domingo, 16 de diciembre de 2012

MARITA Y LA JUSTICIA OSCURA, POR RAGENDOFFER, OPINION.


Un oscuro día de justicia en el Jardín de la RepúblicaPor Ricardo Ragendorfer
politica@miradasalsur.com

El fallo absolutorio por el caso de Marita Verón sólo es la punta de un iceberg. Usos y costumbres secretas de la familia judicial.




Durante el otoño de 1995, el juez Amílcar Vara –célebre por encubrir los asesinatos en manos policiales del albañil Andrés Núñez y Miguel Bru– compartía un asado con sus amigos de la gorra en los fondos de la Brigada de La Plata. En tales circunstancias, ya entonado por el tinto, pidió la cabeza de la abogada Elba Témpera. A tal efecto, llegó a ofrecer 20 mil pesos a los presentes. Un testigo lo denunciaría en un tribunal. Finalmente, la presunta insanía del magistrado le ahorró los efectos penales de una indecorosa destitución.

En esos mismos días, el caso del subtesorero desleal del Banco Nación, Mario Fendrich, fascinaba a los argentinos. Y su instructor, el juez federal de Santa Fe, Víctor Brusa, siempre sonriente, afable y bien trajeado, no ocultaba su satisfacción por las mieles de la fama. Vueltas de la vida: Fendrich, tras pagar su deuda con el Código Penal, está ahora en libertad. No, en cambio, Brusa: a fines de 2009, fue condenado a 21 años de prisión por delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura.

Apenas dos historias que cruzaron su tiempo sin hacer demasiada mella en la buena conciencia del espíritu público, al igual que otras tantas disfunciones tribunalicias. Una curiosa fatalidad mediática.

Por ello, es digno de análisis el escenario desatado por los jueces tucumanos –Alberto Piedrabuena, Eduardo Romero Lascano y Miguel Ángel López– que absolvieron a 13 proxenetas acusados por la desaparición de Marita Verón. Nunca otra trapisonda de toga –ni siquiera el soborno del juez Juan José Galeano al principal acusado de la causa Amia– levantó una polvareda de repudios tan absoluta, en la cual convergieron las personalidades más disímiles. Desde Luis D'Elía a Mauricio Macri, pasando por Hebe de Bonafini, Lilita Carrió y Mirtha Legrand, entre los más simbólicos. La unidad nacional en estado puro. Como si en ese veredicto estuviera encapsulada la única célula cancerígena del Poder Judicial.

En este punto, bien vale retornar al doctor Vara. La doctora Témpera representaba a la familia de Núñez, quien en 1991 había sido asesinado por personal de la Brigada de La Plata. Pronto dejó se ser un secreto que el peligrosísimo comisario Mario Chorizo Rodríguez había pagado al juez 250 mil dólares para diluir la responsabilidad de tres subordinados suyos en ese crimen.

Lo cierto es que el comisario Rodríguez también tenía bajo régimen remunerativo a otros magistrados; por caso, la jueza federal de Morón, Raque Morris Dloogatz. Juntos habían articulado una provechosa sociedad: con auténtica devoción por el arte escénico, Chorizo diseñaba ambiciosos operativos antidroga en base a datos sólo originados en su imaginación. Y doña Raquel le firmaba talonarios enteros con órdenes de allanamiento en blanco. En resumidas cuentas, Morris Dloogatz tuvo el dudoso mérito de ser la primera jueza destituida –a fines de 1999– por el Consejo de la Magistratura.

No menos cierto es que el vínculo de Rodríguez con ambos jueces es sólo un caso testigo de la convivencia entre uniformados e integrantes del Poder Judicial, tanto en el territorio bonaerense como en otras provincias. Un nexo que –en el plano de la realidad– convierte a estos últimos en meros auxiliares de la corporación policial.

Semejante situación aún persiste en estos días.

Al respecto, es posible que el expediente del caso Candela sea recordado como una pieza sublime de la dramaturgia jurídico-policial. Pero la increíble pesquisa por el cuádruple femicidio de La Plata no le va a la zaga. Para la crónica roja, ambos fueron los episodios más taquilleros de 2011 y sus recientes refucilos aún encandilan al público.

El primero –construido con datos ficticios, pruebas plantadas, testigos no identificados y el arresto de personas inocentes– no tuvo otro propósito que el de encubrir, en los arrabales de ese crimen, los negocios de los uniformados con el hampa. El segundo –cuyo accidentado zigzagueo fue nutrido con una hipótesis antojadiza, pericias contradictorias, declarantes dudosos y una acusación con fecha de vencimiento– exhibe motivaciones más difusas; entre ellas, simplemente, la perseverancia del juez Guillermo Atencio y el fiscal Álvaro Garganta por confundir sus corazonadas con la realidad.

A estas dos tramas bendecidas por la prensa habría que sumar otras de factura más discreta. Casos anónimos. Sin difusión. En la actualidad, unos 5.000 –según cifras del Ministerio de Justicia bonaerense–, con ciudadanos privados de su libertad en base a testimonios mendaces y pruebas sin consistencia. Un atractivo festín para el señor Franz Kafka. Y también una tradición procesal que reconoce su origen en la larga noche de la última dictadura.

Pero son crímenes jurídicos cometidos en la etapa de instrucción. Ello suele invisibilizar a sus hacedores ante la opinión pública. En cambio, lo de los camaristas tucumanos no fue así. Su estafa fue cometida bajo la luz de un juicio oral. En vez de haber sido los guionistas de una obra ficticia, fueron, simplemente, sus actores. Gajes del mundo del espectáculo.


GB

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