miércoles, 31 de julio de 2013

UNA MADRE PIDE UN NUEVO DOCUMENTO PARA SU HIJA TRANS DE SEIS AÑOS

Lo que devuelve el espejo Lulú empezó a vestirse como nena en su casa, ahora va al jardín con nombre femenino. Imagen: Dafne Gentinetta Nació varón junto a su mellizo. La mamá cuenta que ya al empezar a hablar se identificó como niña. Y a los cuatro años se puso un nombre de nena. En el jardín aceptan su condición. Un equipo de psicólogos asiste a la familia y acompaña el reclamo para lograr un nuevo DNI. Por Mariana Carbajal Lulú nació con genitales masculinos como su hermano mellizo y los padres le pusieron Manuel. Ahora, la madre cuenta qué pasó después. Desde que pudo hablar, al año y medio de vida, dice que empezó a repetir: “Yo, nena”, “yo, princesa”, y a ponerse ropa de ella y pedir muñecas para jugar. “A los cuatro años eligió un nombre femenino y pidió que la llamáramos así –relata–. Nos dijo que si no le decíamos así no nos iba a contestar.” Hoy Lulú tiene seis años y es una nena trans: vive con su mamá y su hermano en el conurbano bonaerense –el papá los abandonó– y cursa preescolar en un jardín de infantes que respeta su identidad. Pero su mamá y los terapeutas que la acompañan plantean que necesita un nuevo DNI acorde con su identidad de género. “Es muy duro llevarla a una guardia porque tiene 39 grados de fiebre y que la vean con dos colitas y pollera, y en lugar de fijarse qué le pasa, la miren raro porque en el documento tiene nombre y foto de varón”, dice a Página/12 la mamá de Lulú, de 39 años. La Ley de Identidad de Género prevé un mecanismo en el caso de menores de 14 años, pero en el Registro Civil de su municipio le dijeron que debía recurrir a la Justicia. El equipo interdisciplinario que atiende a la niña y su familia, y que encabeza la psicóloga Valeria Pavan, coordinadora del Area de Salud de la Comunidad Homosexual Argentina –y asesora técnica del Programa de Atención Integral para Personas Trans del Hospital Durand– coincide en la necesidad que tiene Lulú de adquirir un nuevo DNI. Ni Lulú ni Manuel son los verdaderos nombres: fueron modificados para esta nota con el fin de preservar su intimidad. “El DNI es importante porque es un espejo. Hoy ella no se reconoce en ese espejo. Cuando uno tiene una imagen en la que se reconoce, encuentra armonía, coherencia. Si usted se ve en el espejo y ve a Lita de Lázzari, por ejemplo, enloquece. No tener ese espejo, para Lulú es terrible. Es una niña que está en riesgo”, explicó a Página/12 el psiquiatra y psicoanalista Alfredo Grande, director clínico de la Cooperativa de Trabajo en Salud Mental, que forma parte del grupo de profesionales de la salud mental que atienden a la niña, a su hermanito y a su mamá. “Si bien nosotros proponemos la despatologización de la identidad trans, no quiere decir que no sea conflictiva la situación que enfrentan Lulú y su familia. No es patológico pero es conflictivo. El mandato biológico y cultural es muy fuerte para que una identidad por deseo se pueda imponer. El marco que le damos a la atención terapéutica es sostener el deseo de Lulú”, señaló Grande (ver aparte). La madre le escribió una carta a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, para que la ayude a obtener el documento para su hija. Como cualquier mamá que se enfrente a una historia como la de Lulú, acumula angustia y desorientación. También para el equipo terapéutico significa un desafío enorme. “El primer año para todo el equipo que atiende a Lulú y a su familia fue muy angustiante porque no hay referencias sobre casos similares”, dice Pavan. El desafío es ayudar a Lulú a crecer feliz. Son poquísimos los casos de niñas o niños trans que se conocen en el mundo. Hace poco trascendió la batalla legal que ganó una nena transgénero de 6 años, como Lulú, en Colorado, Estados Unidos, para poder usar el baño de mujeres en su escuela. La madre de Lulú viene dando distintas batallas. “Para la mamá ha sido una sobreexigencia brutal y lo sigue siendo. Y además tiene una situación económica adversa”, apuntó el psiquiatra Grande. Los terapeutas que atienden a Lulú, su hermanito y su mamá, lo hacen gratuitamente. Además, desde la CHA la ayudan económicamente. Ella junta unos pesos vendiendo comida que cocina en su casa y reparte en bicicleta. Su ex marido no cumple con la cuota alimentaria desde diciembre. Y tampoco visita a sus hijos. La mujer solicitó un subsidio en el municipio en el que vive, pero no tuvo respuesta. Entre las batallas que dio, la primera fue entender qué le pasaba a Manuel. “Mi impresión era que tenía mellizos, pero los dos tenían gustos opuestos”, contó a este diario. “A los 18 meses, cuando empezó a hablar, me decía: ‘Yo nena, yo princesa’. Quería tener el cabello largo y para simularlo se ponía trapos en la cabeza, pedía que le compraran muñecas. Me pedía mis polleras, mi ropa, y se las quería poner”, recuerda. “Yo pensé que era un juego”, dice. Peregrinó por pediatras, neurólogos, psicólogos, buscando una respuesta. “Un psicólogo me dijo que le faltaba presencia paterna, que le tenía que decir que era un nene, que le sacara la ropa de mujer. Fue un desastre. Mi hija vivía destrozada. Se escondía debajo de la cama, se ponía el cubrecestos del baño que tenía puntillas como pollera y pasaba horas encerrada en el baño. Cuando le sacaba la ropa femenina, yo sentía que le arrancaba la piel. No se imagina cómo lloraba. Podía llorar horas. El papá no lo podía tolerar. Decía: ‘Yo no voy a tener un hijo puto’. Y lo escondía cuando venían sus amigos. ¿Sabe con qué jugaba? Con un lápiz rosa. Hasta que vi un documental de National Geographics de una nena transgénero de Estados Unidos. Fue como si me pasara una topadora por encima. Era la historia de mi hijo. Ahí entendí que era una nena trans, que su identidad era la de una nena. Lloré veinte días. Y reaccioné. Me dije: si quiere ser princesa, yo la voy a ayudar”, recuerda. “El complemento de ella siempre fue su hermano mellizo, que sabía lo que ella quería: si teníamos que comprarle un regalo y yo le preguntaba a él, me decía que le gustaban las muñecas.” Otra batalla que tuvo que dar fue en el jardín de infantes al que mandó a los dos chicos cuando cumplieron tres años, una institución privada en su barrio. Manuel siempre estaba con las nenas. “Las otras mamás me decían: ‘Tu hijo es un donjuán, siempre rodeado de nenas’. Les acariciaba el pelo, porque deseaba tenerlo como ellas, largo, con hebillitas. Me decía que quería tener vagina, que no quería tener pito. Yo no sabía cómo explicarle que era una nena transexual. Un día me dijo: ‘Yo no soy un nene. Soy una nena y me llamo Lulú’. Tenía cuatro años recién cumplidos. Fue la segunda topadora que me pasó por encima. Ella solita se había elegido el nombre. ¿Sabe lo que es eso? Tenía pelo cortito, ropa de varón. La psicóloga que la atendía en ese momento le imponía una terapia correctiva de reafirmación del género masculino. Yo tenía miedo de que se quisiera lastimar el pene. Se lo hundía hasta hacerlo desaparecer. Ni la maestra ni la directora entendían. Yo no soportaba más verlo sufrir y cuando se iba el papá, lo dejaba jugar con lo que quería”, cuenta la madre. Ante ese cuadro de “tanto dolor”, la mamá le regaló un traje de princesa y una peluca de cotillón, que con el correr del tiempo quedó gastado de tanto uso. Fue hace dos años, cuando Lulú tenía cuatro años. En ese momento, una tía suya llegó al Programa de Atención Integral para Personas Trans del Hospital Durand y allí ubicó a la psicóloga Valeria Pavan. Inmediatamente la contactó y la especialista recibió a la mamá. En su consultorio, y luego de varias sesiones, primero con los padres y luego con la niña, el equipo terapéutico descartó que Lulú tuviera una “formación delirante” o una “personalidad psicótica”. “Valeria me dio una explicación, me dijo que era una nena trans, que tenía que dejarla ser”, dice. De alguna forma, fue para ella tranquilizador. Lulú todavía tenía fisonomía de varoncito. “Lulú es una niña con una capacidad arrasadora para defender su identidad. Cuando llegaba al consultorio tenía carita triste. Cada vez que entraba me decía si se podía cambiar y se ponía su traje de princesa, ya gastado, y se transformaba, era como si reviviera, como si su vida empezara a tener sentido. Y antes de irse, se cambiaba”, señala Pavan. En acuerdo con los padres, y con el equipo interdisciplinario que empezó a atender al grupo familiar, se decidió respetar la identidad elegida por Lulú y comenzó su transición: ella decidió que fuera primero en la intimidad de su hogar porque tenía miedo a las burlas del colegio. “No se incentivó nada. Fuimos escuchando sus demandas: vestiditos, zapatitos de nena, la decoración de su cuarto, toallas y sábanas de nena. Pero se le hacía complicado ir al jardín, se hacía pis encima porque no quería ir al baño para que no le vean el pito. Ella tampoco lo quiere ver. Finalmente, en 2012, antes de que empezaran las clases fuimos junto con Marcelo Suntheim, de la CHA, a hablar con los directivos del jardín, para que Lulú pudiera empezar ese año yendo ya como una nena. Nos pidieron informes en el jardín, en el distrito escolar, e incluso hablamos con asesores del Ministerio de Educación de la provincia de Buenos Aires”, indicó Pavan. “Lulú dejó de hacerse pis. Yo pensé que iba a tener vergüenza de ir como nena al jardín. Pero entró como si se llevara el mundo por delante: fue muy fuerte y muy doloroso para mí. Hay que tener un corazón enorme, el pecho de acero”, dice la mamá, con la voz acongojada. Muchas veces, en estos años, se encierra en su dormitorio y llora en soledad. En el jardín aceptaron a Lulú. Pero las madres de sus compañeritos no quisieron que sus hijos fueran a jugar a su casa. Y algunos nenes preguntaban por qué Manuel iba disfrazado de mujer. “La gente es muy de señalar. Vivo en el barrio hace 26 años. Muchos creen que soy una loca que quería tener una parejita, y viste a un mellizo de varón y a otro de mujer. Es muy difícil. Una mamá en el jardín me dijo por qué no me iba a vivir a otra provincia y empezaba de cero. Yo le dije que no tenía por qué esconder a mi hija, que no es un monstruo”, dice. Finalmente, la mamá y el equipo terapéutico consideraron que sería mejor cambiar a los dos hermanitos a un jardín de infantes público (además, el papá dejó de pagar la cuota del colegio a la que se había comprometido). Mañana, después del receso de invierno, empezarán en la nueva escuela. También en este caso, Pavan y Suntheim hablaron con los directivos. Dice la mujer que se encontraron con mayor apertura frente a la historia de Lulú. Fue inscripto como Manuel, por cuestiones legales, pero en las listas internas de la sala figurará como Lulú. La CHA enviará un manual de buenas prácticas en caso de alumnos o alumnas trans, que suelen usar cuando acompañan a adolescentes trans. A pedido de Lulú, un sector del dormitorio que comparte con su hermanito mellizo fue redecorado: las sirenas son su personaje favorito. Como se entristecía cuando veía que las muñecas que le regalaban no tenían pene, como ella, su mamá le incorporó uno a cada una de sus barbies. Son barbies trans. A mediados del año pasado, los papás de Lulú concurrieron a la oficina del Registro Civil de su distrito para tramitar un nuevo DNI para su hija. Lo reclamaron, según lo que dice la Ley de Identidad de Género para el caso de menores de 14 años: fueron ellos dos, Lulú y un abogado de la niña. Los citó un asesor de Incapaces y les respondió que se lo negaban, por la edad de la niña, demasiado pequeña para tomar decisiones de ese tipo. Les planteó que debían iniciar una demanda judicial para que un juez decidiera. “El DNI que tiene no coincide con su imagen. Lulú ahora tiene el pelo largo, y es una nena. Como se quedaron sin obra social, porque su papá renunció al trabajo que tenía, la familia empezó a recorrer el sistema público de salud. Cada vez que tiene que ir a una guardia, se despliega una escena de sorpresa delante de la nena, porque en el DNI dice Manuel. Uno piensa que cuando se es tan chico no se necesita usar el DNI, pero no es así. Para ir a un hospital, para recibir una vacuna. Un nuevo DNI sería para ella una reparación simbólica”, dice Pavan. “Mi hija tiene derecho de ir a un lugar público y que le digan Lulú”, dice su mamá. El trabajo de los psicólogos Por Mariana Carbajal “El primer año para todo el equipo que atiende a Lulú y a su familia fue muy angustiante porque no hay referencias sobre casos similares”, confiesa la psicóloga Valeria Pavan, coordinadora del Area de Salud de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) y asesora técnica del Programa de Atención Integral para Personas Trans del Hospital Durand. El equipo se completa con el psiquiatra Alfredo Grande y la psicóloga infantil Gabriela Gamboa, ambos de la Cooperativa de Trabajo en Salud Mental Atico. En EE.UU. se conocen dos o tres casos de niñas trans (ver aparte). Lohana Berkins, dirigente de la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti, comentó a Página/12 que acaba de regresar de Lima, Perú, de un encuentro organizado por la Asociación de Padres, Amigos y Familiares de Gays y Lesbianas (Pflag, por sus siglas en inglés), en la que participaron dos nenas trans mexicanas, de 5 y 10 años, y sus papás. A la mayor, Berkins la conoció cuando tenía apenas tres años. En la CHA tienen un programa de acompañamiento de chicos trans en escuelas, pero siempre habían sido casos de adolescentes, que iban a secundarias o habían abandonado la escolaridad por sufrir burlas y hostigamiento. Nunca una historia como la de Lulú. “Nosotros nos manejamos con las necesidades que manifiesta Lulú. No sabemos qué va a pasar con ella en el futuro. No sabemos si le va a molestar el pene. Más adelante ella podrá elegir si quiere recibir terapia de hormonas y si se quiere operar. Ella tiene un registro claro de su esquema corporal. Sabe que es un varón biológico y aun así se siente niña”, señaló Pavan. “Muchos adolescentes trans dicen que a los tres años, o cuando eran niños, empezaron a sentir el registro de ser otro. Muchos incluso intentaron manifestarlo pero las respuestas de sus padres fueron diversas”, dice la especialista de la CHA.

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