miércoles, 13 de marzo de 2013

Publicidad veraniega epoca de estupidez

Publicidad veraniega, época de estupidez Aguas minerales, cervezas y gaseosas son algunos de los productos con los cuales ciertas publicidades intentan vendernos la liviandad como un valor. Por Marcos Mayer Una publicidad reciente de un agua mineral muestra a Diego Torres entonando una de sus pegajosas melodías al borde de un arroyo cristalino y haciendo equilibrio entre las piedras. La idea es que de esa manera mejorará su calidad y sabor. Una pavada. Como para seguir con el rubro bebidas, una marca de cerveza presenta a hombres en las situaciones más ridículas, pero que asumen, casi placenteramente, que esa tendencia al error es innata del género, por lo que piden disculpas a todas las mujeres por su permanente desubicación. En el anuncio de un líquido limpiador, una mujer se admira de que entre la ropa que debe lavar haya un corpiño que no es de su talle, pero no sospecha de la infidelidad de su novio. La lista de propagandas que celebran la estupidez como un valor podría ampliarse de manera exponencial pero, tal vez, la más paradigmática sea aquella de Coca-Cola en la que se propugna “necesitamos menos críticos”. La protagonista llora a moco tendido al ver una película romántica mientras la voz de un crítico la destroza. Acá las estúpidas son las mujeres. Lo que va del alcohol a una bebida light. A su manera, cada una genera diferentes formas de estupidez, o en realidad la misma, la de resignar el orgullo de pensar. Como trata de fomentar un aspecto no muy lúcido de la condición humana como es el consumismo, la serie de valores que suele propugnar la publicidad son como menos dudosos: el espíritu de competencia, el afán de figuración, la fe en que los objetos que poseemos nos harán más felices y mejores, que ayudarán a definirnos y a diferenciarnos, aunque compremos lo mismo que compran los demás. Lo sorprendente es que, actualmente, cuando parecería aumentar el consumo, cuando el mercado de clientes está en expansión, se reivindique un antivalor como es la tontería. Y se trataría de una virtud, si pudiera llamársela así, que involucra a un montón de gente. Les queda claro a nuestros publicistas que está muy bien que así sea. El mensaje es más que claro: dejemos de pensar, hagámosle el mejor sitio a nuestra estupidez y disfrutemos de esas cosas que podemos comprar y que son más placenteras porque hay otros congéneres que la pasan bien comprándose las mismas cosas que compramos todos. Consumir es participar de una tribu en la cual lo único que se exige es un bolsillo abierto y una sonrisa imborrable. Algo típico de la ideología “verano”. La creencia de que con la inmediata llegada del calor hay que dejar de pensar y entregarse a la boludez con una sonrisa perenne, por lo menos hasta que la sensación térmica del otoño nos haga recordar el sentido de la palabra templado. Ahora, ¿siempre dejar de pensar es caer inevitablemente en la estupidez? De hecho, cuando soñamos no estamos pensando, ni cuando hacemos el amor (es más, se estropea si pensamos mucho), ni cuando practicamos deportes. Soñar, tener sexo, jugar al fútbol no son actividades estúpidas, aunque se las pueda hacer de forma estúpida. Es más, los Monty Python tenían en su programa de televisión un sketch acerca de un supuesto “ministerio de pasos tontos”, que por cierto eran muy trabajosos y ensayados. No necesariamente los descansos cerebrales nos entregan a la imbecilidad. Y muchas veces se verifica lo contrario. Por otra parte, esta forma de la boludez que transmite la publicidad se piensa como pasiva, se consume un brebaje -no es casual que la mayoría de esta clase de avisos se vincule con lo líquido- y de pronto somos tontamente felices, que es la mejor manera de ser tonto. Es como si los tarados no sufrieran. No sería muy difícil demostrar lo contrario. Homero Simpson, que es desde hace veinte años el tonto por antonomasia de la tele, vive sometido a las penurias que le produce no ser lúcido. Es más, su tontería no le impide darse cuenta de sus limitaciones. Esta contradicción, aunque no sea la palabra exacta, es una de las razones de la persistencia del éxito de la tira y el hecho casi increíble de que no muestre síntomas de agotamiento pese al paso del tiempo. Los Simpsons es una demostración de que la miseria tiene mil matices y de que la tontería es una condición humana con espesores y variantes. Otro indagador fascinado de la tontería fue Gustave Flaubert. Su último libro, inconcluso, fue Bouvard y Pécuchet, la historia de dos hombres grises de provincia que deciden recorrer los saberes científicos y creencias de su tiempo. Así van pasando de un libro a otro y experimentando según lo que allí se les propone, e irremediablemente fracasan. La fe ciega, estúpida podría decirse, de los dos personajes convierte a la lectura del libro en una experiencia verdaderamente intensa. Porque, como decía Borges sobre Bouvard y Pécuchet, “al principio son dos imbéciles, menospreciados y vejados por el autor, pero en el octavo capítulo ocurren las famosas palabras: ‘Entonces una facultad lamentable surgió en su espíritu, la de ver la estupidez y no poder, ya, tolerarla’. Y después: ‘Los entristecían cosas insignificantes: los avisos de los periódicos, el perfil de un burgués, una tontería oída al azar’”. No es que hubieran progresado, su comicidad, como casi toda la que aparecerá después en el cine mudo, está basada en la respuesta automática, en el personaje que no puede dejar de ser igual a sí mismo, aunque el mundo se derrumbe a su alrededor. De algún modo, el rostro imperturbable de Buster Keaton se parece a la tozudez de los protagonistas de Flaubert. Esa perseverancia es la que les permite descubrir la estupidez ajena sin renunciar del todo a la propia. Son como estallidos de una imagen ante un espejo, pequeñas fracturas de nuestra condición que brindan cierta nobleza a nuestra propia estupidez y podemos así sentir piedad por nuestra condición y por aquélla que compartimos. Lo que nos incorpora a ese grupo de tontos no es, como pretenden los mensajes publicitarios del consumo indiferenciado, lo que le metemos al cuerpo sino el momento en que nos olvidamos de él, lo dejamos que se mueva por sí mismo, que sea autónomo. Se podría pensar que, cuando opera en Bouvard y Pécuchet, en Buster Keaton o en Homero Simpson, la tontería tiene algo de resistencia. Se sigue, muchas veces de manera autista, por el propio camino, sin seguir reglas y guiados por conocimientos improbables y recetarios desequilibrados. Mientras que del lado de lo social, de lo colectivo o, mejor dicho, del colectivo del consumo, es como si la integración exigiera cambiar la boludez que nos es propia por otra ya fabricada, que suele venir en botella de vidrio o de plástico. Hay una manera personal de ser idiota de la que es imposible escaparse porque, de última, es parte de la historia de nuestras limitaciones. Existe un estilo propio de cometer tonterías, nos define, hace que seamos quienes somos, pero no nos obliga a la boludez permanente. Eso viene de afuera. De quienes nos mienten y suponen que les vamos a creer, de los que se van de vacaciones debiéndole plata a quien, por no cobrarla, debe quedarse en su casa y de quienes quieren vender un agua con el argumento de que ha sido bendecida por un hit de Diego Torres. Revista Debate http://www.revistadebate.com.ar/?p=2161 gb

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