viernes, 18 de abril de 2014

El hombre que logró que todo Macondo esté de duelo

El escritor y periodista colombiano, Premio Nobel en 1982, deja una obra que resiste el paso del tiempo. Cien años de soledad se convirtió en una contraseña mundial, pero es sólo una de las facetas del fundador de lo que se conoce como el boom latinoamericano.

Por Silvina Friera

Los lectores del mundo andan con una tristeza infinita. Gabriel García Márquez, el patriarca de la literatura latinoamericana y maestro de generaciones de periodistas, murió ayer a los 87 años en su casa de México. Quizá cayó una llovizna imaginaria de minúsculas flores amarillas, las mismas que cayeron cuando murió José Arcadio Buendía en Cien años de soledad, su obra maestra y mítica. Una muerte esperada –anunciada de un tiempo a esta parte por la “fragilidad” de su salud– no conjura el dolor de esta pérdida. Un conglomerado de textos pide pista en la memoria. Uno se impone, un artículo que publicó en 1948 en el diario colombiano El Universal. “No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento. Perdone usted, señor lector, este principio de greguería. No me era posible comenzar en otra forma una nota que podría llevar el manoseado título de ‘Vida y pasión de un instrumento musical’. Yo personalmente le haría levantar una estatua a ese fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste.” La muerte de Gabo arruga el corazón. Queda la chispa de su lenguaje, la creación de un mundo que sobrevivirá, con toda su riqueza y complejidad, a su demiurgo mortal.

La vivacidad del lenguaje

Eran las nueve de la mañana en Aracataca. Llovía el 6 de marzo de 1927 cuando nació el primogénito de Luisa Santiaga Márquez Iguarán y el telegrafista Gabriel Eligio García. La tía Francisca, abriéndose paso por el corredor de begonias, propagaba la buena nueva: “¡Varón! ¡Varón! ¡Ron, que se ahoga!”. Gabo, el mayor de siete varones y cuatro mujeres, pasó los primeros años de su infancia con sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Márquez Mejía –su ídolo de toda la vida– y Tranquilina Iguarán Cotes, quienes le contaban relatos, fábulas e historias. A la muerte de su abuelo fue enviado a estudiar a Barranquilla y en 1940 viajó a Zipaquirá, donde fue becado para estudiar el bachillerato. Los recuerdos de su familia y de su infancia –el abuelo como prototipo del patriarca familiar, la vivacidad del lenguaje campesino y la natural convivencia con lo mágico– emergerán años más tarde, transfigurados por la ficción, en obras como La hojarasca (1955), su primera novela escrita entre julio de 1950 y agosto de 1951, donde asimila la influencia de William Faulkner. La historia se despliega a través de tres monólogos –abuelo, madre y niño– que recrean las vidas alrededor del cadáver de un médico francés que se ha ahorcado en la madrugada. El pueblo en el que transcurren estas vidas se llama Macondo. No fue su abuela Tranquilina la que le permitió imaginar que podría ser escritor. “Fue Kafka que, en alemán, contaba las cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los 17 años La metamorfosis, descubrí que iba a ser escritor. Al ver que Gregorio Samsa podía despertarse una mañana convertido en un gigantesco escarabajo, me dije: ‘Yo no sabía que esto era posible hacerlo. Pero si es así, escribir me interesa’”, afirmó el escritor colombiano a su viejo amigo Plinio Apuleyo Mendoza en el libro de conversaciones El olor de la guayaba.

Aunque estudió Derecho, dejó la carrera para dedicarse al periodismo y a la literatura. Un tímido muchacho de 20 años se quedó petrificado frente a unas letras de molde con su nombre y apellido, en el diario colombiano El Espectador, de Bogotá. El 13 de septiembre de 1947 las palabras de su primer cuento, “La tercera resignación”, flameaban en su campo visual: “Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía, pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día para otro se hubiera desacostumbrado a él”. Allí estaba el principio de su galaxia literaria. Quizá Gabo permaneció callado durante unos segundos, inescrutable, pero seguro de sí mismo y del porvenir. Pero hace casi 60 años, la primera reacción de ese joven fue “la certidumbre arrasadora de que no tenía los cinco centavos para comprar el periódico”. En 1948 se trasladó a Cartagena, donde inició su carrera periodística en El Universal en el marco histórico del Bogotazo, la reacción popular por el asesinato del líder liberal y populista Jorge Eliécer Gaitán. Posteriormente continuó en El Heraldo de Barranquilla, donde publicó las columnas de “La jirafa” con el nombre Septimus –su doble periodístico– desde 1950. Como otros escritores fogueados por el periodismo –Ernest Hemingway, por ejemplo–, aprovechaba ese territorio para despuntar la experimentación estilística. El periodismo nunca obturó las cualidades del escritor. Sin duda sería el gran laboratorio que fue potenciando y acompañando el campo de la ficción. Las semillas de lo que se ha llamado “realismo mágico”, las concepciones laberínticas del tiempo en sus novelas, se encuentran ya en muchas de sus crónicas. En el prólogo al primer volumen de los Textos costeños –su obra periodística inicial de 1948 a 1952, editada en dos tomos–, Jacques Gilard observa que en los primeros cuentos y notas periodísticas hay un motivo que se repite con alguna insistencia: “Es el muerto sobre el que crece un árbol cuya savia, sacada del cadáver, sube hasta las frutas que servirán de alimento a los vivos”. Para Gilard, “que a la muerte haya de sucederle una renovación no es ningún consuelo para quien sabe que tiene una sola vida: sólo importa la conciencia de que el tiempo pasa y, al pasar, mata”.

Mientras trabajaba en El Espectador, de Bogotá, escribió Relato de un náufrago (publicado en formato libro en 1970), en el que narró la aventura de un marinero colombiano que sobrevivió varios días en el mar, luego de que su barco naufragara. Las revelaciones del marinero le provocaron problemas con el gobierno del presidente Gustavo Rojas Pinilla, por lo que el periodista fue enviado como corresponsal a París de 1955 a 1957. En el exterior, el escritor se replanteó el enfoque de sus crónicas hacia detalles marginales o secundarios. Muchas veces optó por narrar lo que le sucedía a él, es decir la historia de la historia, como lo hizo en sus crónicas sobre Viena, las noches de Budapest o la Unión Soviética en 1957: “22.400.000 kilómetros cuadrados sin un aviso de Coca-Cola”. Después se casaría con su novia de juventud, Mercedes Barcha, en 1958; trabajaría en Prensa Latina, la agencia cubana de noticias creada tras el triunfo de la Revolución Cubana; y en 1961 se establecería en México, donde nacieron sus dos hijos: Rodrigo y Gonzalo. Además de su primera novela, entonces había publicado dos novelas más: El coronel no tiene quien le escriba (1957) y La mala hora (1961).

El periodismo, “el mejor oficio del mundo”, perdió a su maestro más notable. Gabo nunca quiso separar ni escindir la experiencia del novelista y el periodista. Detestaba los grabadores, “un invento luciferino” que eclipsa la atención del cronista al creer que ese aparato lo oye todo. “No oye los latidos del corazón, que es lo que más vale en una entrevista”, decía el escritor que en 1994 creó la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) con el apoyo de La Jornada en México, El País en España y Página/12 en Argentina, para mejorar la formación y prácticas de los periodistas iberoamericanos. “El reportaje necesita un narrador esclavizado a la realidad. Y ahí entra la ética. En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera con dos condiciones: que se haga de forma creíble y que el periodista sepa en su conciencia que lo que escribe es verdad. Quien cede a la tentación y miente, aunque sea sobre el color de los ojos, pierde.”

La fundación de la Utopía

Macondo y los Buendía –ese rosario de historias de la humanidad narradas desde el umbral del sueño y la vigilia– llegaron al universo digital hace poco más de dos años cuando Cien años de soledad se empezó a vender por primera vez en formato electrónico, con la portada original de la primera edición impresa: el emblemático galeón en la selva colombiana. La liberación de los espacios de lo real a través de la imaginación es el hecho central que subrayaba Carlos Fuentes. “¿Quién no ha reencontrado, en la genealogía de Macondo, a su abuelita, a su novia, a su hermano, a su nana?”, se preguntaba el escritor mexicano. “La fundación de Macondo es la fundación de la Utopía. José Arcadio Buendía y su familia han peregrinado en la selva, dando vueltas en redondo, hasta encontrar, precisamente, el lugar donde fundar la nueva Arcadia, la tierra prometida del origen: ‘Los hombres de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original’.” Francisco “Paco” Porrúa, ex director de Sudamericana, no necesitó leer toda la novela del entonces desconocido periodista y escritor colombiano. Las primeras líneas alcanzaron. En aquellos años, a mediados de los ’60, estaba a la caza de novelas latinoamericanas “originales”. El 30 de mayo de 1967 se publicó en Argentina la primera edición, una tirada de 8000 ejemplares que se agotó como pan caliente. El escritor y periodista Tomás Eloy Martínez, primero en publicar la crítica a esta novela en Primera Plana, sintetizó con precisión el camino del anonimato a la consagración que transitó el colombiano. “Llegó a Ezeiza en un avión demorado, a las tres de la madrugada, y sólo dos personas lo estábamos esperando: su editor y yo. Al marcharse, diez días más tarde, la multitud que lo acompañaba era tan caudalosa que Porrúa y yo lo perdimos de vista.” Su obra maestra es un long seller de largo aliento, traducido a 35 idiomas, desde el ruso hasta el esperanto, pasando por el húngaro y el chino, y se calcula que las ventas han superado ampliamente los 30 millones de ejemplares en todo el mundo. “Lo peor que le puede suceder a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, o en un continente que no está acostumbrado a tener escritores de éxito, es publicar una novela que se venda como salchichas”, confesó García Márquez. Más allá de la molestia por el impacto, lo cierto es que la novela hispanoamericana no salió al mundo, no estuvo en el foco de los lectores de otras lenguas, hasta el triunfo de Cien años de soledad.

A pesar de que se conocieron en 1959, la amistad comenzó a mediados de la década del ’70. “Fidel Castro es un lector voraz, amante y conocedor muy serio de la buena literatura de todos los tiempos y, aun en las circunstancias más difíciles, tiene un libro interesante a mano para llenar cualquier vacío”, dijo Gabo en 1976, después de un encuentro con el líder cubano, quien ha tenido el privilegio de leer los borradores de varios libros de García Márquez. Ni las primeras críticas de los intelectuales al régimen cubano por la censura y el tratamiento que recibían los artistas considerados opositores –como sucedió con el famoso “caso Padilla”, a principios de los ’70– ni la encarcelación de 78 disidentes en 2003 –que fueron condenados a penas entre doce y veintisiete años– pudieron debilitar las convicciones y la fidelidad de Gabo a la Revolución Cubana. Esta certeza –dicen– fue una de las razones de la enemistad con Mario Vargas Llosa. Después de una pelea que terminó a las trompadas en el estreno de una película en México, en 1976, el peruano calificó a su par colombiano de “lacayo” de Castro.

Gabo siempre se ha defendido de quienes lo acusaban de “amar el poder”, alegando que su amistad está por encima de otras cuestiones y que su posición le ha permitido salvar en silencio a varios disidentes cubanos. Como muchos de los autores de su generación, el narrador colombiano siempre ha tenido una posición política pública y cuenta con “la novela sobre el dictador”, El otoño del patriarca (1975). Y sin embargo, nunca aceptó cargos públicos. En diciembre de 1986 fundó en San Antonio de los Baños una academia de cine: la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano. La nueva institución –presidida por García Márquez– es importante para Cuba porque en Latinoamérica la cultura es una fuente decisiva de legitimidad. “Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”, se lee en la página web de esta Fundación por la que han pasado, entre otros, Robert Redford, Steven Spielberg y Francis Ford Coppola. Gabo, que también fue amigo del ex presidente norteamericano Bill Clinton –quien confesó ser un gran lector de sus libros y lo calificó como su “escritor favorito”–, se definía como socialista. En una entrevista en 1983 aseguró que no era comunista. “No lo soy ni lo he sido nunca, ni tampoco he formado parte de ningún partido político”, advirtió. Y aclaró que el modelo de gobierno que prefería era el socialismo: “Quiero que el mundo sea socialista y creo que tarde o temprano lo será”.

La soledad de América latina

García Márquez fue el primer escritor colombiano en obtener el Premio Nobel de Literatura en 1982. Durante el memorable discurso de aceptación, el 10 de diciembre de ese año, el escritor colombiano recordó que los desaparecidos latinoamericanos por motivos de la represión eran casi 120 mil en 1982, “que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala”. “Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares (...) Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”, explicó el Premio Nobel. “Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: ‘Me niego a admitir el fin del hombre’. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica”, alertó García Márquez en otro tramo de su discurso en Suecia. “Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra.”

¿Por qué comienza por el final? Eso se podrán preguntar los lectores de Crónica de una muerte anunciada (1981). Se sabe el nombre de la víctima, Santiago Nasar. Que los asesinos son los gemelos Pedro y Pablo Vicario. Que el móvil del crimen fue vengar el honor de su hermana ultrajada. Y sin embargo, la eficacia de la novela reside en su rigurosa arquitectura coral. El cronista reconstruye y “acerca” –a través de las voces de los protagonistas y testigos, de cartas, informes y el sumario judicial– los recuerdos de aquel lunes ingrato, las omisiones y las ambigüedades de una tragedia moderna tan anunciada. No eran “vainas de borrachos”; se sabía que lo iban a matar, y los mensajeros no llegaron a tiempo ni pudieron impedir el crimen. Y los lectores, que desean que alguien lo salve, o que la puerta de su casa se abra y pueda escapar, se derrumban de bruces en la cocina, junto a Santiago. Gabo disloca el tiempo –el orden cronológico de los hechos y el de la narración–, y disuelve las fronteras de la crónica y de la literatura. Quizás este modo de descomponer los bordes sea una de las características más persistentes de su obra. Para recomponer las astillas dispersas del espejo roto de la memoria, en un pueblo olvidado de la costa caribeña, había que empezar por el final.

Jubilar la ortografía

Qué polémica descomunal estalló cuando sugirió simplificar la gramática “antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros” en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española que se realizó en Zacatecas (México), en 1997. Era previsible que los gramáticos, lingüistas y académicos reaccionaran, con el malentendido de que donde el escritor dispuso el verbo “simplificar” algunos medios de comunicación utilizaron “suprimir”. “Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos”, comparó el autor de El amor en los tiempos de cólera (1985), Del amor y otros demonios (1994) y Noticia de un secuestro (1996). “Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”

Entre los ejemplos que entonces propuso señaló que la palabra “condoliente” no existe. Que sí existen el verbo condoler y el sustantivo doliente, que es el que recibe las condolencias. Pero los que la dan no tienen nombre. Gabo resolvió inventar condolientes en El general en su laberinto (1989) y comentó que le habían reprochado que en tres libros aparezca la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero que no pasó al castellano. En sus últimos seis libros de entonces no incluyó un sólo adverbio de modo terminado en “mente” porque “me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales”. Estas cuestiones eran para él “pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo”. La contribución que pueden hacer los escritores respecto de la lengua “no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa”. El tópico ameritaría más reflexiones. No conviene desestimar asuntos que fueron, son y serán peliagudos. En este tema, más que el afán de provocar, Gabo se animó a expresar justamente lo que muchos no querían oír. “El deber de los escritores no es conservar el lenguaje, sino abrirle camino en la historia”, planteó el escritor. “Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos, pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio.”

El goce visual

La sexualidad en la vejez está cubierta por un velo de pudor que la consagra al silencio. De eso no se habla. Pero Gabo se atrevió a descorrer ese velo pudoroso, glorificando la senectud y burlándose, a su manera, de los riesgos de estar vivo. Quizá tenga razón el nonagenario protagonista de Memoria de mis putas tristes, la última novela que publicó en 2004, luego del primer y único volumen de sus memorias Vivir para contarla (2002): “El primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre”. Consciente de que a su edad cada hora es un año, el anciano solterón, que durante 40 años trabajó como “inflador de cables” en El diario de La Paz y como profesor de gramática, decide celebrar sus noventa con una adolescente virgen. Nada más que una noche libertina. Acaso el último placer carnal frente a la inminencia de la muerte. Mientras espera que la dueña de un burdel le consiga “una novedad disponible” –una chica analfabeta–, el anciano, que trata de apaciguar su ansiedad escuchando a Bach, Wagner o Debussy, efectúa una suerte de ajuste de cuentas con su pasado. “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.” En este epígrafe de la última novela de García Márquez hay un homenaje al autor de La casa de las bellas durmientes (1961), Yasunari Kawabata, primer Premio Nobel de Literatura de origen japonés. Eguchi, el viejo japonés de 67 años que acude a una posada en las afueras de Tokio, frecuentada por ancianos que buscan pasar la noche con jóvenes narcotizadas, se parece al personaje del escritor colombiano. Los dos viejos descubren el placer de contemplar el cuerpo desnudo de una mujer dormida, sin ir más allá del goce visual. Ese nonagenario que se asume como “feo, tímido y anacrónico”, que nunca se preocupó por su edad sexual (“porque mis poderes no dependían tanto de mí como de ellas”), después de su fallida noche de amor, descubre el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una joven morena, a quien llama Delgadina, “sin los apremios del deseo y los estorbos del pudor”. Aunque ese “fracaso” le hiere su orgullo masculino –la dueña del prostíbulo, Rosa Cabarcas, una sagaz celestina moderna, le reprocha: “Una mujer no perdona jamás que un hombre le desprecie el estreno”–, lo que asoma como la historia de una derrota irreversible o el epílogo sexual de un hombre, pronto se transforma en la crónica de un anciano enamorado. Y el amor modifica las rutinas de este viejo solitario que empieza a descifrar el lenguaje del cuerpo de su bella durmiente, y que percibe los estados de ánimo de Delgadina por el modo de dormir o por su manera de respirar. Este goce ante la contemplación nocturna es una obsesión literaria del colombiano. En el cuento “Muerte constante más allá del amor” del libro La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (1972), el senador Onésimo Sánchez duerme abrazado a Laura Farina, la joven más bella del mundo, sin amenazar la virginidad de la chica.

Hace muchos años Gabo tuvo una revelación. Fue en Zurich, cuando una tormenta de nieve lo empujó a refugiarse en un bar. “Todo estaba en penumbra, un hombre tocaba el piano en la sombra, y los pocos clientes que había eran parejas de enamorados. Esa tarde supe que si no fuera escritor, hubiera querido ser el hombre que tocaba el piano sin que nadie le viera la cara, sólo para que los enamorados se quisieran más.”

La respuesta del coronel
Por Juan Sasturain

García Márquez fue un notable fabulador, un escritor riguroso y –además o sobre todo– un extraordinario titulero. Quiero decir y me animo: sus libros no serían tan buenos con otros títulos. En los diarios y en los cables de hoy –paga dos pesos– proliferarán los juegos de palabras con varios de los suyos: Cien años de soledad, El otoño del patriarca (dos octosílabos perfectos), Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera (dos endecasílabos inolvidables). Pero sobre todo será difícil no incurrir en la paráfrasis, la alusión a esa marca subrayada en la memoria de la lengua, el otro endecasílabo increíble: El coronel no tiene quien le escriba. Va a ser todo un de-safío tratar de salir de ahí. Es que son años de fidelidad, más o menos hasta los alrededores del Nobel. Las primeras invenciones de García Márquez que leímos a mediados de los sesenta, con veinte años y en ediciones uruguayas –Arca, sobre todo: La hojarasca, La mala hora– eran buenas pero no un refucilo ni rumor que anunciara el próximo y máximo tronar de lo que se venía: la inesperada explosión de Cien años de soledad –que no supo escuchar el pobre Goytisolo, dice la leyenda catalana– fue el resultado de soltarle la rienda a una manera distinta de contar el mismo mundo pero con una vuelta de tuerca alucinada, darle el mando, todo el poder a Melquíades. Un salto de registro, salida de madre. Arcadios, Aurelianos, Ursulas y Amarantas fueron una memorable raza de titanes, semidioses pobres, épica tropical de polvareda que dejaría, tras la secuela brillante y saturada de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira & Co, ya en otras manos, larga cría no siempre a la altura.

Pero fue así: como los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande y la historia del olvidado coronel –escritos antes de la inconcebible y centenaria saga– llegaron editorialmente después, los leímos ya vacunados y un con cierto respiro más cómodo tras el paso del torrente multicolor de pura invención. Y los disfrutamos más, si cabe. Por eso –contra ese fondo de gloria y reconocimiento universales– se recorta todavía hoy la perfección de aquellas piezas contenidas, hechas de reticencia y sabia alusión: “La siesta del martes”, “Un día de éstos”, “En este pueblo no hay ladrones”, la discreta hilera encolumnada que desemboca en el desborde de “Los funerales”. Ahí, antes del viraje, ya estaba el gran narrador que daría el salto sin red y caería parado entre ovaciones.

No trataremos de ser originales. Seamos un poco obvios, una forma de la cortesía ante lo que nos queda grande. Por eso, frente a la noticia de la muerte anunciada sólo cabe –un cadáver es también una pregunta– la respuesta final de su invicto coronel. Un exabrupto de dos sílabas, una definición del mundo o del estado de cosas del mundo que sigue vigente: Mierda.

El mejor de los mejores
Por Osvaldo Bayer

El mejor de los mejores. No es un calificativo muy original. Pero es la verdad. El escritor que descubrió Latinoamérica. Tal cual. Con sus originalidades, tradiciones, muecas, fantasías, predicciones. La naturaleza los hizo así. Eran y son así. Los libros de él penetran. Tienen la originalidad que lleva a la sabiduría. Esa sabiduría popular que puede avergonzar a cualquier filosofía europea. Quien descubrió Latinoamérica no fue Colón sino García Márquez. Su paisaje principal son sus personajes, esos sencillos habitantes que derraman saber chupado de las flores y los cardos. El descubre los colores, los sabores, el saber y el esconder, el abrirse y el usar y el aderezar la picardía. Todo mágico, pero, sí, trágico. Sabio pero llano. No se separa del idioma de las calles, de los valles. Auténtico. García Márquez, toda tu herencia nos queda. Nos has enriquecido para siempre. Mereces toda esta palabra emocionada: gracias por tu vida.

Consenso político
Por Emanuel Respighi

El fallecimiento de García Márquez no pasó inadvertido para el mundo de la política. Diferentes presidentes latinoamericanos y del resto del mundo lamentaron la muerte del Premio Nobel, en su mayoría a través de sus cuentas oficiales en Twitter. El presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, calificó al colombiano como “uno de los más grandes escritores de nuestros tiempos”. “Con su obra, García Márquez hizo universal el realismo mágico latinoamericano, marcando la cultura de nuestro tiempo”, escribió en Twitter el presidente del país en el que Gabo residió en las últimas décadas. A través de la misma red, el mandatario colombiano, Juan Manuel Santos, subrayó que “los gigantes nunca mueren”, al resaltar el gran legado que deja el autor de Cien años de soledad. “Mil años de soledad y tristeza por la muerte del más grande colombiano de todos los tiempos! Solidaridad y condolencias a la Gaba y familia”, escribió el mandatario. También el ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton, y el actual, Barack Obama, expresaron públicamente sus condolencias ante la pérdida del escritor y periodista colombiano.

La presidenta de Brasil, Dilma Rou-sseff, reconoció haber sentido una enorme “tristeza” cuando se enteró del deceso. Según la mandataria, el Premio Nobel de Literatura 1982 era “dueño de un texto encantador”, a través del cual “conducía al lector por sus ‘Macondos’ imaginarios como quien presenta un mundo nuevo a un niño”. Su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, se expresó mediante un comunicado firmado junto a su esposa. “Gabo –dice el texto difundido– fue un extraordinario escritor, un excelente periodista, un gran militante de las causas democráticas populares y un símbolo para todos nosotros de América latina y del mundo.” El presidente de Perú, Ollanta Humala, también lamentó la partida del autor de Crónica de una muerte anunciada. “Latinoamérica y el mundo entero sentirán la partida de este soñador. Descansa en paz Gabriel García Márquez, allá en Macondo”, escribió Humala en su cuenta de Twitter. “Se nos fue el Gabo, tendremos años de soledad, pero nos quedan sus obras y amor por la Patria Grande. ¡Hasta la victoria siempre Gabo querido!”, manifestó el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, también en Twitter.

Otro de los líderes latinoamericanos que expresó su pesar por el fallecimiento de García Márquez fue Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela, quien remarcó que el escritor fue un amigo sincero y leal de los revolucionarios latinoamericanos. “Perteneció a la generación fundadora del periodismo creador y comprometido con el derecho del pueblo a su felicidad. Dejó grabada su huella espiritual en la nueva era de nuestra América, cien años de Amor por su espíritu eterno. El Gabo fue amigo sincero y leal de los líderes revolucionarios que levantaron la dignidad de la América, de (Simón) Bolívar y (José) Martí”, remarcó Maduro. El presidente de Uruguay, José Mujica, recordó que cuando estuvo preso soñaba con las mariposas creadas por García Márquez en Cien años de soledad. “Lo descubrí casi por casualidad, en algunos años en la cárcel, y caminé mucho con él. Después lo soñé. Estuve 7 años sin poder consultar un libro y mi imaginación buscaba mariposas como las de él”, dijo. Mujica reflexionó que en sus soledades acudió a García Márquez y a otros escritores, porque “cuando uno está muy solo, trata de conversar con el hombre que lleva adentro, que está munido de los recuerdos de lo mejor que ha podido recoger en la vida. Y algunas cosas eran imágenes de García Márquez”, subrayó.

Las repercusiones en la política ante la muerte de Gabo no se redujeron al ámbito latinoamericano. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, también se sumó a los mensajes de condolencias, señalando que con el fallecimiento de García Márquez “el mundo ha perdido a uno de los más grandes y visionarios escritores” y uno de sus favoritos desde que era joven. El ex presidente de Estados Unidos Bill Clinton, con quien el colombiano tuvo una relación fluida durante su mandato, aseguró sentirse “honrado” de llamarlo amigo, lo que le permitió compartir su “gran corazón y mente brillante durante más de veinte años”.

Otras voces
- Guillermo Saccomanno (escritor): “Todos los libros que escribió fueron buenos, están magníficamente escritos. Todo tuvo brillo, sello personal. En todas sus novelas, la primera frase ya es hipnótica. Hace un tiempo volví a curiosear su obra periodística completa. No la leí toda, claro; pero allí donde entraba, quedaba pegado. Es un mérito que no todos los escritores logran: fue un modelo de rigor, con el uso de la palabra, con la profesión de periodista, con la escritura. Un grande. Va a quedar como el más importante de Latinoamérica en mucho tiempo. Es nuestro Cervantes”.

- Elsa Drucaroff (escritora y crítica): “Cien años de soledad y el universo de Macondo tienen y seguirán teniendo una vigencia descomunal. Sin embargo, en los últimos diez, quince años, se puso de moda en Filosofía y Letras hablar con menosprecio de García Márquez. El García Márquez que me fascina es el de Macondo, el de esos cuentos, el de Cien años... Me fascina porque creo que hay una comprensión tremenda de la situación de inviabilidad de América latina. Hay una mirada negra, pesimista, terrible. Me parece lamentable que lo que García Márquez inventó haya sido leído en su momento como exotismo latinoamericano. Leído desde no-sotros no es eso, es otra cosa. No me gustó demasiado lo que vino después de Doce cuentos peregrinos, pero un gran escritor no tiene por qué serlo al ciento por ciento. Fue un gran escritor latinoamericano. Se lo menospreciaba porque cuando algo se lee muchísimo la institución crítica tiende a menospreciar. Como artista tuvo la fortuna de llegar a millones: es una fortuna que desearía para mí”.

- Leila Guerriero (periodista): “Siempre me llamó mucho la atención un dato que pasa un poco inadvertido: cuando García Márquez fundó la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en 1994, ya había ganado el premio Nobel y había escrito sus grandes libros. Siempre me llamó la atención que un premio Nobel de Literatura pusiera su nombre y su dinero al servicio de una fundación que propiciara la escritura del periodismo, y no de una residencia para jóvenes escritores de novelas o de un premio de poesía. Eso siempre me pareció muy interesante. Fue muy moderno en la forma, en Textos costeños o en Relato de un náufrago, por ejemplo. Hay mucho trabajo detrás de esa prosa que fluye de modo tan fácil. También se destaca el uso del humor y la ironía, en sus crónicas de los ’50. Pero, más allá de todo esto, lo que me parece interesante de García Márquez es que siempre hablaba mucho del periodismo: decía que bien hecho, un texto periodístico podía ser una forma tan maravillosa de literatura como una buena novela o un buen cuento. Puso al texto periodístico a la par de la ficción. Sostuvo que el periodismo no es lo que hacemos para ganarnos el pan mientras somos escritores de grandes novelas y buscamos la consagración”.

- Mario Vargas Llosa (escritor): “Ha muerto un gran escritor cuyas obras dieron gran difusión y prestigio a la literatura de nuestra lengua. Sus novelas le sobrevivirán y seguirán ganando lectores por doquier”.

- Shakira (música): “Tu vida, querido Gabo, la recordaremos como un regalo único e irrepetible y como el más original de los relatos. Es difícil despedirse de ti, pues nos has dado tanto. Te quedarás para siempre conmigo y con todos los que te quisimos. Latinoamérica y el mundo sentirán la partida de este soñador. Que descanses en paz, Gabriel García Márquez”.

- Isabel Allende (escritora): “El único consuelo es que su obra es inmortal. Muy pocas obras literarias sobreviven el implacable paso del tiempo, muy pocos autores son recordados, pero García Márquez está en el panteón de los clásicos, junto a los grandes de la literatura universal. Es el más importante de los escritores latinoamericanos de todos los tiempos, el gran exponente del realismo mágico, el pilar del boom de nuestra literatura, la voz que le contó al mundo quiénes somos y nos mostró a los latinoamericanos nuestra propia imagen en el espejo de sus páginas. Todos somos de Macondo. Yo le debo el impulso y la libertad para lanzarme a la escritura, porque en sus libros encontré a mi propia familia, mi país, los personajes que me son familiares, el color, el ritmo y la abundancia de mi continente. Mi maestro ha muerto y para no llorarlo seguiré leyéndolo una y otra vez”.

- Jaime Abello Banfi (amigo personal y presidente de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano): “Se ha ido físicamente, pero permanecerá vivo a través de sus ideas, sus textos y su memoria en millones de personas que lo amamos en todo el mundo, y el legado representado en el trabajo de sus fundaciones y escuelas de periodismo y cine”.

- Jorge Coscia (secretario de Cultura de la Nación): “La verdad es que me pasan tantas cosas con esta noticia, no tengo palabras, se trata sin duda de un grande de la literatura universal, creador de ese magnífico movimiento identitario que es el realismo mágico. Fue un escritor comprometido con su tiempo. Periodista, escritor, autor de una obra inmensa. Creo que el tesoro más trascendente es su obra. Es un autor que se define con una sola palabra: genial”.

- Vicente Battista (escritor): “Tuve la suerte de conocerlo y tratarlo. Hablamos un par de veces en Barcelona. Pero sobre todo tuve el privilegio –el mismo que tuvieron millones de personas– de leerlo de cabo a rabo, de encontrarme con uno de los grandes escritores del siglo. Creo que fue Neruda el que dijo que Cien años de soledad se podía comparar con el Quijote, por la popularidad que había tenido, por la cantidad de lectores de todas las ramas sociales que había cosechado, que la habían entendido y gozado. Uno goza de este tipo de literatura. Neruda no estaba tan equivocado: Cien años de soledad cumple el mismo periplo que cumplió y sigue cumpliendo el Quijote. Se convirtió en objeto de estudio pero además lo leía la llamada gente del común, que a lo mejor ni siquiera se acercaba cotidianamente a la literatura. A esto habría que agregar que mantuvo a lo largo de su vida una actitud política, una posición. Fue un hombre de izquierda que mantuvo una fidelidad para con la Revolución Cubana desde que los guerrilleros entraron en La Habana hasta el día de hoy. Y luego con todos los otros gobiernos progresistas que se fueron multiplicando en América latina: él dijo, en algún momento, que imaginaba un socialismo general en toda América latina y lentamente está empezando a pasar”.

- René “Residente” (músico): “El mundo está de luto. La muerte nunca nos venció porque todo lo que muere es porque alguna vez nació...”.

- Alberto Laiseca (escritor): “Estoy triste por su muerte. Me gusta mucho su obra, nos hizo felices y nos hizo crecer. Fue un gran humano, como persona y como literato. Los escritores siempre dependemos de la mirada ajena, a él se lo miró, se lo entendió, y por eso el ‘realismo mágico’ está puesto ahí arriba. Su obra es muy grande”.

- Juanes (músico): “Se va el más grande de todos pero se queda su inmortal leyenda...”

- Ismael Serrano (cantautor): “Y porque es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites, sigues vivo”.

- Rubén Blades (músico): “Ojos de perro azul para Gabo”.

Producción: María Daniela Yaccar y E. R.

18/04/14 Página|12
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario