lunes, 10 de diciembre de 2012

LA JUSTICIA, ALEJANDO HOROWICZ, OPINION

Los límites de la "democracia de la derrota"
Por Alejandro Horowicz

Para la oposición, tal como hoy está constituida, la derrota del gobierno es la única posibilidad de victoria.

Mi prudente abuela siempre recomendó no vender la piel del oso antes de cazarlo, porque errar el tiro, decía, está en la naturaleza de las cosas. En el mundo de los signos el 7D se constituyó en frontera, y al terminar no siéndolo impone otra lectura del campito de la política; la pulseada no terminó, prosigue con creciente virulencia, y lo que está en debate no es tan sólo la Ley de Medios Audiovisuales, ni siquiera el poder relativo de un grupo económico, que por cierto está, sino la naturaleza misma del ciclo histórico inaugurado por la crisis de 2001. Y como los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández son los herederos de esa terrible tradición, se impone comprender en qué medida la fracturan y hasta qué punto la continúan. En mi último libro, Las dictaduras argentinas, caractericé el período iniciado en 1983 con el gobierno de Raúl Alfonsín de "democracia de la derrota". Y era así, porque se votara como se votara, los mismos funcionarios hacían lo mismo, para obtener idénticos resultados.

Con la derogación de las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, con el restablecimiento de la relación entre los delitos y las penas, con la igualdad ante la ley, en suma, se iniciaban las condiciones de posibilidad para marchar en otra dirección. El programa del partido del estado confeccionado en 1975 por el bloque de clases dominantes volvía a ser susceptible de transformación. Ya no se trataba de Martínez de Hoz y Cavallo a perpetuidad. Si a esto se añade un cambio en las relaciones de fuerza globales, determinado por una crisis general del capitalismo como no se tiene memoria, y la emergencia de un bloque sudamericano cuyo peso no se le escapa a nadie, el escenario termina siendo claramente otro; entonces, el capítulo correspondiente a la democracia de la derrota podía quedar definitivamente atrás. Es decir, la voluntad popular volvía a ser un instrumento político. El debate recuperaba su aptitud para influir sobre la conducta política de la ciudadanía; por tanto, sustituir la experiencia personal por un único relato mediático dejaba de ser posible. La polifonía quedaba restablecida y en ese sentido la continuidad estaba rajada.

Esta hipótesis, que sigo sosteniendo, no supone que el derecho a gobernar y el poder hacerlo sean una misma cosa. Esa contradicción fundante del liberalismo político no se resuelve nunca en el terreno puramente discursivo. En rigor de verdad, toda la literatura especializada existente (desde Carl Schmitt hasta Norberto Bobbio) subraya que la calidad de los argumentos, del fundamento jurídico del orden imperante, vive a la sombra (en ese punto divergen las lecturas doctrinarias), o de un hecho extrajurídico como el poder constituyente, o de la naturaleza misma del fundamento del derecho: la fuerza capaz de imponerlo.
El conflicto campero de 2008 escenificó esta situación. Un instrumento diseñado por el Poder Ejecutivo para limitar la renta agraria extraordinaria (los crecientes precios de la soja en el mercado mundial, a resultas de una burbuja inducida por el sistema financiero), tenía por objeto evitar la modificación de toda la estructura de precios relativos. Dicho con sencillez: una tonelada de soja de 2008 compraba en el mercado mundial bienes industriales en una proporción increíblemente mayor que una del '98. Entonces, se trataba de saber a qué se destinarían esos ingresos extraordinarios. Si tan sólo irían a parar a los bolsillos de los dueños del campo, directos o indirectos, o si la sociedad argentina podía utilizarlos con objetivos de otra calidad política.

El gobierno fue derrotado primero en la lucha de calles, en los cortes y la movilización impulsada por la militancia de la Federación Agraria, para ser vencido más tarde en la tapa de los diarios y finalmente terminar siendo arrasado en su propia estructura política. Conviene recordar la hemorragia parlamentaria tanto de la Cámara de Diputados como del Senado, hasta que la fuerza propia dejó de serlo, y cómo el vicepresidente K huyó de la toldería. Las consecuencias no se hicieron esperar y en las elecciones de medio tiempo, el gobierno fue batido incluso en su bastión: la provincia de Buenos Aires.

Entonces, se vio obligado a dar marcha atrás, recomponer sus fuerzas. En esas condiciones el Congreso se transformó en el eje del enfrentamiento. Y la incapacidad de la oposición terminó sellando su destino en 2011. Una cosa es poner palos en la rueda, y otra gobernar una sociedad compleja desde la mirada de la Sociedad Rural. Con una observación clave: el gobierno no fue capaz de utilizar esa renta extraordinaria para un objetivo superior. Pero aun así, la política de desendeudamiento modificó el peso específico de la gigantesca deuda externa en el Producto Bruto Interno, y por tanto la capacidad de los organismos financieros internacionales de incidir sobre la economía nacional se había modificado. Esa autonomía relativa hinchó las velas del oficialismo. Sin embargo, la misma aptitud hacia el interior de la sociedad argentina no se ensanchó. Dicho de un tirón, los dueños del poder local siguen siendo exactamente los mismos.

LA BATALLA CON CLARÍN. Desde el momento en que para inteligir la marcha de las diferencias políticas es preciso ser un experto en derecho procesal estamos en problemas. Al tiempo que un gobierno que se propone dar vuelta una página como la de la democracia de la derrota, y juega todos sus naipes a las patas de un dictamen de la Suprema Corte, de la aplicación de instrumentos puramente legales, sin guardar en la manga medidas extraparlamentarias, confunde la naturaleza de sus enemigos. Cuando se observa desapasionadamente el plazo que los supremos otorgaron al Grupo Clarín para desinvertir (36 meses) se entiende parte del desaguisado. Una cosa es no obligar a nadie a deshacer su patrimonio de apuro y otra darle un tiempo que equivale a tres cuartas partes de un mandato presidencial.

Por si esto fuera poco, el Poder Judicial ahora, como antes lo hiciera el Congreso, cree que puede ser el punto de recomposición para otra política. Si algo quedó claro entre 1930 y 1976 es que la Suprema Corte no intentó primeriar nunca. Y la única vez que trató de hacerlo, cuando la oposición al gobierno militar de Edelmiro Farrell y Juan Domingo Perón se propuso retomar las riendas a través de la Corte, el plebeyo 17 de octubre fue la respuesta popular y la Corte fue rehecha, tras las elecciones del '46, una vez más sin demasiados inconvenientes. Nadie creía entonces en la independencia del Poder Judicial, y para corroborarlo, sus integrantes no tuvieron en general ninguna dificultad en acompañar las políticas más antipopulares. El '76, a modo de ilustración, nos exime de mayores aportaciones.

Desde el momento en que uno de sus integrantes tiene legítimas aspiraciones políticas, al tiempo que funciona como una suerte de garante de la inédita "autonomía" judicial, "autonomía" que linda con la posibilidad de no rendir cuentas a nadie, el aire político vuelve a enrarecerse. Sobre todo, porque la lógica de la justicia y la lógica de la oposición no son de ningún modo tan conciliables. Para la oposición, tal como hoy está constituida, la derrota del gobierno es la única posibilidad de victoria. Para la Suprema Corte conservar su prestigio, y por carácter transitivo el de sus integrantes, supone atenerse a una interpretación razonable de derecho. Transformar una ley aprobada "normalmente" en letra muerta, no puede ser presentado como una victoria "legal". En consecuencia, las aspiraciones políticas de su presidente – más allá de contar con la mayoría de los integrantes de la judicatura– le imponen límites. Pero cuidado, esos límites varían a la misma velocidad que las demás relaciones de fuerza. Contado epigramáticamente, si las calles siguen en manos de los caceroleros, y si la protesta de los trabajadores sigue siendo contra el "gobierno", el oficialismo corre el riesgo de astillarse. Y si en el conflicto campero Daniel Scioli resolvió quedar de un lado de la barricada, nadie puede asegurar que vuelva a suceder, y no son pocos los que esperan otra resolución a caballo de una nueva rearticulación del cuarto peronismo. Claro que esa no es la solución que beneficia el proyecto Lorenzetti.

10/12/12 Tiempo Argentino
 

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