martes, 12 de febrero de 2013

PAPADO CONSEVADOR, POR WALTER GOOBAR

UN PAPADO QUE CONSOLIDO UNA MIRADA REACCIONARIA FRENTE A LA SOCIEDAD Y LA PROPIA IGLESIA Primer paso “progresista” de un conservador La renuncia llegó después de largos años en que se retrocedió sobre todas las propuestas del Concilio Vaticano II, que Ratzinger había impulsado en sus primeras obras. Sin embargo, el propio reconocimiento de sus límites plantea un inédito “barajar y dar de nuevo”. Por Washington Uranga Lejos del carisma popular que caracterizó a su antecesor Juan Pablo II, el renunciante Benedicto XVI tuvo un perfil de hombre reservado, introvertido y encerrado sobre los libros y las cuestiones teológicas y doctrinales. Lo fue cuando ejerció la condición de prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio) durante el pontificado de Karol Wojtyla y continuó de la misma manera durante su propio papado. Si en algo se parecieron Juan Pablo II y Benedicto XVI fue en su perspectiva conservadora. En el primero esto pasó más desapercibido dada su simpatía, su cercanía con la gente y su presencia continua en los viajes y a través de los medios de comunicación. Con Ratzinger todo fue germánicamente adusto. Pero más allá de las formas y los estilos, todo el pontificado de Benedicto XVI se caracterizó por la reafirmación de una mirada conservadora sobre la sociedad y sobre la Iglesia. La misma que lo llevó a condenar, aun siendo cardenal, al teólogo liberacionista brasileño Leonardo Boff y a reprender públicamente, ya siendo Papa, al también teólogo salvadoreño de la liberación Jon Sobrino. Ratzinger hizo de la pureza doctrinal casi una obsesión, convencido como está de que la Iglesia encuentra en su reafirmación dogmática la forma de resistir en el mundo. Por eso también su señalamiento constante a lo que él denomina el “relativismo”, es decir, todo lo que no responde a los principios y valores aceptados por el catolicismo. Así, durante el gobierno eclesiástico de Benedicto XVI, más allá de la reafirmación formal del Concilio Vaticano II –del que se están conmemorando cincuenta años–, en la práctica se retrocedió en cuanto a los avances propuestos precisamente por aquella asamblea que para muchos significó el gran paso del diálogo del catolicismo con la modernidad. Pero Ratzinger no se contentó con poner freno o revertir avances que habían sido impulsados por el Concilio sino que invitó y abrió las puertas de la Iglesia a los seguidores del ultraconservador francés Marcel Lefebvre, que militaron hasta el hastío contra todas las reformas hasta el punto de ganarse las sanciones de Juan Pablo II. Aunque conociendo los antecedentes de Ratzinger no se podría haber esperado otra cosa, durante el papado que ahora culmina la Iglesia no avanzó ni un paso en cuestiones en las que la sociedad sigue fijando su mirada: la moral sexual, el concepto de familia, el matrimonio y algunos temas derivados de los avances de la bioética. Tampoco en asuntos relacionados con la disciplina eclesiástica como el matrimonio y el divorcio, la eventualidad de que las mujeres tengan un trato igualitario accediendo al sacerdocio ordenado y el celibato optativo para los curas. Si bien lo mencionado no agota la agenda de los temas, éstos han sido parte de la reafirmación conservadora del Papa dimitente. En cuanto a otras cuestiones internas y menos visibles hay que mencionar la colegialidad episcopal. El Concilio Vaticano II había avanzado hacia una mayor participación de los obispos en las decisiones de la Iglesia y hacia la mayor autonomía de las iglesias locales y de sus pastores. Ratzinger profundizó una Iglesia centralista, piramidal y romanocéntrica. Lo hizo antes desde la Congregación para la Doctrina de la Fe y después desde el papado. Muchos obispos señalan con preocupación que se les quita autoridad y se les restringe su capacidad de decisión en sus propias diócesis. Y más allá de los discursos acerca del protagonismo que los laicos deben tener en la Iglesia, es claro que la institución católica sigue gobernada y controlada por los ministros consagrados, convertidos en “profesionales de la fe”. Salvo excepciones, los laicos –a veces también los sacerdotes de base– siguen siendo meros “auxiliares” o “colaboradores” de los obispos. ¿Qué deja Benedicto XVI tras su renuncia? Una Iglesia Católica con muchas dificultades por afrontar, con infinidad de preguntas sin respuestas. Pero al mismo tiempo, con su gesto tan inesperado como insólito, Ratzinger puede generar un nuevo dinamismo, abrir otras posibilidades y alternativas en la propia Iglesia. Hay quienes señalan que la dimisión fue una decisión personalísima del Papa que no era conocida ni siquiera por sus más cercanos colaboradores. Y de esta manera sorprendió a propios y extraños. En términos poco eclesiásticos, puede decirse que, con la determinación adoptada, “Ratzinger pateó el tablero”, descolocando a quienes desde distintos lugares manejaban intrigas y juegos de poder contra los que el Papa no pudo. ¿Una retirada o un paso al frente? Es difícil de señalarlo. Pero en el balance es necesario recordar que cuando sólo era un teólogo, Ratzinger fue junto a su compatriota Hans Kung uno de los más reconocidos pensadores de la Iglesia Católica y defensores del Concilio Vaticano II. En 1972 publicó un libro titulado El Nuevo Pueblo de Dios (Herder), en el que defendió muchas de las posiciones que luego, desde la estructura vaticana, él mismo combatió. Y aquel libro, salvo para los memoriosos, desapareció –por pedido del propio Ratzinger– de las bibliotecas católicas. Quizá pueda decirse que la renuncia de Benedicto XVI haya sido la actitud más “progresista” de su pontificado. Por inesperada, porque es un reconocimiento de sus límites, porque obliga a “barajar y dar de nuevo” y, por este camino, puede abrir a la búsqueda de alternativas para una Iglesia que cada vez encuentra menos respuestas a los problemas que le plantean la sociedad y las personas. La dimisión, en estas circunstancias, quizá pueda verse como un gesto en el que Ratzinger retoma el sentido del Concilio Vaticano II del que en algún momento pareció olvidarse. Puede haber otra lectura. La que indica que, en realidad, Benedicto XVI tomó esta determinación inusual en la vida contemporánea del catolicismo para, estando vivo y presente, actuante e influyente, tener un peso decisivo e incidencia en la designación de quien será su sucesor. La respuesta, en uno u otro sentido, quedará develada en las próximas semanas. ¿Sólo falta de fuerzas? Por Washington Uranga En el documento de su sorpresiva renuncia Benedicto XVI afirmó que “he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Pero más adelante, en el breve texto que comunicó a los cardenales y a la sociedad, sostuvo también que “en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Hasta aquí parte de la escueta declaración que incluye el anuncio de la dimisión de Jozef Ratzinger al pontificado católico. Pero ¿cuáles son todas las razones y motivos de la renuncia? En primer lugar hay que dar por cierta la afirmación del Papa. El mismo lo había adelantado en algunas declaraciones públicas y reportajes. En una entrevista concedida a Peter Seewald y publicada en un libro señaló que “cuando un Papa alcanza la clara conciencia de no estar bien física y espiritualmente para llevar adelante el encargo confiado, entonces tiene derecho en algunas circunstancias también el deber de dimitir”. Así lo hizo, siguiendo lo que establece el Derecho Canónico (la Constitución eclesiástica) en el canon 332, 2: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”. Benedicto XVI renunció, es un hecho, y desde el 28 de febrero la Iglesia Católica entrará en situación de “sede vacante”, es decir, en disposición de elegir un nuevo pontífice. Ratzinger sintió que sus fuerzas flaquearon. ¿Sólo por sus 85 años y problemas de salud? Apenas en parte. Es imposible saber cuáles son todas las razones que pasaron por la cabeza del Papa para empujarlo a tomar una decisión tan inédita en la Iglesia Católica que hay que remontarse a 1515, la dimisión de Gregorio XII (Angelo Correr) para encontrar el dato más reciente de una renuncia al papado. Pero se pueden señalar algunos de los motivos que podrían haber influido en la determinación tomada ahora por Ratzinger. Quienes frecuentan los pasillos vaticanos reconocen que a Benedicto XVI lo afectaron muy seriamente todas las intrigas de poder generadas en la curia romana y que tuvieron su exteriorización en los llamados “vatileaks” a través de las filtraciones del mayordomo papal Paolo Gabrieli. Vale recordar que esas filtraciones involucraron al propio secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, segundo en la jerarquía romana, como uno de los posibles conspiradores contra Benedicto XVI. Poco antes, el cardenal Carlo María Viganó, hoy nuncio (embajador) en Estados Unidos, había escrito al Papa denunciando casos de corrupción en el Governatorato (la administración del Vaticano) donde entonces se desempeñaba. Viganó fue removido y enviado a Estados Unidos, lejos de Roma. El cardenal colombiano Darío Castrillón también le escribió al Papa una carta confidencial y en idioma alemán revelando que Paolo Romero, cardenal de Sicilia, había comentado en un viaje a China que “el Papa morirá en 12 meses”. La lucha por el poder en el Vaticano, a la que en otros tiempos tampoco fue ajeno el cardenal Ratzinger, llegó a niveles que probablemente el Papa mismo no sospechó, o en algún momento pensó que podría controlar. El Vaticano enfrenta además un grave problema económico-financiero y también han surgido datos respecto de operaciones poco claras del IOR, el banco vaticano. Sumado a lo anterior, uno de los principales financiadores de la Santa Sede, la Iglesia Católica en Estados Unidos, vive una enorme crisis a raíz de las comprobaciones de casos de pedofilia y del encubrimiento de las autoridades eclesiásticas a los curas pedófilos. El cardenal de Los Angeles, Roger Mahony (77 años), fue destituido de su cargo y le fue prohibida toda actividad pública después de que la Iglesia se viera obligada por una orden judicial a entregar sus archivos con datos de 124 curas acusados de abusos sexuales a niños y jóvenes. En el 2007 la Iglesia había llegado a un acuerdo con más de 500 víctimas por 660 millones de dólares, pretendiendo de esta manera tapar el escándalo. Los casos de pedofilia en todo el mundo afectaron fuertemente la credibilidad de la Iglesia Católica, y en el caso particular de los Estados Unidos terminaron también golpeando las finanzas de la estructura católica. A lo anterior habría que sumar aquello que Benedicto XVI menciona en su renuncia como “rápidas transformaciones” y “cuestiones de gran relieve para la vida de la fe”. Aunque tampoco el Papa aclaró a qué se refiere, no es difícil concluir que entre ellas está la pérdida de autoridad moral y ética de la Iglesia Católica, la disminución de su incidencia en la vida política, social y cultural y en la actuación privada de las personas, los nuevos modelos de familia que surgen en el mundo y que hasta ahora el catolicismo se niega a reconocer, nuevas concepciones acerca de la moral sexual y los avances en bioética, para mencionar tan sólo algunos. Todo esto representa desafíos a los cuales Benedicto XVI, desde su visión conservadora del mundo, no pudo, no supo o no quiso dar respuestas. Hacia el interior de la Iglesia, además de las disputas de poder y los escándalos ya mencionados, hay que consignar también la pérdida de vocaciones sacerdotales y religiosas, mientras se mantienen férreamente restricciones al ingreso de las mujeres al sacerdocio y se reafirma como obligatorio el celibato para acceder al ministerio consagrado. A esto habría que acrecentar también graves críticas provenientes de muchas iglesias de base respecto de la forma en que se ejerce la autoridad en la Iglesia, la necesidad de “democratizar” el poder eclesiástico por lo menos volviendo a una idea de colegialidad propuesta por el Concilio Vaticano II y paulinamente abandonada primero por Juan Pablo II y luego por Benedicto XVI. Son muchos los que hoy reclaman en la Iglesia la necesidad de retomar el camino trazado hace cincuenta años por el Vaticano II, el Concilio que a instancias del papa Juan XXIII, seguido luego por su sucesor Pablo VI, inició un camino de apertura de las ventanas de la Iglesia de cara a un diálogo que se intentó entonces fecundo y revitalizador con la sociedad. Por último, habría que decir que en el escenario también se pueden mencionar los cambios que se vienen produciendo en cuanto al número de fieles de las diferentes religiones en el mundo. A pesar de dificultades existentes para tener estadísticas precisas, según el Atlas de las Religiones (2009) los católicos representan hoy el 17,4 por ciento de la población mundial, cada vez más debajo de los mulsulmanes (19,8 por ciento). A eso hay que sumarle que de las filas católicas se desgranan día a día de fieles que pasan a comunidades cristianas pertenecientes a iglesias o comunidades mayores. No hubo una sola razón para la renuncia de Benedicto XVI. Y las aquí expuestas seguramente no son las únicas. LOS CARDENALES BERGOGLIO Y SANDRI SON ELECTORES Y TAMBIEN PUEDEN SER ELEGIDOS PARA SER PONTIFICE Entre los papables, dos argentinos El arzobispo porteño recoge apoyos y rechazos entre sus pares de América latina. A Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias Orientales en el Vaticano, se lo conoce como un hombre extremadamente conservador. Por Washington Uranga Dos argentinos, el cardenal Jorge Bergoglio y el menos conocido cardenal Leonardo Sandri, se cuentan entre los 118 cardenales menores de 80 años electores del sucesor de Benedicto XVI. Además de electores, tanto Bergoglio como Sandri están en condiciones de ser electos para ocupar la cátedra de San Pedro. Bergoglio, el arzobispo de Buenos Aires (76 años), según versiones periodísticas aparecidas en algunos medios argentinos, recibió una importante cantidad de votos en la elección anterior en la que resultó electo el papa Ratzinger. El arzobispo porteño recoge apoyos y rechazos entre sus pares de la región latinoamericana y cuenta con buena imagen entre los miembros de la curia romana. Se le reconoce su experiencia en el manejo de una diócesis muy importante como lo es Buenos Aires y el haber estado en la conducción de la Conferencia Episcopal Argentina. En declaraciones radiales, el vocero del arzobispado, Federico Walls, sostuvo que Bergoglio “es papable como todos los demás cardenales, y él va a viajar cuando llegue la convocatoria para parte de Roma”. Sandri (70 años) es, en cambio, una figura muy diferente a la de Bergoglio. Se trata de lo que en la jerga eclesiástica se denomina “un curial”, es decir, un obispo que ha realizado toda su carrera dentro de la Iglesia en los ámbitos administrativos, burocráticos y diplomáticos. Es actualmente el prefecto (ministro) de la Congregación para las Iglesias Orientales en el Vaticano, cargo para el que fue designado por Benedicto XVI. Es sacerdote desde 1967, está en Roma desde 1970 y en 1974 ingresó en el servicio diplomático de la Santa Sede, donde ha realizado toda su carrera. Fue nuncio en México y Venezuela, y es cardenal desde 2007. Se lo conoce como un hombre extremadamente conservador, con relaciones muy cercanas en la Argentina con el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer. El ex embajador argentino ante la Santa Sede durante el gobierno de Carlos Menem, Esteban Caselli, suele ufanarse de su amistad con Sandri y de las posibilidades que ello le brinda de incidir en decisiones de la curia vaticana. Si bien tanto Bergoglio como Sandri son potenciales candidatos al papado, ninguno de los dos figura en los primeros puestos de la lista elaborada por los “vaticanistas” que siguen de cerca los acontecimientos políticos de la Iglesia en Roma. Pero la intempestiva decisión de Benedicto XVI también puede dar lugar a las sorpresas. La mayor cantidad de cardenales electores proviene de Europa (62), 14 de América del Norte (11 estadounidenses y 3 canadienses), 19 de América latina, 11 de Africa, 11 de Asia y uno de Oceanía. Pero, más allá de los números, la elección no depende solamente de la constitución de bloques dentro del cónclave sino de los acuerdos que, una vez reunidos, adopten los cardenales respecto de la orientación que quieren dar a la Iglesia Católica. Por esa misma razón podría pensarse que, a pesar de la mayoría de electores europeos, los cardenales decidan que haya por primera vez un papa no europeo, sobre todo porque la Iglesia Católica no se muestra pujante y dinámica en esa parte del mundo y en su renuncia Benedicto XVI marcó la necesidad de dar respuesta a severos desafíos. Quizás una Iglesia como la latinoamericana (donde habita el 42 por ciento de los católicos del mundo) pueda ofrecer más alternativas. O incluso las dinámicas iglesias de Africa y de Asia. En los próximos días se barajarán muchos nombres. Algunos ya comenzaron a circular, como el del brasileño Odilio Scherer (San Pablo, 63 años) y el de su compatriota João Braz de Avis (65 años). También el del arzobispo de Nueva York, Timothy Dolan (62 años). Pero a ellos se suma también el ghanés Peter Turkson (64 años) y el filipino Luis Tagle (55 años). Entre los italianos figura a la cabeza Angelo Escola, arzobispo de Milán (71 años), a quien algunos señalan como el “predilecto” de Benedicto XVI. Pero todas son, por ahora, especulaciones. Y como dice el dicho eclesiástico: “Quien entra papa al cónclave... sale cardenal”. 12/02/13 Página|12 GB

No hay comentarios:

Publicar un comentario