sábado, 16 de febrero de 2013

MEMORIA: EL ARBOL DE LA MURALLA

EL ARBOL DE LA MURALLA Y LOS RECUERDOS DE UN SOBREVIVIENTE Escuchar para ser testigos El ejercicio de la palabra, como forma de memoria y como acceso a la verdad, tal como lo consagran las tradiciones judías, es la base de este film en el que Jack Fuchs, que estuvo en el campo de exterminio de Dachau, entrega sus recuerdos como un legado. Por Horacio Bernades “Primero vino la palabra”, es lo primero que dice Jack Fuchs a cámara, citando a la Biblia, aunque más tarde no tendrá ningún empacho en aclarar que jamás creyó en Dios. “En el caso de la Shoá, primero fue el hecho. Por eso, después de la guerra nosotros no podíamos hablar de la Shoáh, porque no sabíamos qué nombre darle.” En verdad, y tal como él mismo reconoce, le llevó bastante más que “después de la guerra” a Jack Fuchs hablar de su condición de sobreviviente de los campos de exterminio nazis. Le llevó cuarenta años. Después de eso no dejó de hacerlo, como testimonian no sólo sus contratapas en Página/12, sino sus libros Tiempo de recordar (2006) y Dilemas de la memoria (2006). El ejercicio de la palabra, como forma de memoria y como acceso a la verdad, tal como lo consagran las más ancestrales tradiciones judías. Basado en parte en el libro de conversaciones homónimo, entre Fuchs y la psicoanalista Eva Puente, El árbol de la muralla no podía ser sino un film hablado. Pero se trata de un film hablado por alguien que no es, por suerte, una reproductora de casetes, sino una persona. El brillo pícaro en los ojos, el sentido del humor (“no es la primera que estoy en Auschwitz, es la segunda”, dice en su regreso al campo de exterminio, “la diferencia es que la vez anterior no tuve que pagar para entrar”), la calidez (“¿quieren tomar algo, un tecito?”, les pregunta a los miembros del equipo de filmación), algo de idische tatele incluso (“¿seguro que no quieren comer nada?”). Un film hablado por alguien a quien, con cuarenta años de residencia en la Argentina, el castellano todavía le cuesta. Con un acento y una gramática que parecen como si hubiera llegado ayer, o anteayer, a Fuchs cada tanto se le olvida alguna palabra y tiene que decirla en polaco. O prefiere, en una ocasión formal –como cuando lo nombran Personalidad Destacada en Derechos Humanos– que sea otro quien lea su texto. Otra, más precisamente, su nieta Florencia, que le hace a veces de lazarilla idiomática, otras de entrevistadora informal. “Se me mezclan todos los idiomas”, dice Fuchs, durante una visita a Polonia. Se entiende: al polaco y el yiddish de cuna, este nativo de Lodz le sumó el inglés (terminada la guerra emigró a Estados Unidos, y allí permaneció casi veinte años) y el castellano, desde que llegó a Buenos Aires, en 1963. Se entiende que los idiomas se le mezclen en ese momento y no en otro: está de regreso en su ciudad, allí donde alguna vez estuvo el gueto. Pero a este sobreviviente sonriente no lo van a correr con aquello de que la infancia es la patria del hombre. “No tengo ningún sentimiento, porque nada de lo que veo se parece a mi pasado”, frena a alguien que parece estar pidiéndole lágrimas. “Me gusta hablar con vos, porque como hija de sobreviviente, yo tengo un poco la idea de que en el principio fue la Shoá, como si antes de eso no hubiera habido nada”, le dice su amiga Diana Wang (otra de sus amigas es Elsa Oesterheld). “Pura tragedia, muerte, exterminio. Pero vos me traés una imagen viva, pujante, vibrante, de cómo era la vida en Polonia.” Fuchs es lo suficientemente generoso como para no querer ser propietario exclusivo de la verdad (en lugar de afirmar, suele pensar en voz alta) ni de la tragedia. “Asociar el nazismo exclusivamente con la destrucción de los judíos es cometer dramáticas omisiones, que nos perjudican a todos”, recuerda en un texto. “Entre las víctimas del nazismo estuvieron los opositores políticos, las personas con discapacidad, los testigos de Jehová, los homosexuales, los ciudadanos polacos, los gitanos...” Tan generoso, que reconoce que se sigue “autocensurando”, filtrando los recuerdos (estuvo en Dachau, perdió al resto de la familia en Auschwitz), para que al interlocutor el relato no se le vuelva intolerable. No se esperen de El árbol de la muralla cadáveres apilados, hombres-esqueleto, kapos sádicos, ejecuciones sumarias. Basta con una sola afirmación, más poderosa que mil descripciones: “Si la guerra duraba dos días más, yo no sobrevivía”. Fuchs sobrevivió, ya cumplió 88, no ignora que la naturaleza humana no se parece a las películas de Disney (“Por algo el primer mandamiento dice ‘No matarás’, ¿no? Quiere decir que la gente se mata”), no olvida nada y, sin embargo, sonríe. “Mataron a millones, pero no nos pudieron deshumanizar”, dice. “Mi abuelo me decía que el que escucha se convierte en testigo”, le recuerda a la nieta. Como quien entrega un legado, de modo muy alusivo y sin hacer sentir el peso del legado. El espectador escucha, y se convierte en testigo. EL ARBOL DE LA MURALLA Argentina, 2012. Dirección, guión y fotografía: Tomás Lipgot. Montaje: Leandro Tolchinsky. Investigación: Eva Puente. Animación: Pablo Calculli. Se exhibe en los cines Gaumont y Artecinema, y a partir del 28 de febrero en el Ctro. Cult. Gral. San Martín. JACK FUCHS NARRA SU HISTORIA FRENTE A SU NIETA Y A LA CAMARA DEL DIRECTOR TOMAS LIPGOT “No se alcanza a dimensionar lo que pasé” Este sobreviviente de un campo de exterminio nazi, que llegó a la Argentina hace cuarenta años, ha reflexionado sobre la memoria en sus contratapas en Página/12. Y el cineasta neuquino lo pone en pantalla en un documental que también obra como transmisión generacional. Por Ezequiel Boetti A mediados de los ’30, Jack Fuchs tenía todo lo que un quinceañero oriundo de la ciudad polaca de Lodz podía querer: amigos, juegos callejeros, un oficio incipiente y una casa compartida con sus padres y tres hermanos. Difícilmente podía imaginar la locura etnocentrista que sobrevendría a la invasión de las tropas alemanas a su país en septiembre de 1939: el ghetto, el escondite como rutina, un tren con destino incierto, la racionalidad mecanicista al servicio del asesinato serializado en los campos de concentración y exterminio de Auschwitz y Dachau, el hambre, el frío y la triste certidumbre de que aquello que años después se llamó Holocausto le había llevado absolutamente todo. Incluso el rostro de una hermana menor a la que aún hoy, casi setenta años después, no puede recordar. “La gente no alcanza a dimensionar lo que pasé”, diría años después. Muerto el Führer, el Comité Internacional de Rescate (IRC, por sus siglas en inglés) lo envió a Estados Unidos. Allí recordó que tenía unos tíos en un país austral muy lejano llamado Argentina. Pero los recuerdos del horror estaban muy cercanos y él no estaba listo para dar explicaciones sobre el destino trágico de los suyos: sentía culpa por haber sobrevivido. Recién quiso (o pudo) venir diez años después, cuando la herida no había cerrado –nunca lo haría–, pero sí al menos estaba en condiciones de exponerse a los avatares de la memoria. La distancia temporal, la puesta en común de sus recuerdos con otros sobrevivientes y la imposibilidad de comprender de quienes no estuvieron ahí, entre otras cosas, le permitieron reflexionar sobre ella, su enrevesada lógica y las consecuencias inevitables de su puesta en marcha, tal como se ve en sus habituales textos en la contratapa de este diario, muchos de ellos agrupados en el libro Dilemas de la memoria. La vida después de Auschwitz. O en las charlas a sala llena que suele dar en distintas facultades. O también en El árbol de la muralla, en la que el neuquino Tomás Lipgot (Moacir, Recta final) vuelve a poner su cámara al servicio de un personaje cargado de una historia compleja para mostrar no sólo la reposada sabiduría con la que narra su pasado, sino también en la cotidianidad de, por ejemplo, una caminata por el barrio. Luego de su paso por una docena de festivales, entre ellos el de La Habana, el film llegará hoy a la cartelera comercial porteña. “Me sedujo mucho el personaje, su historia, la forma en que la transmite”, reconoce el director. “Yo le dije que era materia prima, que con eso hiciera lo que quisiera”, completa Fuchs. –Lipgot, ¿cómo dio con Fuchs? Tomás Lipgot: –Por una amiga de él, Eva Puente, que escribió un libro sobre sus charlas llamado El árbol de la muralla. Ella conocía mis películas y pensó que podía ser un buen personaje para mí. Al principio, sinceramente, no tenía ganas porque es un tema muy complicado y difícil de abordar. Pero cuando lo conocí, cambié el punto de vista enseguida. Me interesó mucho el personaje más allá de esa condición de sobreviviente. Es una persona que hoy tiene una vitalidad descollante. Incluso saqué varias escenas en las que contaba chistes porque se volcaba demasiado a la comedia. Todo eso es una faceta muy rica del personaje que además le quita solemnidad a la película, sin por eso dejar de hablar de algo que merece seriedad como es el Holocausto. Jack Fuchs: –Es un documental testimonial al que Tomás le dio una vuelta para convertirlo casi en un diálogo. –Podría pensarse que el hilo conductor de ese diálogo que menciona Fuchs es su nieta. ¿Lo ve así? T. L.: –Me parecía muy interesante la cuestión de la transmisión generacional. Después estaba el hecho de que nunca habían hablado de este tema de frente, y lo que se ve acá es la primera vez que lo hacen. En la familia hay una comunicación casi por ósmosis. Inicialmente tenía la idea de darle más protagonismo a la nieta llevándola a Polonia para recuperar la historia de él, pero era un asunto muy delicado y no quería forzarlo. Finalmente quedó el eje en la transmisión: él le transmite a su familia y la película al espectador. Una cuestión de memoria. –Fuchs, ¿cómo fue hablar con su nieta por primera vez? J. F.: –Nunca había hablado del tema con ella ni tampoco con mi hija. Ellas no me preguntaron de las fotos ni sobre mí. Nada. Era como un arreglo mutuo para no hablar: ellas nunca se acercaron para preguntar y yo jamás conté nada. Pero quizá lo saben por esa ósmosis. Cuando era chica, Mariana, mi hija, cambiaba la tele cuando veía películas de guerra. Pero durante muchísimos años no tuve necesidad de hablar de eso. Es muy especial. Los sobrevivientes no fuimos comprendidos y la gente no sabía qué preguntar para no ofender, así que no se hablaba. Pero entre nosotros sí lo hacíamos. Muchas veces los periodistas me preguntan sobre Auschwitz sin tener una mínima idea. No hay idioma para eso. –¿Cree que eso ocurre porque durante años el Holocausto no fue un tema de discusión? J. F.: –Para recordar las situaciones del Estado de Israel se pusieron celebraciones conmemorativas, pero nadie recordaba fechas sobre lo que nos pasó a nosotros. Con los años se estableció el 19 de abril, que fue el día de 1943 en el que se levantó el ghetto de Varsovia, pero fue por iniciativa de los sobrevivientes. Para el Día de Independencia del Estado de Israel se llena el Luna Park, pero para las conmemoraciones de la Shoá hay que sacar a los chicos del colegio para llevarlos. Al principio ni siquiera había una palabra para nombrarlo. –¿Por qué se da esa situación? J. F.: –En la historia judía hay fiestas, como Janucá, que es el día de la recuperación de la independencia judía, o Pesaj, que recuerda la salida del pueblo hebreo de Egipto. Pero también hay otras fechas conmemorativas de destrucciones u ocupaciones que son casi eliminadas y sólo los más ortodoxos las tienen en cuenta. Ningún pueblo recuerda sus derrotas porque es desagradable. No sé si está bien o mal, pero es así. Es algo de lo que no se quiere hablar. –Fuchs, en varias entrevistas dijo que quienes lo escuchan no alcanzan a dimensionar lo que pasó durante el régimen nazi... J. F.: –Y hasta hoy pasa eso. La gente no puede dimensionar qué fue Hiroshima o Nagasaki. Nadie quiere recordar desastres. También me di cuenta de que todas las preguntas son absolutamente lógicas, pero yo vengo de un mundo sin lógica. Ese es el problema. Y esa falta de lógica después se universalizó hasta que murieron 45 millones de personas. Por eso trato de no aislar la Shoá de la Segunda Guerra Mundial. –En ese sentido, al comienzo del film usted cataloga al Holocausto como una “guerra dentro de otra guerra”. J. F.: –Es que aquí había dos guerras paralelas. Una del gobierno alemán contra el pueblo judío, con sus propias leyes y jueces, y otra contra el mundo. Eso no puede separarse: sin guerra mundial no habría Auschwitz ni Hiroshima ni Nagasaki. Leí un libro sobre la guerra entre China y Japón en que una periodista describe qué hicieron los japoneses a los chinos. Y le digo que Auschwitz era un paraíso al lado de eso. No sabemos qué va a pasar, sólo que el mundo va a seguir girando. Pero desde 1945 murieron más de 45 millones de personas en distintas confrontaciones. –Por lo que dice, da la sensación de que la raza humana no aprende demasiado en ese sentido. J. F.: –Es que no se aprende nada. Se ve la pura realidad: el hombre contra sí mismo. El enemigo más grande del ser humano es su semejante. Mire lo que pasa ahora en Siria, por ejemplo. –En un momento de la película dice que es necesario recordar pero no para odiar. ¿Cómo es posible lograr eso después de todo lo que vivió? J. F.: –Es que todo eso era una maquinaria. No había nada personal. El primer día que estuve en el campo me encontré con un amigo y me dijo que tenía muchísima hambre, que no aguantaba más. Pensé cómo podía ser posible que hablara de eso cuando habíamos perdido a nuestras familias. El, que había llegado una semana antes, me dijo que esperara, que ya iba a ver. Porque la vida siguió y las dificultades se cubrieron entre ellas. El problema es que los testimonios fueron siempre los de las víctimas y no los de los victimarios. –¿Por qué era un problema? J. F.: –Porque no había quién las escuchara; era una forma de autolástima. Al comienzo no hablé con nadie sobre mi pasado. Después, con los años vinieron muchos hijos de sobrevivientes y noté dos tipos distintos. Unos que no sabían absolutamente nada acerca de las pérdidas y otros que sentían que habían nacido en un campo de concentración: cada vez que no querían comer, los padres les decían “vos no sabés lo que es tener hambre”, cuando no les gustaban las zapatillas, el reto era “vos no sabés lo que es vivir descalzo en la nieve”. Son extremos totalmente distintos. Y lo más curioso es que todo es verdad, sólo que cambian las formas de transmitirla, porque nadie fue a una escuela de sobrevivientes para que le enseñaran. Yo nunca perdí el humor, pero no hablaba con nadie de esto. ¿Qué podría decir? Contarle dónde nací, cómo era mi familia y mi ciudad, etcétera, pero ni siquiera tenía interés de hacer eso. –¿En qué momento empezó a contarlo? J. F.: –Creo que fue después de la muerte de mi señora. A nosotros nadie nos dijo “no lo cuenten”, sino que no nos preguntaban porque tenían miedo de lo que fuéramos a contestar. Y tampoco sabían qué preguntar, porque es una situación casi de fantasía. El grupo con el que estaba en el ghetto tenía una radio. Ahí escuchamos que la BBC decía que todas las deportaciones de nuestra ciudad iban directamente a la matanza. Y hoy en día no recuerdo si le conté eso a mi padre. Entre nosotros pensábamos que era propaganda contra Alemania: simplemente no nos entraba en la cabeza que pudiera existir algo tan ilógico. Y yo encima ayudaba a la gente a ir a la estación. Había avisos en el diario que hablaban sobre llevar ropa y demás, pero nadie esperaba eso. Yo incluso llevé mi álbum de estampillas. Se debe recordar, pero cada uno hace lo que puede. Poder hablar Elsa Oesterheld sufrió las desapariciones de su esposo, Héctor (creador de El eternauta), y sus tres hijas durante la última dictadura militar. Fuchs perdió a su familia en el Holocausto. La comprensión mutua de ese dolor cimentó una larga amistad que se refleja en los diálogos retratados en El árbol de la muralla. “La conocí en un programa de televisión y ella me dijo: ‘Jack, sos la primera persona con la que puedo hablar. Nadie entiende cómo me visto y salgo todos los días a trabajar’. Ella siempre me repitió que le encantaría saber cómo fueron las últimas horas de Héctor y las chicas. Eso me impresionó mucho. Después mantuvimos una muy buena relación e hicimos algunos trabajos juntos. Para mí, Elsa era un espejo con el que podía hablar”, asegura el polaco. 14/02/13 Página|12 GB

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