domingo, 23 de marzo de 2014

Las políticas del cuerpo

Por Ricardo Forster

En la travesía del sujeto moderno el lugar del cuerpo sufrirá diversas y sorprendentes metamorfosis. Ya en el acto de su constitución, en el momento en el que se consolida su hegemonía, lo que quedará tachado será el lugar de aquello que hace resistencia a la búsqueda cartesiana de transparencia. La anárquica manifestación de la voluntad –esa dimensión del cuerpo que se resiste a ser sometida a los designios del tribunal de la razón– señala los límites de esa misma ratio que alzaba su dominio sobre el mundo interior y exterior creyéndose depositaria de una certeza incuestionable y garantizadora de la contención de una corporalidad en permanente descentramiento. Pensar el advenimiento de lo moderno y de su máquina política, el Estado, es indagar las condiciones del doble silenciamiento del cuerpo: desestructuración epistémica, por un lado, es decir ruptura entre sensibilidad y conocimiento, y, por el otro lado, sometimiento del cuerpo a las políticas de control policial, social, sanitario y económico. El núcleo último de las políticas del cuerpo hay que ir a buscarlo a lo nuevo de un orden social llamado capitalismo. Un sofisticado engranaje se pondrá en funcionamiento para garantizar la apropiación, por parte de la máquina capitalista, de lo que, más adelante, Marx denominará “fuerza de trabajo”. Entre la violencia y la seducción se irá labrando la historia de ese sometimiento.

Junto a la destrucción de la experiencia –entendida durante siglos como asociada al conocimiento a través de los sentidos y de la acumulación vivencial– y su reemplazo por el experimentum –que no es otra cosa que la matematización de nuestro vínculo con la naturaleza hasta convertirla en una abstracción objetivable–, nos encontramos con la gran transformación destacada por Michel Foucault: “Durante milenios el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente” (M. Foucault, La voluntad de saber, I, p. 173). Según el autor de Vigilar y castigar, “el umbral de modernidad biológica” de una sociedad se sitúa en el punto en el que la especie y el individuo, en cuanto simple cuerpo viviente, se convierten en objetivo de sus estrategias políticas, en ese preciso instante en el que los cuerpos individuales ya no pertenecen verdaderamente a sus portadores concretos sino que pasan a ser una cuestión pública, es decir, pasibles de ser determinados y ordenados por el Estado que asume el carácter del gran administrador de los cuerpos, la máquina que garantiza el despliegue universal del capitalismo. Este es el punto de inflexión, el salto mortal de la modernidad, aquello que destaca su novedad radical frente a otras formas de organización preexistentes como lo fueron el mundo medieval y el ideal clásico de orden político. Aristóteles queda a un costado y ahora se abrirá el tiempo de Hobbes.

Giorgio Agamben sostiene, siguiendo a Foucault en esto, que en “particular, el desarrollo y triunfo del capitalismo no habrían sido posibles, en esta perspectiva, sin el control disciplinario llevado a cabo por el nuevo bio-poder que ha creado, por así decirlo, a través de una serie de tecnologías adecuadas, los ‘cuerpos dóciles’ que le eran necesarios” (G. Agamben, Homo Sacer, p. 12). Mientras que en la Edad Media el cuerpo es el lugar del pecado, la geografía por la que se desplaza el demonio tentando una y otra vez la fragilidad de la carne; en la modernidad burguesa el cuerpo debe ser introducido violenta y ordenadamente en los engranajes de producción. En el primer caso, se trata de un conflicto teológico, una cuestión de potestades entre la dimensión espiritual y la dimensión carnal del hombre, conflicto determinado por la búsqueda de salvación; en el segundo caso, no hay salvación del cuerpo, como la hay del alma en la cosmovisión cristianomedieval, sino sometimiento del cuerpo a las reglas del orden productivo del capitalismo, el control de sus deseos y pasiones como lógica emanación de los nuevos intereses político-sociales.

Agamben destaca que el ingreso de la zòê (la simple vida animal) en la esfera de la Polis (ciudad de los hombres), constituye el advenimiento de la política moderna, esa nueva territorialidad en la que la vida humana es radicalmente politizada. Según Hanna Arendt la decadencia de lo político en la modernidad es consecuencia del primado de la vida natural sobre la acción política. Ese primado es el que abrirá las puertas, sostiene Agamben siguiendo a Arendt, de las políticas genocidas propias del siglo XX. Cuando la totalidad de la vida queda encerrada en la órbita del Estado y de sus políticas de “salud pública”, lo que adviene es el horizonte de una despiadada intervención de lo estatal sobre unas vidas que se vuelven, literalmente, nuda vida, es decir, vidas sometidas al arbitrio de una instancia superior que puede determinar el sentido de sus existencias o, más grave aún, de sus muertes. A esta visión de Arendt y Agamben quizá le falta ese otro núcleo clave y decisivo de la cosificación de los cuerpos en la modernidad que es, precisamente, la apropiación capitalista de la fuerza de trabajo. El Estado que administra en beneficio de la rentabilidad burguesa o de la reducción totalitaria de las libertades públicas. ¿Es posible, acaso, otra forma de Estado que proteja a los más débiles y sostenga el vínculo siempre complejo entre la demanda de igualdad y la persistencia de la libertad? La idea del Estado de Bienestar se ha movido en la estela dejada por esta inquietud central. Sus problemas y sus límites también. Es lo que hoy se vuelve a discutir en algunos países sudamericanos a contrapelo de la hegemonía mundial del neoliberalismo.

El dispositivo que pone en marcha la modernidad, entendida aquí como el tiempo histórico del despliegue y dominio del poder soberano, somete al individuo –su propio supuesto núcleo, el epicentro de su originalidad política y de su reclamo de autonomía, emancipación y libertad– a ser “cuerpo en disponibilidad” de acuerdo a las necesidades inescrutables de ese mismo poder al que ha contribuido a instituir. Siguen siendo extraordinariamente actuales las agudísimas reflexiones desarrolladas por E. de la Boetie, pensador francés de los umbrales del siglo XVI, en su Discurso de la servidumbre voluntaria, obra en la que el joven amigo de Montaigne descubre, para la posteridad, el funcionamiento inicial del aparato estatal y del renunciamiento que los individuos hacen de su libertad para forjar, precisamente, la maquinaria del sometimiento. En este sentido, Agamben dirá que la política en el contexto del poder soberano es, siempre, una biopolítica, una completa reducción del sujeto a la instrumentalidad de ese poder que lo convierte, según las circunstancias y las necesidades, en nuda vida, es decir, en vida disponible para hacer con ella lo que se quiera, incluso exterminarla.

Siguiendo también en esto a Foucault es importante destacar el pasaje del “Estado territorial” al “Estado de población”: “El resultado de ello es una suerte de animalización del hombre llevada a cabo por medio de las más refinadas técnicas políticas. Aparecen entonces en la historia tanto la multiplicación de las posibilidades de las ciencias humanas y sociales, como la simultánea posibilidad de proteger la vida y de autorizar su holocausto”. El Estado moderno es ahora el “garante de la vida” y, en tanto que tal, se convierte, mutatis mutandis, en su legítimo aniquilador. La lógica del exterminio, desde la masacre de los armenios llevada a cabo por los jóvenes turcos a principios de siglo XX, pasando por el exterminio judío y gitano, el Gulag soviético, hasta sus irradiaciones en las últimas décadas (incluimos entre otros el genocidio de la dictadura militar argentina, las masacres étnicas de Ruanda, las limpiezas de sangre de Bosnia y Kosovo, el bombardeo criminal sobre Bagdad por parte de Estados Unidos, etcétera), es el producto directo de la capacidad intrínsecamente genocida del Estado moderno que así como puede cuidar la vida, y de hecho lo hace, también puede, y también lo hace con frecuencia, destruirla sin miramientos.

Pensar el exterminio es, por lo tanto, hacerse cargo no de un accidente imprevisto en la marcha civilizatoria de la modernidad y sus diversos rostros, sino descubrir su esencialidad más profunda y terrible. Pero, para no reducir la cuestión al siglo XX, es preciso recordar la doble conformación del Estado moderno y del capitalismo a través de lo que se llamó “la acumulación originaria” (la expropiación de millones de campesinos de sus tierras y de sus instrumentos de trabajo) y el sometimiento y el genocidio de los pueblos originarios de América. El liberalismo tiene, en esos dos acontecimientos, su marca de origen, esa zona oscura siempre negada y ocultada. Lejos de la mitologización democrática y libertaria de sus orígenes, lo que encontramos es la genealogía de la violencia ejercida sin contemplaciones sobre el cuerpo del otro.

El primer gesto de control y sometimiento del cuerpo que ya se operaba en la institución cartesiana del sujeto racional, fundamento último desde el cual proyectar las posibilidades mismas del conocimiento, abre el juego para ese otro mecanismo político que reducirá el cuerpo del hombre a nuda vida, a una zòê cuya entrada en la ciudad de los nuevos poderes soberanos, irá de la mano con su inmediata reducción al control biopolítico, su puesta a disposición de una maquinaria que al mismo tiempo que cuida la vida puede exterminarla sin tener que dar cuentas de sus acciones. Obturar las estrechas relaciones entre corporalidad y conocimiento, destituir la fecundidad que desde siempre tuvo el cuerpo como vehículo de sabiduría y de institución de relaciones culturales, supone, en el comienzo de la modernidad, la apertura de su puesta en disponibilidad, el inicio de la marcha hacia su devastación.

Cuerpos-ausentes, cuerpos-desaparecidos, cuerpos-excluidos, figuras de un trazo grueso que establece una conexión entre el genocidio indígena sistemáticamente implementado desde la segunda mitad del siglo XIX cuando precisamente se iba montando la máquina estatal, hasta alcanzar su punto mayor y más despiadado en esa fantasmagórica categoría de la violencia inaugurada por la dictadura videlista en la que literalmente se hacían “desaparecer” los cuerpos indeseables, haciendo del poder soberano, siempre ligado al “estado de excepción” y al “fuera de la ley”, el único responsable de resolver sobre la vida y la muerte.

Del cuerpo-ausente de la historia, habitante del desierto, pura nada de sentido, pasando por el cuerpo-desaparecido que resalta el dominio absoluto del Estado represor sobre la fragilidad humana, hasta ese otro cuerpo-excluido del mercado y lanzado hacia una geografía de la violencia y el desarraigo que hace de esas poblaciones desclasadas y marginalizadas un cuerpo disponible para nuevas formas de exterminio. La historia argentina siempre ha hecho algo con los cuerpos, desde sus orígenes ha sabido que el poder se construye movilizando poblaciones, ejerciendo las leyes sobre aquellos que se mantienen al margen, controlando la vida moral, introduciéndose en los más pequeños vericuetos de la existencia destacando el lugar privilegiado del Estado como garante último de la salud pública y, claro está, de la eliminación de excedentes e indeseables.

En nuestra historia el ejercicio del poder siempre ha pasado por el dominio de los cuerpos. La política de las clases dirigentes estableció, desde los orígenes, una clara acción de control, sometimiento, represión, pedagogización y seducción que atravesaba casi todas las esferas de la vida. Desde las leyes contra la vagancia hasta los debates imposibles sobre el cuerpo-mercancía de prostitutas y travestis, el acto de ejercer el poder tuvo como lugar simbólico y efectivo al cuerpo del otro, ese cuerpo legislable y reprimible, garantía ejemplar para fortificar la tranquilidad de una mayoría de honestos ciudadanos dispuestos a sostener la moralidad pública.

Pensar el cuerpo es, entonces, internarse en un territorio en el que se ha ido forjando la trama profunda de nuestra historia, es descubrir el otro rostro de un proyecto de nación que desplegó sus terribles cuotas de barbarie allí donde precisamente venía a consolidar su modelo civilizatorio. Marcas y ausencias de cuerpos que, en su enmudecimiento, dicen lo indecible de nuestras miserias y violencias. Grafías que señalan el mapa de una sociedad que no ha podido sustraerse a sus deudas y a sus fantasmas. Ya próximos a otro 24 de marzo no podemos ni debemos dejar de reflexionar críticamente alrededor de las políticas del cuerpo, a sus terribles consecuencias que han dejado marcas profundas en la frágil memoria de la sociedad. Desde la administración económica al terrorismo de Estado el cuerpo, el nuestro, no ha dejado de ser un objeto de control, de sometimiento y de seducción. También, claro, el ámbito de diversas resistencias y de indispensables sueños de libertad e igualdad.

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