viernes, 26 de julio de 2013

EL OFICIO DE LOS SANTOS ....3 Y 4

3 El doctor Perrier era un hombre que infundía respeto. Afable, cierto, pero de una mirada tan honda y severa que resultaba difícil de sostener; la misma mirada que exhibía el cura Toribio de Almada antes de la intrusión de La Medicina. Nacido en Marsella, el doctor había sido discípulo del Marqués Chastenet de Puysegur y del Abate Faría, quienes le revelaron los inextricables arcanos curativos del Magnetismo Animal. De Pinel había aprendido las aplicaciones del Tratamiento por la Moral, mediante cuyo uso podía devolver a la recta vía de la razón a los espíritus extraviados; tratamiento este que iba desde el consejo franco y sabio, al más efectivo uso del cepo o, llegado el caso, del piadoso azote del látigo. Era autor, además, de un memorable tratado de fisonomopatología sobre las dolencias del espíritu, que se titulaba casualmente, Tratado de Fisonomopatología sobre Dolencias del Espíritu. El libro versaba sobre el arte según el cual podían determinarse, de acuerdo a tales características fisonómicas, tales otras características anímicas o degeneraciones patológicas. Cierto es que el doctor Perrier, después de un desgraciado trance en Lyon, abandonó por completo este arte. Por entonces, se hallaba trabajando en el hospital general local, cuando llevaron a su despacho a un joven que había sido recogido de las calles mientras deambulaba aparentemente perdido. El doctor, luego de someterlo a un exhaustivo estudio, decidió internarlo dejando constancia del diagnóstico: El paciente es un joven de unos doce o trece años. Se deduce inmediatamente, a juzgar por su fisonomía, un profundo grado de idiotismo característico del mongolismo. Presenta los ojos rasgados, los pómulos extremadamente planos y los lóbulos de las orejas son notablemente pendientes: el típico lóbulo del Buda descripto en el tratado de Fisonomopatología. Cuando se lo interroga, sonríe inmotivadamente y pronuncia frases ininteligibles, a la vez que inclina hacia adelante y hacia atrás el torso, semejando este movimiento el llamado reflejo de la reverencia, típico de la idiosia. Lo cierto es que el pretendido idiota del doctor Perrier resultó ser el hijo del embajador japonés. El lamentable episodio puso en peligro las relaciones diplomáticas franco-niponas, de modo que el doctor fue invitado amablemente a abandonar el hospital. Poseído por la verguenza, suplicó que lo tragase la tierra. Augurio que, de algún modo, habría de cumplirse el día que decidió marcharse al fin del mundo que, ciertamente, tenía un nombre: Quinta del Medio. Aunque al principio lo disimulaban, el doctor y el cura no se caían en mutua gracia. En Quinta del Medio era un hecho indiscutible que cuando el cura daba la extremaunción no quedaba otra alternativa que obedecer y morirse. Sucedió sin embargo que el doctor curó a un anciano desahuciado a quien el padre Toribio de Almada había despachado con el último sacramento. El cura, naturalmente, tomó esto como una ofensa personal contra su autoridad y un grave menoscabo a su predicamento. Esta fue la primera desavenencia que precipitó los acontecimientos posteriores, aunque los hechos no pasaron a mayores. Después de este episodio y de otras curaciones poco menos que milagrosas, el doctor no tardó en ganarse el respeto del pueblo. Las visitas al hospital se hacían más frecuentes, las almas castigadas iban a buscar consuelo a sus pesares y los cuerpos dolientes, el bálsamo que morigeraba el sufrimiento. Tal era la eficacia del médico que ya casi nadie acudía a lavar sus pecados en el confesionario ni a pedir el sabio consejo del padre Toribio de Almada. El cura había observado un hecho curioso: desde la fundación del asilo, el pueblo había crecido en número de enfermos que, luego, el mismo doctor se encargaba de curar; que cuando sanaban unos, enfermaban otros y que ya no resultaban ni el tilo ni las cataplasmas ni los baños de pie con mostaza ni siquiera los baños de asiento con hojas de laurel. Las enfermedades eran ahora tan complejas y de nombres tan incomprensibles como lo era la misma medicina del doctor Perrier. Pero bastaba con que el médico apoyara una mano sobre la cabeza de los enfermos y les ordenara curarse para que se iluminaran los ojos de los ciegos y los mudos volvieran a hablar y los postrados a caminar y los tísicos a respirar, y no levantó a los muertos de las tumbas por explícita súplica del registro civil. Pero no era menos cierto que los ciegos, los sordos, los mudos, los postrados y los tísicos habían empezado a padecer tales dolencias, casualmente, desde la fundación del hospital. Tanta era la gente que llegaba al asilo que el doctor se vio obligado a oficiar sesiones masivas de magnetismo. A los pocos meses tuvo que construir en la segunda planta del edificio un salón más amplio al que bautizó con el altisonante nombre de Sala de Mesmer en homenaje al viejo alienista. Las relaciones entre el doctor y el cura terminaron por romperse definitivamente cuando el primero decidió celebrar las sesiones de magnetismo a la misma hora en que se oficiaba la misa del domingo. De un día para el otro la iglesia se había quedado sin un solo feligrés. Tan multitudinarias llegaron a ser las sesiones que la sala no alcanzaba a albergar al gentío venido hasta Quinta del Medio que eran, en rigor, verdaderas peregrinaciones en carreta o diligencia, a caballo o de a pie. Venían los ricos con su cohorte de sirvientes y cargados de equipaje y venían los pobres sin más cargas que las de sus dolencias. Viendo que ya ni siquiera la Sala de Mesmer podía cobijar a tantos visitantes, el doctor Perrier no tuvo otro remedio que apelar a los lugares públicos abiertos; así, decidió magnetizar con sus propias manos y en un acto multitudinario, el sauce de la plaza, a cuyo pie se formarban interminables filas de enfermos que debían esperar horas hasta poder tocar el tronco para obtener la curación. Algunos llegaron a arriar el ganado hasta la plaza para despojar a los animales de parásitos y garrapatas. Otros esperaban días enteros para consultar personalmente al doctor Perrier. Y no faltaban quienes se acercaban a pedirle absoluciones y hasta bendiciones. Pero las cosas pasaron a mayores cuando el pueblo empezó a faltarle el respeto al cura Toribio de Almada. Algunos exageraban maliciosamente su inocente afición por el juego que, en realidad, no pasaba de algún que otro tute cabrero por unos pocos pesos y su católico pero moderado gusto por el vino. Las habladurías pronto se convirtieron en anatemas hasta que la paciencia de Dios terminó por colmarse y sucedió lo que debía suceder. 4 Fue en el día de San Bonifacio que es el Santo de los sepultureros y al que invocan los verdugos para que el Altísimo les dé puntería. A las diez en punto un lejano bullicio rompió el silencio de la noche. Dos disparos anticiparon un griterío general. El padre Toribio de Almada, que se disponía a acostarse, alcanzó a ponerse la sotana -que acababa de quitarse-y, descalzo como estaba, corrió hasta la puerta. El tumulto venía desde el final de la calle. Entre el alboroto de gente que corría de aquí para allá, el cura, de pie en el atrio de la iglesia, vio cómo el doctor Perrier se asomaba desde el vano de la puerta del asilo mientras se acomodaba, perplejo, la chaqueta blanca. Se miraron a los ojos durante un tiempo incalculable. Ninguno de ambos sabía aún de qué se trataba todo aquello, pero el cura intuía que allí, en el fondo de la calle, en el interior de aquel rancho miserable desde el cual —ahora podía distinguirlo—provenía el griterío, estaba, podía jurarlo, el prestigio perdido. El padre Toribio de Almada se lanzó a la carrera calle abajo. El doctor Perrier no iba a permitir que nadie le arrebatara el predicamento ganado, de modo que, a medio vestir, se precipitó tras los pasos del párroco. Corrían entre el gentío, uno descalzo y sosteniéndose la sotana por encima de las rodillas, el otro con paso vacilante de miope, en una carrera torpe pero desesperada. Los dos a un tiempo llegaron a la puerta de la casa desde donde provenía el alboroto. Cuando entraron tuvieron frente a sus ojos un paisaje tartáreo: una mujer que acababa de ser enlazada y atada como un carnero, vociferaba y maldecía en latín —idioma que, desde luego, ignoraba— con una voz áspera, masculina, surgida como desde el fondo de una caverna y sin que articulara los labios. Tenía los ojos inyectados en sangre y presentaba una tez decididamente violeta. Se agitaba con movimientos de serpiente o bien saltaba en el mismo lugar como una tarántula. Momentos antes, había atacado, sin que mediara motivo, a su marido y a sus tres hijos a punta de cuchillo, afortunadamente sin mayores consecuencias. Su esposo se vio obligado a hacer unos disparos al aire ya que no había forma de domeñarla y, por fin, un vecino pudo enlazarla y, entre diez hombres, lograron atarla a uno de las vigas del techo. La presencia del cura y del médico había tranquilizado a familiares y curiosos que asomaban su estupor por las ventanas. El padre Toribio de Almada daba vueltas en torno de Robustiana Paredes —tal era el nombre de la mujer— quien, colgando desde el techo, le enseñaba los dientes como lo haría un lobo acorralado. Con una mano el cura apretaba el crucifijo y con la otra no dejaba de santiguarse. El veredicto del padre no se hizo esperar: primero recordó en voz alta y grandilocuente algunos párrafos del libro del padre Gassner, sacerdote de los Grisons, relativos a los exorcismos practicados en Ratisbone: uno a uno, todos los signos que presentaba la mujer correspondían, como era evidente, a un caso de posesión demoníaca. No había terminado de hablar, cuando se escuchó la estruendosa caracajada del doctor Perrier. Con voz decidida, se interpuso entre el cura y la mujer, la risa del médico se había transformado en ira. Entonces emprendió una arenga inflamada, cómo se podía ser tan ignorante, supersticioso y, sobre todo, irresponsable, dijo. Habló con una decisión tal que hasta la propia víctima, entre estertores y gruñidos, parecía asentir y prestar acuerdo con el médico. Era clarísimo, dijo, que se trataba de un típico caso de histeria demonopática. Y repitió con firmeza mirando severamente al párroco: histeria demonopática. Fue una calurosa discusión que cerca estuvo de terminar a golpes de puño. Entonces terció la tímida opinión del marido de la víctima. Sin ánimo de ofender a nadie, dijo, y apelando al mismo juramento que hiciera frente al cura el día en que se casó, en cumplimiento del cual se había comprometido a cuidar de su mujer tanto en la salud como en la enfermedad, invocó su derecho a decidir qué hacer con su esposa. Dado que se presentaban dos alternativas planteadas por sendos hombres sabios, dijo, él debía elegir una de ambas: exorcismo o terapéutica médica. Desde las ventanas, los vecinos y curiosos manifestaban sus opiniones a los gritos. En una suerte de compulsa popular se decidió por unanimidad la internación de la enferma en el asilo donde la mañana siguiente habría de ser sometida por el doctor Perrier a una sesión de magnetismo. El cura se encogió de hombros, giró sobre sus talones y se retiró meneando la cabeza, como así dijera "perdónalos, no saben lo que hacen". Fue una noche larga y tensa. Quinta del Medio guardó una temerosa vigilia, sobresaltada por los furiosos anatemas en latín que podían oirse de extremo a extremo del pueblo. Con las primeras luces del alba, una procesión hecha de miedo y asombro acompañó a la enferma —maniatada y rugiente— desde la casa hasta la Sala de Mesmer. Una multitud se hacinaba expectante, esperando la curación. Cuando finalmente el médico —ayudado por diez asistentes— subió a la enferma a la tarima, se desató una ovación como si fuera a iniciarse un acto circence. El doctor Perrier pidió silencio. La enferma, atada por la muñecas y los tobillos, se revolvía más furiosa que nunca. Los asistentes se alejaron a una distancia prudente y el médico quedó cara a cara con la mujer. Primero posó la palma de su mano en la frente de la enferma y, con voz imperativa, le ordenó que se durmiera. Esto último pareció tener un efecto inmediato: la mujer, exánime, dejó caer pesadamente la cabeza sobre el pecho. Luego le ordenó que se pusiera de pie. Como una sonámbula, así lo hizo. El doctor le explicó que ahora él contaría hasta diez y que, cuando concluyera la cuenta, ella se olvidaría de todo cuanto hubo sucedido desde la noche anterior. El médico contaba lentamente y, entre un número y el siguiente, la conminaba a que recordara los momentos más felices de su vida. La expresión de la enferma había cambiado de aquella mueca bestial de fiera a una actitud de tierna mansedumbre. El público, boquiabierto, seguía los movimientos del médico con una mezcla de asombro y pleitesía. El padre Toribio de Almada, sentado en el rincón más oscuro de la sala, pedía perdón a Dios por no poder ver alegrarse a su corazón por la recuperación de la mujer. Finalmente el doctor concluyó la cuenta de diez. Le ordenó a la paciente que despertara, a la vez que le desataba los pies y las manos. La mujer tambaleó un poco, sacudió levemente la cabeza y, para espanto del médico, vio cómo sus ojos se abrían con la expresión de malicia más espantosa que jamás haya visto. Libre de ataduras, Robustiana Paredes, poseída y furiosa, se abalanzó sobre el cuello del médico, prorumpiendo en maldiciones dichas con aquella misma voz masculina y cavernosa. El cura saltó de su silla y, aterrado, vio como la multitud que hasta hacía unos momentos aplaudía, ahora se contagiaba de una furia idéntica a la que exhibía Robustiana Paredes. Ayudado por sus colaboradores, el médico pudo escapar de las manos de la poseída y correr escaleras abajo. El padre Toribio de Almada, considerando la iracundia general repentina y, sobre todo, su proximidad con la puerta, huyó calle arriba. En su carrera pudo escuchar cómo la turbamulta bramaba frases en latín. A su lado corría el doctor Perrier. 5

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