martes, 29 de abril de 2014

Campos de Carabanchel Por Juan Eduardo Zúñiga (1929)

Todo era muy difícil entonces: reconocer los sitios, las personas, las intenciones, aquel ruido levísimo, saber el preciso momento en que habla empezando algo y, tras sus consecuencias, cómo acabaría, pues todo acaba, incluso las guerras, las privaciones: para unos acaban con sus días, para otros cuando se abre la perspectiva jubilosa del dinero. Ese era el ruido que notaba cuando él levantó la cabeza.
—¿Qué ruido es ése?
Apenas perceptible, un tintineo de monedas apiladas en orden, repasadas aprovechando la seguridad que da la noche, cuando el sosiego serena los ánimos cansados y los ojos, perdida su agudeza, desgastada incidentalmente por las tumultuosas evidencias del día, entornan y eclipsan sus destellos, los brillos que proclaman pasión o inteligencia. Ambos atributos, ambos pecados de la naturaleza humana, estaban remansados a la luz dorada de la vela puesta sobre la mesa, dorando los papeles que había encima, las manos y las caras inclinadas hacia ellos, y permitía, pese a las tinieblas de la noche, continuar el repaso del libro de cuentas.
No parecía que hubiese ningún ruido. De día, los estruendos de la guerra; de noche, acallados éstos, sólo disparos. Hacía rato pasó un relevo cantando y sus palabras habían desatado mis recuerdos pero ningún ruido despertaba mi extrañeza, aunque estuviese al acecho, pendiente de un soplo, de un crujido... De pronto, el entrechocar de monedas al contarlas, inconfundible, diferente a todo lo escuchado en aquellos meses; por eso mi hermano había levantado la cabeza para inquirir: pálido y extraño, reconcentraba las cejas sobre la mirada dura, fuera del círculo luminoso de la vela, y las pupilas dilatadas tendían hacia la habitación contigua: de allí llegaba el ruido, borrado por el menor movimiento de papeles o de las sillas donde nos sentábamos o el escape de un camión que lejos resonaba, por las calles desiertas donde marchaba la patrulla cantando:
Si me quieres escribir ya sabes mi paradero
canción que había abierto el paisaje del otro lado del río por el que yo me había adentrado: casuchas y solares, ni prados verdes ni campos de labranza, sólo yermos vacíos donde hubo basureros calcinados por el frío y las heladas, y a la vez un río de oro que vendría a mis manos llegado el momento, cuando el acuerdo de abogados y notarios y la conjunción de las estrellas lo quisiese o cuando, con mi voluntad, yo lo impusiera. Un río de monedas, un ruido de monedas en la otra habitación que era la alcoba de nuestro padre, donde él también bajo la vela —muchas noches faltaba la corriente eléctrica—, las contaría en secreto sin que nadie supiera que las guardaba.
Mi hermano me miraba espantado, sorprendido de lo que habíamos descubierto: el raudo vuelo de nuestro pensamiento había coincidido en idéntico punto donde también se cruzarían nuestras intenciones, igual que miles de otros hombres en el amenazador, acerado anillo de la guerra, habrían buscado, existente o soñado, el roce magnético de las monedas, tan necesarias, reparadoras de cualquier carencia, de las que el alma no puede desviarse porque todo lo demás es accesorio y está expuesto, cruzado de balazos, a caer desplomado.
Hacía tiempo que yo vigilaba las palabras de mi padre: si hablaba en el comedor yo me acercaba a la luz del balcón no para mirar por los cristales sino para captar ávidamente la entonación, las pausas, lo que decía entre dientes para no ser entendido, cualquier alusión a herencias, a bancos, a valores, conceptos nada extraños en las conversaciones familiares a horas de comer; al reunirnos en torno a la mesa, o al bajar a la calle en busca de alimentos, analizaba sus palabras.
Difícil es saber —digo— cuándo tuvo su comienzo cada hecho: si es difícil en la vida o en la historia de un pueblo extranjero, aún más difícil es determinar lo que ocurre en una casa, en una habitación donde falta la electricidad y la sustancia espesa e impalpable de las sombras cerca la llama de una vela pequeña, encendida para alumbrarnos en nuestra obstinación de leer hasta altas horas y alumbrar mi tarea inútil de arrancar por la observación un dato que confirmara mis sospechas de que mi hermano era el elegido. Nadie podría decir si comenzó entonces el duelo a muerte, o acaso el día en que ante mí le dio el dinero, el fugaz reflejo de monedas de plata, que ahora él, ya distintamente, contaba en su cuarto, creyendo que todos dormían en la casa.
No cejaba porque sabía bien que todo hay que pagarlo : lo uno con dinero, lo otro con perseverancia y esfuerzo : nada se logra sin dar algo a cambio: da agotamiento el que estudia para sabio, da razón el que estudia la locura; yo daría dignidad porque estudiaba para poderoso : daría atención, tiempo para arrancarles la verdad y para eso me fijaba en su cara cuando no lo advertían, y en la curva de los labios por si en ellos se pudiera marcar, en fragmentos, la satisfacción de un pensamiento de triunfo; o bien, medía la vivacidad de sus manos al tenderlas hacia un periódico, hacia el lápiz, medía la seguridad de sus dedos, afianzados o no en el tacto de la riqueza. Vigilaba a los dos: al padre, las palabras, a mi hermano, la alegría de sentirse rico.
Sólo al hablar del final de la guerra, nuestro padre se alegraba y mencionaba los solares o sus alrededores como las arcas seguras de la fortuna y esa mención bastaba para llevarnos de la mano por el puente de Toledo y subir hacia los eriales que la patrulla del relevo había recordado:
Si me quieres escribir ya sabes mi paradero: campos de Carabanchel, primera línea de fuego.
El también me espiaba, con habilidad, con obstinada insistencia, que no se detenía en lo más inesperado como si todos los canales para llegar, sumergido, a mis secretos, fueran válidos aun los que, al requerir una asiduidad sorprendente, podían descubrirle. Si yo tarareaba algo, él levantaba la cabeza y, atento, me escuchaba; si yo me asomaba al balcón procuraba seguir mis miradas, procuraba saber qué amigos tenía, procuraba aprender mis palabras favoritas, procuraba sorprender mis proyectos de futuro. Veo a mi hermano huroneando en mis bolsillos, en los cajones de mi mesa, en el asiento donde yo había estado sentado, el papel que dejaba sobre un mueble, la llamada por teléfono que daba, la conversación que tenía con mi padre. Hasta me di cuenta que leía mi cuaderno de pensamientos, un diario en el que yo contaba mi propia vida; extraía de mi existencia lo dudoso y vacilante, y lo dejaba allí, ensartado en líneas, pero a pesar de la llave del armario él lo alcanzó y lo hojeaba para seguir el curso de mis preocupaciones.
Largas horas de pensarlo —mientras pasaban los días angustiosos a la espera de encontrar comida, de una temida movilización general, de que un bombardeo destruyese nuestra casa—, y una tarde encontré cómo convertir en arma mía su curiosidad.
Hasta entonces yo escribía a vuela pluma, con letra diminuta, más pequeña cuanto mayor era la reserva, igual a todos los que escriben sus secretos inclinados sobre renglones confidenciales y cuentan su amargura, ya que en la liberación de este informe privadísimo podemos encontrar el consuelo que nos da otra persona. Así hacía yo hasta que supe la indiscreción de mi hermano y planeé trazar en el papel el esquema de una trampa con letras grandes, claras, cuyos rasgos aguzados abrirían la piel de quien leyese. Escribí:
«La enfermedad de Pablo avanza, la veo marcada en su cara y en la dificultad de concentrar el pensamiento y porque dice a medias las palabras. ¡Pobre hermano! Lo más evidente son las manchas bajo los ojos en cuanto toma alimento caliente, prueba indiscutible de que el mal progresa.»
Volví a colocar el cuaderno en el mismo sitio, lo dejé en el armario donde siempre lo tuve y cerré con llave para esperar toda la tarde, y la noche, y la mañana siguiente, y cuando llegó la hora de sentarnos en familia a comer, o mejor dicho, a devorar unos alimentos precarios que eran nuestro único sustento, simulé indiferencia a todo lo que allí había para atender únicamente a lo que hiciera, y al tomar la sopa de agua salada con fragmentos de una verdura pero cuyo calor parecía equivaler a un plato suculento, vi cómo cogía el vaso y lo miraba, no al vidrio transparente, sino todo lo que reflejaba, deformado en la superficie curva, capaz de devolverle una cara con manchas rojizas bajo los ojos.
Yo atendía a mi cuchara, midiendo las potencias de mi victoria, aunque pensaba cuánto espanta conocer la envidia y querer esquivarla, cuántas veces me habrá herido sin advertirlo, pues la herida de mano envidiosa no revela su daño, sino más tarde por los efectos y las consecuencias, mientras yo buscaba aclaración en su cara circunspecta, igual al que mira a una pared donde alguien escribió algo, o escudriña una foto borrosa, para saber qué mano lo trazó, qué cámara la hizo, espiar su más velado pensamiento, sus planes, los acariciados sueños de sus noches, a los cuales debía lo que era; debía a los sueños lo que era el día siguiente, y por aquel contacto, cada día cambiaba, y yo no podía preverlo, pues del sueño venía con una nueva fuerza o, posiblemente instruido, de tal manera que se reservaba más celosamente. Otros días se levantaba como si le hubieran dado cita o creado un convenio para la noche siguiente, y él no hacía nada sino esperar, absorto en sí mismo, reducido a una espera vacía. Más de una vez pensé que el mundo del sueño era su verdadero país, y que si salía para aquellos viajes de todos los días, le seguía sujetando por unas costumbres y por una lengua peculiar que no le permitía ser de nuestra vida cotidiana. Así era posible comprender su naturaleza fluida que escapaba a toda comparación con primos o amigos y nos dejaba absortos por su misma carencia de modelos conocidos, y buscando el que mejor conviniera, admití que sólo podría determinar sus dimensiones sustrayéndole al sueño, cerrándole las puertas de su patria: y así lo hice. Escribí en el cuaderno:
«Habla de noche, en voz alta cuenta lo que hierve en su constante pesadilla; con palabras sonámbulas se confiesa.»
Sólo estas líneas. Aquella noche leyó hasta la madrugada y no se acostó; se echó sobre la mesa, borracho de sueño y durmió así, aplastada la cara contra los brazos cruzados, o fingió dormir como yo fingía extrañarme de aquella postura : tuvo que ser su propio centinela, su celador insomne, y el pretexto fue que no estaba dispuesto a bajar al refugio en pijama si empezaba la alarma de un bombardeo, pero el cansancio le exigía su tributo y le vi dormitando en una butaca del comedor, aunque los ruidos del día no le permitían llegar hasta las hondas estancias del sueño y sus bostezos descubrían que ya no contaba con la ayuda del poderoso soberano. Lograr esto quiere decir pagar: ya está dicho; no pasaron muchos días sin que sus aplastadas mejillas estuvieran más demacradas según mi cuaderno había previsto. Mis aliados eran las hambres propias de toda guerra y una mano de plomo puesta sobre la resistencia de aquel cuerpo minado por una larga enfermedad que anunciaba, como los disparos nocturnos o las sordas explosiones al final de la calle de Cea Bermúdez, una muerte de perro.
No podía esperar más: decidí alcanzar, por los medios más directos la única solución de aquel dilema, en la forma apropiada al tiempo que vivíamos, al azar de los cascos de metralla, de minas que hacían retemblar los muros y los techos, de la sangría incontenible de gente atravesada en plena calle; pensé: será como una nube oscura que tapa el sol y luego pasa; tras los rumiados cálculos de la lógica y la prisa, llegué a la decisión imprescindible. Entre impresiones triviales de todos los días, escribí en el cuaderno:
«Conozco los solares de Carabanchel, muy grandes y hermosos, es bueno haberlos visto para calcular su extensión, y para saber lo que son, hay que visitarlos, recorrerlos hasta donde terminan. Estoy contento de haberlos visitado antes de empezar la guerra, de haber pisado su tierra gredosa, para cuando haya que disponer de ellos tener ideas muy claras de su destino. Acaso una tarde volveré a ir, aunque estén cerca de las trincheras.»
Ya estaba hecho, la moneda subía en el aire y en la espera yo tarareaba igual que quien regresa de una fiesta:
Campos de Carabanchel, primera línea de fuego,
vigilando las bolas negras entre los párpados semientornados, disparadas hacia mí, diciéndome que no era mi hermano sino un rival intransigente dispuesto a herirme con sus armas. Se acercaba el final; que llegase la autenticidad de lo más profundo, pues quien ha sufrido no puede ser fraterno, cuando en la mesa del comedor las rígidas caretas del alejamiento, de la ocultación, marcan la enemistad, la envidia, el pesar por los ajenos merecimientos o la buena suerte de aquel al que se odia, y todos callábamos entregados a un gesto benévolo, mientras yo sorprendía sus preguntas en voz baja, para saber del padre cuál era la línea de tranvías, en dónde terminaba exactamente, si se podía cruzar el río y cuánto se tardaría... palabras de aparente pura curiosidad que le llevaban lejos, a donde yo le induje y los rumbos de mi porvenir necesitaban.
Llegó la noche y no regresó a casa; dieron las horas de la alta madrugada y estuve seguro de que ya no volvería. Me lo imaginé por campos de alambradas buscando su dinero entre embudos de barro y alfombras de basura; como un tonto que va hacia sus errores, le vi alejarse camino de las balas.

De Largo noviembre de Madrid (1980)


 

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