que llegó un día a pedir ese puesto... Era atractivo... era distinto, y por eso lo escuché, creo. No tenía la menor de las condiciones para el cargo. Si lo hubiese clasificado con el sistema de puntaje que usamos normalmente, hubiese ocupado uno de los últimos puestos entre los demás candidatos. No tenía experiencia, no tenía título, no sabía nada sobre mercados, ni marketing, ni nada. Si yo hubiese aplicado todo lo que aprendí en la facultad, no le hubiese dado ni el puesto de ordenanza.
— ¡Pero qué decís!
— Sí, papá, es así. Ése es Giménez, con todos, sus defectos y una sola cualidad. No hace nada para sobresalir sobre los demás, sino que baja a los demás hasta su altura, En unos minutos me hizo sentir tan falsa como él, como si todos tuviéramos un Giménez dentro nuestro; pero él era el único con valor suficiente como para mostrarlo.
Los ojos de ella siguen a su padre, que se pasea de un extremo al otro de la alfombra, y después de un rato continúa:
— Mentí.
— Bueno, bueno, no lo tomes así. El tipo será un intuitivo y nos va a ser muy útil. De todos modos se lo tomó gracias a vos. No hay por qué explicar nada... En estos casos, lo que interesa son los resultados.
Ella ahora mira la alfombra en donde los zapatos muy lustrados se han detenido, después dice:
— Papá...
— ¿Qué?
Ella contestará: — Nada—. A aquel que después va a decir: — No, pero ¿qué ibas a decir?— y que más tarde, ya solo en el escritorio repetirá intrigado:
— ¿Cucarachas? ¿Heladeras?


— ¿Por qué me trajo acá?
— Es parte de un plan. Yo soy un necesitólogo nato.
— ¿Qué es un necesitólogo?
— Necesitólogo es una palabra que acabo de inventar. Es probable que me haga hacer tarjetas... "Giménez, Necesitólogo". Los necesitólogos son los especialistas en las necesidades de los otros. Yo soy el típico necesitólogo, por eso soy tan buen vendedor y por eso la estoy enamorando a usted.
— ¿Qué?
— ¿Qué, qué?
— ¿Qué es lo que dijo?
— Que los necesitólogos son los especialistas......
— ¡No, de los necesitólogos no, lo que dijo después.
— ¿Que la estoy enamorando a usted?
— Sí. Eso fue lo que oí. ¿Y qué quiso decir con eso?.
— Eso nomás. Que como sé lo que usted necesita, me es facilísimo enamorarla. 
— ¿Pero usted realmente cree eso... de dónde saca ese disparate, cuándo le he demostrado... usted está loco... y cuáles son las necesidades esas que yo tengo?
— Necesidad de verdad.
— ¡De verdad! ¡Y usted me va hablar a mí de verdad!... Usted, que me mintió con lo de la lapicera; usted, que me hizo mentir a mí...; usted, que con tal de vender no tiene el menor escrúpulo... ¡Usted me va a hablar de verdad!
— Está enojada.
— Sí.
— ¿Qué es lo que la enoja?
— Todo.
— ¡Es tan lógico!
— ¿Qué es tan lógico?
— Que ya esté enamorada de mí.
— ¡¡Qué!!
- Piense un poco lo que ha sido su vida hasta ahora; piense en su época de colegio, en su familia, en su educación, en su padre... Mire lo que es su padre, un ser tan hipócrita y ni siquiera capaz de respetar su hipocresía, de admitirla.
— ¡Qué! ¿Mi padre, qué? —se quedó callada con las manos sobre la cartera. Parecía que iba a levantarse, pero no lo hizo; después dijo:
— Tengo como asco.
— ¿Dé qué?
— De usted, de su mala educación, de su vanidad.
— Cuando a uno le molesta algo en los demás, generalmente es nuestro propio defecto reflejado en la otra persona lo que nos molesta. Seguramente es su vanidad lo que le está molestando... Pero póngase un poco en mi lugar. Yo quiero impresionarla.
— ¿Qué? ¿Por qué quiere impresionarme?
— Por los mismos motivos que usted quiere impresionarme a mí.
— Yo no quiero impresionarlo a usted.
— Sí. Me quiere impresionar. Si no, no se hubiera puesto ese vestido, ni se hubiese peinado en esa forma, ni se hubiese puesto perfume.
Ella estuvo un rato callada. Un rato bastante largo conciente de que su mirada naufragaba en los ojos de él. Después, dijo con sencillez:
— ¿Por qué es así? ¿Por qué dice todas estas cosas?
— Por los mismos motivos que usted quiere impresionarme, póngase en mi lugar. Si usted fuese hombre y quisiera impresionar a una mujer como usted, ¿qué haría?... Tendría que utilizar alguna táctica. Es una venta como cualquier otra, hay que impactar, sorprender, y para conseguirlo hay que explotar una necesidad del cliente... ¿Y cuál es la mayor necesidad de un cliente como usted? Verdad... ¿no es así? Usted está hambrienta de verdad.
— ¿Verdad?
— Sí, verdad, yo le estoy vendiendo verdad... pero en toda venta siempre hay una mentira, no se pueden mostrar las cucarachas debajo de las heladeras.
— No. No se puede —dijo ella sonriendo.
— Y menos Hogarlind.
— Pero entonces usted...
— ¿Yo qué?
— ¿Por qué trabaja en una profesión en donde hay que mentir constantemente, según usted?
— Porque yo soy hijo de mi tiempo. Soy hijo de la mentira. La mentira es mi verdad. Por eso la vivo sin hipocresía, por lo menos no le sumo una mentira más a mi mentira... Con usted, por supuesto.
— Tal vez antes de irme le voy a decir gracias.
— ¿Por qué?
— Por querer impresionarme.


— Me he tomado la libertad de citarlo hoy para que nos explique su nuevo plan de ventas. Este hombre, este señor Giménez está imponiendo un ritmo difícil de seguir. La producción no da abasto. Se está produciendo un desequilibrio...
— Un desequilibrio muy saludable —dijo alguien sonriendo.
— Sí, pero de todos modos tenemos que sincronizarnos. Por ejemplo: teníamos esa partida de heladeras de hace cinco años, eran invendibles por muchas razones. Teníamos planeado reformar su línea para adecuarlas a las necesidades del mercado, y después venderlas. Calculábamos que ese stock nos duraría unos dos años. Pero el señor Giménez no pensaba así y en un mes las ha vendido todas.
Las caras se deformaban en sonrisas. Alguien dijo: 
— Esto es obra de su hija.. Este Giménez fue obra del equipo de psicólogos, ¿no?
— Bueno, sí, en cierto modo... ella y todo el equipo. Aunque creo que fue ella personalmente la que lo descubrió. 
— Estos chicos de ahora... los que no son comunistas se psicoanalizan, pero por ahí la pegan... Yo tengo un sobrino... Se interrumpió porque la puerta se abrió. 
— Buenos días. 
— Buenos días, señorita.
— Cómo te va, Moira. Yo te voy a seguir diciendo Moira, por más psicóloga que seas.
— Fui Moira mucho antes de ser psicóloga.
La puerta volvió a abrirse y después se cerró, y ella entonces miró a su padre que hablaba con el recién llegado mientras las demás cabezas asentían de tanto en tanto.
— ...está demás decirle, señor Giménez, lo satisfecha que está la Compañía con su eficiencia. Le he pedido que asista a esta reunión de Directorio para sincronizar un poco este nuevo ritmo que usted nos está obligando a seguir. 
Sólo ella y Giménez no sonreían, mientras los demás hablaban, y cuando Giménez dijo: 
— Sí. Era necesaria esta conversación. 
— Todos se callaron. Después él prosiguió: —Yo puedo vender prácticamente cualquier cosa, pero necesito que el resto de la empresa se adapte a mi velocidad de venta.
— Bueno, precisamente acá el ingeniero Binetti está encarando una transformación total en la faz productora. Lo que pasó con las heladeras viejas nos abrió los ojos, su estrategia de venta fue tan hábil que...
— Fue una táctica como cualquier otra. Trocamos dinero por confianza; por eso, en este momento necesitamos vender confianza. El precio de nuestra estafa fue...
— ¿Cómo?
— Que el precio de nuestra estafa fue una pérdida de confianza entre nuestra clientela.
— ¿Pero usted ha dicho estafa?
— Si.
— Pero, ¿por qué dice estafa?
— ¿Cómo lo llamaría usted?
— Hogarlind no acostumbra a hacer estafas, señor Giménez.
— ¿Y cómo lo llamaría usted?
— Una táctica de venta, que por otra parte fue idea suya.
— Fue una estafa ideada por mí, aprobada por ustedes y usufructuada por todos nosotros.
— ¡No le permito!
— Hemos creado entre los comerciantes una falsa necesidad al darle una falsa impresión del mercado. El producto que vendimos no era falso, pero la ilusión que vendimos sí lo era.
Se produjo un silencio que ella interrumpió diciendo:
— ¿Puedo hablar? —como nadie le contestó, prosiguió—. Yo he hablado bastante con el señor Giménez. Durante toda esta semana hemos salido juntos y hemos hablado mucho... y yo me siento en la obligación de aconsejar al Directorio de Hogarlind que despida al señor Giménez.
— De ninguna forma —dijo su padre—; el hecho de discrepar en el significado de una palabra no significa que haya que despedirlo..
— La misión del Departamento de Psicología es asesorar sobre el capital humano de esta empresa. Comprendo que despedir al señor Giménez sería una gran pérdida económica. Ese problema se lo dejo a los especialistas. Yo opino sobre mi especialidad. El señor Giménez, como ser humano, es negativo para los demás seres humanos, de esta compañía incluso...
— Yo
— ¿Vos qué? —le está diciendo Giménez, pero seis horas más tarde, a ella, que está desnuda como un animal, sobre una cama, y que contesta:
— Yo te voy a contar un cuento. Un cuento de un pastor mentiroso que mentía tanto anunciando la llegada del lobo, que el día que vino realmente el lobo los demás pastores no le creyeron.
— ¿Y vos sos como los demás pastores?
— No, yo soy como el lobo —mintió ella; y le mordió muy suave el borde de una oreja.

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