lunes, 21 de abril de 2014

- El espíritu de empresa y la insolencia proletaria

“Allá por los años de 1935 en adelante, acudían al subsuelo en que F.O.R.J.A. desarrollaba sus actividades numerosos desocupados radicales. La revolución de 1930 los había dejado cesantes en los cargos humildes que desempeñaban en la administración nacional y desde entonces vagaban desesperados en busca de un trabajo que no aparecía por ningún lado. La campaña antiindustrial que Gran Bretaña desencadenó en el decenio del 20 al 30, había transformado a la República en un verdadero campo de concentración. Las posibilidades de trabajo eran escasísimas. El ingenio de los desocupados se agudizaba. Uno de ellos descubrió una tarea que resultó inusitadamente fructífera: hacer bolsas de papel para uso de los almaceneros. Había descubierto que haciéndolas él, podía venderlas más baratas que aquellas que los almaceneros adquirían por mayor. Compró varios pliegos de papel de estraza. Con una tablita como molde y un poco de engrudo empezó a trabajar. El ensayo resultó un éxito. Las bolsitas caseras tuvieron amplia aceptación.
Pronto la clientela excedió su capacidad personal. Entonces mi amigo decidió ampliar el radio de su actividad. Sin saber que hacía marxismo práctico, decidió aprovechar la plusvalía de otros desocupados radicales. Los contrató a tanto por bolsa. Poco tiempo después tenía más de veinte desocupados trabajando para él. El antiguo desocupado comenzó a vivir con cierto desahogo. Comía dos veces por día. Sus hijos engordaban. El dinero abundante transformó poco a poco sus hábitos. A ojos vista, se volvía más responsable, más reposado, más afinado… Hasta que ocurrió la catástrofe. Me visitó para pedirme un consejo, con la esperanza de que yo imaginara un milagro. Lo había llamado el gerente de una fábrica de bolsas de papel, filial del gran consorcio de Bunge y Born, y sin ningún miramiento ni preámbulo le había dicho: “Señor, su competencia nos está molestando. Le damos quince días para cerrar”. “¿Qué hago?”, me preguntaba desesperado. “Cierre”, le aconsejé yo. “Trate de vender todo lo que pueda en estos quince días. Junte sus pesos y cierre. Si quiere pelear, le bajarán los precios. Usted no podrá competir. Tendrá que cerrar dentro de treinta días y quedará cargado de deudas”. El hombre no quería doblegarse sin lucha. “¿No es una competencia ilícita? ¿No es un monopolio? ¿No hay leyes? ¿No hay gobierno? ¿No hay policía? ¿No hay justicia?” “Todo está al servicio del mismo gigantesco monopolio que aprisiona al país, le explicaba. Ferrocarriles, tranvías, frigoríficos, Bunge y Born, C.A.D.E. y demás congéneres son diversas manifestaciones de la misma opresión, como si dijéramos distintos regimientos del mismo ejército invasor. Fuera de una pequeña oligarquía de abogados e intermediarios, encargados de cuidar el orden legal conveniente a los interese extranjeros, y de una masa amorfa de profesionales y empleados, que ignoran el drama del país y con cuyos conocimientos juega el periodismo, no hay más actividad lícita para los argentinos que la de sembrar y cosechar trigo, maíz y lino, criar y engordar vacas y transportar todo hasta los puertos de exportación. Y esto seguirá así hasta que la revolución que el pueblo argentino inició en 1810 y a través de frustraciones…” Pero mi amigo ya no me escuchaba. Se resistía a creer que lo suyo fuese una simple consecuencia de un gran problema nacional. Dejé de verlo. Supe más tarde que debió clausurar sus actividades cercado por las deudas. Después, corrido por las deudas se fue al campo a trabajar con su familia.
Volví a encontrarlo a mediados de 1950. Casi no lo reconocía. Vestía ropas de óptima calidad. Estaba rozagante, brioso y muy seguro de sí mismo. Se me ocurrió que desde lo alto de su evidente opulencia avizoraba con cierto ligerísimo menosprecio la constancia invariable de mi modestia. No me fue difícil presuponer que por un momento cruzó por su pensamiento la idea de que, al fin y al cabo, yo podía ser nada más que un pobre infeliz tragalibros, incapaz de triunfar, como él, en la lucha por la vida. Hizo gala de la fidelidad de sus ideas políticas. Continuaba siendo “un buen radical”. Desde las heterogéneas filas de la Unión Democrática había enfrentado la prepotencia militar y continuaba siendo un afilado luchador contra los extremismos totalitarios que se habían adecuado del poder con métodos demagógicos. Cuando terminó de recitar su cartilla política le pedí datos de sus actividades económicas.
Con gran aplomo me contó los detalles de su buenaventura. Habilitado por el Banco Industrial, había reinstalado con alguna maquinaria moderna de su antigua fábrica de bolsas. Se quejó del tiempo que le habían hecho perder con la presentación de proyectos, de planos y de presupuestos de inversión. Usaba una terminología técnica muy precisa. Tuvo amargas palabras de censura para la minuciosidad y morosidad burocráticas. Hizo una vaga referencia a particiones o coimas, pero soslayó toda referencia concreta. Tuve la sospecha de que en este punto mentía o exageraba.
No le oí ni una sola palabra de agradecimiento para nadie. Tenía la certidumbre de que su éxito se debía exclusivamente a su iniciativa personal, a su capacidad de trabajo indudable y a su espíritu de empresa. El radio de sus actividades fabriles se había extendido mucho, y diversificado en una gran complejidad de artículos. Criticó acerbamente el intervencionismo estatal que le impedía traer del extranjero repuestos y máquinas más eficaces y más baratas que las fabricadas en el país. Se desahogó hablando mal de la prepotencia proletaria. Las reclamaciones de sus obreros eran una espina clavada en su optimismo. Se explayó largamente y en términos duros contra sus exigencias y contra las crecientes concesiones que les acordaba el gobierno con su política demagógica. En su criterio, los obreros parecían querer suplantarlo en la propiedad de su fábrica y estableció un rápido paralelo con lo que él suponía que ocurría en Rusia. Se acaloraba al recordar lo que él llamaba “insolencia de sus delegados”. Después entró a criticar las innovaciones institucionales y se dedicó a encarnecer las flamantes reformas introducidas en la Constitución por el pueblo argentino. “Ese artículo cuarenta -dijo- es un absurdo”. Entonces lo interrumpí. Lo había escuchado en silencio y con un asomo de aprobación, porque quería medir el alcance de su incomprensión, y la profundidad de la penetración de las ideas que sigilosamente difundían los intereses extranjeros. Ahora le tocaba escucharme.
Nada puede el esfuerzo aislado
“El día que caiga el artículo 40 de la Constitución [de 1949] -le dije- junto con él caerá su fábrica o comenzarán a formarse las condiciones necesarias para que caiga. El día que terminen los privilegios que toda justicia aseguran las leyes a sus obreros, terminarán todos sus créditos y su opulencia que están sostenidos por el mismo principio de unidad, y a poco volverá usted a ser el humilde rasca que fue siempre, a pesar de sus grandes condiciones personales. ¿No ha comprendido todavía que su esfuerzo aislado vale menos que nada, frente a los inmensos poderes de las potencias extranjeras a quienes su actividad personal perjudica sin saberlo? ¿No ha comprendido todavía que el país sólo puede defenderse y defenderlo a usted, reuniendo en un mismo haz a todos los intereses nacionales, sin distinción de magnitud, así como no hace ni puede hacer distinción de razas ni de religiones ni de creencias? ¿No se ha percatado todavía de que su propiedad o su infortunio es una unidad inseparable del conjunto nacional, por cuya disgregación trabajan tenaz y afanosamente los intereses extranjeros? ¿No se ha dado cuenta todavía de que el artículo 40 es el símbolo del espíritu que generosamente defiende sus intereses, símbolo que será arriado el infausto día en que triunfen las fuerzas antinacionales que se disciplinaron en la extinta Unión Democrática? ¿No ha aprendido todavía a no hacerse eco de las difamaciones de la prensa extranjera y no sabe aún traducirlas al lenguaje de sus conveniencias? ¿No sabe aún que prensa extranjera ataca con sus calumnias y maledicencias cuando alguien opone los intereses argentinos a los intereses extranjeros, y al revés, elogia cuando los intereses extranjeros consiguen doblegar las conveniencias argentinas? ¿No ha comprendido aún que el día en que el delegado carezca de fuerza legal coactiva para hacerle cumplir la ley, será el mismo día en que su fábrica comenzará a carecer de crédito? Baje del caballo, amigo, y desensille. No hay que ser zonzo y permitir que los extranjeros aprovechen a su favor nuestras divergencias y nuestras incomodidades. ¿Conoce la técnica del jiu jitsu? Es una método de lucha japonés, merced al cual su rival lo vence con su propia fuerza. Con una pequeña palanca, él la desvía y la vuelve en contra suya. Tal es la técnica que los extranjeros han utilizado siempre contra nosotros. El día que muera el artículo 40, caerá el I.A.P.I. y Bunge y Born resucitará en toda su potencia, y junto con él todo el conglomerado de intereses concertados en la voluntad de mantener a nuestro país en el estado larval de factoría agropecuaria. No crea usted que el monopolio del comercio exterior, de los servicios públicos y del subsuelo son ocurrencias arbitrarias ocasionales y sin antecedentes.
Todas las legislaciones de los países verdaderamente independientes contienen especificaciones más o menos similares. Pero no hay necesidad de recurrir al extranjero. Todo lo que el artículo 40 preceptúa, ya lo previó como indispensable el numen tutelar de Mariano Moreno. Y Mariano Moreno es el pensamiento de Mayo. ¿O cree usted que el pensamiento de Mayo está dado por el jabonero Vieytes? En su “Plan Revolucionario” dice Mariano Moreno: “El mejor gobierno forma y costumbre de una nación es aquel que hace feliz al mayor número de individuos… las fortunas agigantadas en pocos individuos… no sólo son perniciosas, sino que sirven de ruina a la sociedad civil, porque no solamente con su poder absorben el jugo de todos los ramos de un Estado, sino también porque en nada remedian las grandes necesidades de los infinitos miembros de la sociedad, demostrándose como una reunión de aguas estancadas…”
(…) Me proponía continuar leyendo otros párrafos de Mariano Moreno, sobre todo aquel que comienza diciendo: “Los pueblos deben estar siempre atentos a la conservación de sus intereses y derechos y no deben fiar sino en sí mismos…”. Pero mi amigo se disponía a continuar su marcha. Tenía algún apuro porque temía llegar tarde a la conferencia de von Hayek. Lo vi partir con cierta pena. Al distanciarse de lo que le estaba leyendo, avanzaba hacia su perdición. Como los navegantes que iban tras el canto de las sirenas”.
Fuente: Raúl Scalabrini Ortiz, “Bases para la reconstrucción nacional”[Texto gentileza de Carlos Semorile y Néstor Gorojovsky]

AGENDA DE REFLEXION.

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