domingo, 24 de noviembre de 2013

Pauta publicitaria, cambios y teoría del muchacho que sabe Por Miguel Russo mrusso@miradasalsur.com

La Batalla Cultural. “Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez” Bernardo de Monteagudo Dentro de las corrientes filosóficas del argentino promedio, ahí nomás de las dos más frecuentadas (el “queseyoísmo” y el “iquevasé”), se encuentra la escuela que dictamina sobre todo tipo de problemática partiendo, de manera irremediable, del axioma “tengo un muchacho que sabe”. Oriunda, básicamente, de los tiempos muertos de las oficinas porteñas de principios del siglo pasado –período conocido como la Edad Media de la clase media–, creció hacia otros destinos y otros estratos sociales, aunque manteniendo siempre cierta relevancia en la clase que la parió, inundando, en su andar lento pero persistente, hasta los rincones más adversos a dicha escolástica. Se desconoce, de arranque nomás, si el primer término axiomático, “tengo”, responde a un mero sentido de pertenencia, se remonta hacia los arrabales del conocimiento, admite determinada cercanía con la cosa o vaya a saber uno qué cuernos. En cuanto al segundo término –“un”, al igual que todos los artículos, indefinidos o no, como si se tratara de un mensaje de tweet, queda descartado de este análisis–, “muchacho”, poco y nada se consigna de él. Se ignora su procedencia, su estado civil, su ocupación, su cargo si tiene dicha ocupación, su fisonomía, su nombre, su intención, su ideología. Es, sí, un sujeto masculino (el “un” y la terminación “o” no admiten margen de error, aunque recientes estudios señalan que el sexo del mencionado guarda concordancia con el de los seguidores de dicha escuela filosófica, mayormente, hombres) que remite a una enorme franja etaria comprendida entre los 25 y los 75 años. Digresión: se desconoce, además, si “un muchacho” es, efectivamente, uno, o se prefiere la sinécdoque, licencia retórica que engloba el todo por la parte, para señalar un enjambre de muchachos que saben representados –poéticamente, eso sí, hay que decirlo, como una suerte de Fuenteovejuna– en ese “un”. Lo que no deja lugar a dudas es que el “muchacho” en cuestión, el que se tiene, es alguien, como señala el fin del enunciado, “que sabe”. ¿Qué sabe? Desde los más endiablados problemas trigonométricos hasta las coordenadas por las cuales gana un caballo u otro en la sexta de Palermo, desde la verdad de la milanesa de las peripecias sexuales de Wanda Nara hasta la implementación político-social de las leyes de la termodinámica, desde las razones del vértigo adquirido por Lionel Messi en anónimo potrerito de Rosario que se tornaron gambetas admiradas por el mundo entero hasta las verdaderas causas de la liberación putinesca de los militantes argentinos de Greenpeace. Es decir, todo. El muchacho que sabe, lo sabe todo. Y, en acelerado proceso de ósmosis –representado en el vocablo “tengo”–, el muchacho que sabe pasa su sabiduría al que utiliza el axioma como introducción para enunciar luego lo que quiere que los demás, los escuchas, admitan como verdad absoluta. Es decir, “un muchacho que sabe” convierte a cualquier tirifilo en irrefutable. Dicho esto, los datos duros: a partir del martes pasado, en que por decreto de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se supo que, entre otros cambios de funcionarios, Jorge Capitanich reemplazaría a Juan Manuel Abal Medina como jefe de Gabinete, aparecieron centenares de irrefutables munidos del “tengo un muchacho que sabe”, que dispararon las más osadas sentencias sobre la significación de la movida. Como se señaló más arriba, la escuela filosófica de la tenencia del muchacho que sabe llegó –al igual que señalaba la teoría económica pelafustana del derrame– a ámbitos inimaginables por donde transitan sujetos no menos inimaginables. Uno de esos ámbitos, entrando de lleno en el tema, es el de los partidos políticos y las redacciones de medios periodísticos; los sujetos que por allí transitan, entrando más aún en el tema, son los políticos y los periodistas. Entonces, “un muchacho que sabe” sirvió para que, desde varios frentes, se perpetrara la certeza de que a partir del juramento del miércoles, el mencionado Capitanich desembarcaría en la Jefatura de Gabinete con su círculo áulico –sustentado en el amplio triunfo, casi el 60% de los votos chaqueños, en las legislativas de octubre pasado, con los cuales el Frente para la Victoria ganó tres diputados y dos senadores nacionales– para reestructurar la política, supuestamente acomodada entre medios afines, como dicen oposición y opositores, de reparto de pauta oficial llevada adelante hasta ahora por su antecesor. Poco importa que esa tan zarandeada pauta oficial signifique –más allá de toda suspicacia sobre el reparto– entre el 5% y el 7% del total de la publicidad. Ni siquiera que de ese porcentaje –como señaló el secretario de Comunicación Pública, Alfredo Scoccimarro–, el 35% esté destinado a los medios del interior del país. Adolfo Rodríguez Saá, por ejemplo, el mismo que supo cosechar la ovación cuando en su fugaz mandato presidencial dijo –adalid de las líneas duras del pensamiento político–, palabras más, palabras menos, que la deuda la pague Mongo, el jueves, tuvo como senador (PJ) otro brote de razonamiento en A dos voces por TN y, encabalgado en “un muchacho que sabe”, arriesgó que la pauta privada, en la gestión de Capitanich, suplantaría a la oficial en las emisiones de Fútbol para Todos. Al mismo tiempo, frente a una de las tantas preguntas inquisitivas de Marcelo Bonelli, señaló saber de buena fuente (una de las fracciones de la escuela del “tengo un muchacho que sabe”) que “Capitanich no va a liderar la gestión económica”. Toda una sabiduría, exultante y esclarecedora, ya que hasta ese momento casi nadie se había enterado de que el nombramiento del nuevo ministro de Economía había sido para Axel Kicillof, sagazmente señalado meses atrás por el mencionado Bonelli como “oriundo del marxismo”. Oriunda del Chaco, que no del marxismo, la diputada nacional electa por UNEN Elisa Carrió, seguidora también de la escuela del “muchacho que sabe” pero de la fracción “la calle me dice”, se amparó en esa forma de la sabiduría frente a Joaquín Morales Solá en el programa Desde el llano (sí, TN): “Cristina elige sucesor. Y elige una persona muy ambiciosa que conozco desde la infancia. Es un gran mentiroso. El otro postulante al cargo era el gobernador de Entre Ríos, Sergio Urribarri, pero no daba. Ustedes saben que Entre Ríos está tomada por el narcotráfico. Además, Urribarri no terminó la secundaria. Y eligió a Capitanich, el corrupto más amoroso de la Argentina”. El senador (UCR) Ernesto Sanz también es un gran representante del “tengo un muchacho que sabe”. Demostró su pertenencia a la fracción “encuestas” cuando en 2010 descerrajó que “desde el mismo instante en que se implementó el programa de Asignación Universal por Hijo los datos marcan que lo que se venía gastando en juego y en droga ha tenido un crecimiento superlativo”. Ahora, frente a la asunción de Capitanich, no trepidó: “Todo señala que el reemplazo es más de lo mismo: amigos y dinero para los amigos”. Verdad de Perogrullo, la escuela hace escuela refrescando día tras día que hay muchachos que saben y hay quienes tienen a los muchachos que saben. Tratando de meterse a toda la sociedad en el bolsillo, esa escuela dictamina que toda persona llega a la función pública para hacer prevalecer sus desmedidas ambiciones de poder y que cometerá todo tipo de latrocinio en función de engordar sus arcas. Que la cuestión política es un mero ejercicio de saber quién mea más lejos, de saber quién pisa más fuerte y otras alegorías al respecto. El muchacho que sabe, tanto como el que tiene un muchacho que sabe, son los que oficializan eso como pensamiento. Se cuidan mucho de mencionar que representan el empleo del espíritu de análisis realizado por los pequeñoburgueses (con perdón del término, tan caído en desuso justamente por los pequeñoburgueses que ahora se hacen llamar de otra manera) que, como decía allá por 1948 Jean Paul Sartre, tiene “como postulado inicial que los compuestos deben necesariamente reducirse a una ordenación de elementos simples”. Así, “política igual robo igual corrupción” es la tríada perfecta esgrimida y echada a volar sobre toda la sociedad por esos pequeñoburgueses desde sus propaladoras. Y se empeñan en hacer ignorar que la política que vale la pena es bastante parecida a la literatura. En ésta existe un pacto de generosidad entre el autor y el lector, que cada uno confía en el otro y le exige tanto como se exige a sí mismo. Pero claro, son pequeñoburgueses, y están asustados por aquello de que, alguna vez, algún político o grupo de políticos no comulgue con esa cosa de quién mea más lejos y trabaje con los pactos de generosidad. Y ya lo decía Bertolt Brecht: no hay nada más parecido a un fascista que un pequeñoburgués asustado. 24/11/13 Miradas al Sur

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