jueves, 25 de julio de 2013

El conjuro de los aromas parte II

Durante siglos la humanidad ha extremado su ingenio en busca de fragancias deliciosas, siempre con la ilusión de crear una capaz de otorgar a quien la usa el poder de la seducción absoluta. En su novela El perfume, Patrick Suskind trata el tema de manera notable: el protagonista es un hombre carente de olor propio a quien nadie ama, ni siquiera su propia madre. Obsesionado por descubrir el bálsamo que lo hará irresistible, aprende la ciencia de los perfumistas y logra destilar el aroma de los cuerpos de muchachas vírgenes para suplir lo que le falta. Tal vez la historia de Suskind es una genial metáfora sobre el carisma... En todo caso, el arte de fabricar perfumes es complejo y difícil como el de destilar vinos. ¿Cómo descubrió la humanidad la forma de atrapar ese espíritu sutil que es el aroma? Tal vez fueron monjes o brujas quienes descubrieron el ámbar entre otras resinas de árboles cuando buscaban plantas mágicas para sus pociones y bálsamos. El ámbar gris, secreción de los intestinos de ciertas ballenas, puede haber sido un regalo de las sirenas a un navegante de aguas frías. Y debe haber sido un temible guerrero de Gengis Khan, a la caza de un venado por las llanuras asiáticas, quien extrajo por casualidad del cuerpo del animal una glándula de olor inefable, sin sospechar que ese almizcle, en manos de un alquimista, se convertiría en el fundamento de elixires exquisitos. Como éstas, hay otras sustancias que mezcladas con flores y especias son la base de casi todas las fragancias comerciales. En el sótano de mi casa en California vive una familia de zorrillos. Durante un par de años emprendimos contra ellos una lucha sin cuartel, que incluyó toda suerte de armas menos veneno y bala, se entiende, porque somos gente decente. Colocamos jaulas en sitios estratégicos, pero llegado el momento de disponer de ellas nadie quiso acercarse y ante la tarea de alimentar a los zorrillos para evitar que murieran de hambre y de la natural aflicción de los cautivos, terminamos pagando cifras absurdas a un empleado de la Sociedad Protectora de Animales para que resolviera el problema. El hombre apareció envuelto en un traje de astronauta, cogió las jaulas con un largo gancho, las llevó al jardín y abrió las puertas desde lejos con un palo imantado. Los zorrillos salieron tambaleándose, se sacudieron el pelaje y regresaron de carrera a nuestro sótano. Mi hijastro, Harleigh, quien entonces era un adolescente con vocación satánica, todo vestido de cuero negro, cubierto de tatuajes fúnebres y con el cabello color púrpura erizado como los cuernos de un animal prehistórico, se enteró por la televisión del método empleado por los marines norteamericanos para someter al general Noriega. (Imaginemos que fuera al revés: que el ejército de Panamá invadiera los Estados Unidos para tomar preso al presidente y llevárselo en cadenas para juzgarlo en su país...) Harleigh nos informó que los marines habían ofrecido un interminable concierto de música rock a todo volumen frente a la Nunciatura, lugar donde el general Noriega buscó refugió, hasta que el barullo lo obligó a salir con las manos en los oídos. Todos, incluyendo el nuncio apostólico y los vecinos, se estaban volviendo locos. Harleigh dedujo que si Noriega prefirió cumplir condena en una prisión de alta seguridad en vez de soportar el estruendo del rock, tal vez los zorrillos serían de la misma opinión. Instaló su tocadiscos en las fundaciones de la casa y durante veinticuatro horas nos torturó con sus ritmos favoritos. Surtió efecto: los anima-lejos se retiraron en fila india, con el rabo enhiesto, ofendidos; pero también nosotros estábamos a punto de emigrar a donde fuera. El sistema resultó de corto aliento, porque apenas calló el ruido, retornaron nuestros huéspedes. Un día, meses más tarde, descubrimos que el olor ya no nos molestaba, sino por el contrario, nos parecía excitante, y empezamos a aspirarlo a bocanadas. Hoy los zorrillos y mi familia conviven amigablemente.

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