lunes, 31 de diciembre de 2012

LA INTENSIDAD DE UN AÑO INOVIDABLE, POR RICARDO FORSTER, OPINION.

Las intensidades de un año inolvidable
Por Ricardo Forster

Siempre es oportuno y necesario recordar lo que pensábamos un año atrás a la hora de hacer balance de lo transcurrido después de que el calendario diera otra vuelta completa.




Como si fuera la mejor manera de escapar a la tiranía del instante que todo se lo devora impidiéndonos recordar aquello que, apenas dejado a nuestras espaldas, nos resultó tan decisivo no sólo por lo que generó en su momento sino por lo que abrió en el futuro inmediato. Somos deudores, qué duda cabe, de lo previo aunque, en demasiadas ocasiones, lo olvidamos consciente o inconscientemente. Pensar críticamente el agotamiento de un año supone interrogarnos por esa anterioridad que lo marcó en su comienzo y en su desarrollo.

 En este sentido, el kirchnerismo no puede ser abordado sólo a partir o desde su última novedad. La totalidad de su derrotero, la compleja huella que va dejando en su despliegue por la historia, los giros de época y de ideas que generó, las mutaciones en la sensibilidad y en la propia percepción de la realidad no han sido el resultado de los últimos meses sino el producto de aquello que, bajo la forma de lo azaroso e inesperado, se inició en mayo de 2003 y que vino a conmover a una sociedad desconcertada, aturdida, desesperanzada y sin brújula. Por eso, estimado lector, recupero algo de lo que, en esta misma columna, escribí hace exactamente un año atrás cuando todavía la incredulidad dominaba al establishment económico, a la corporación mediática y a la oposición política que no alcanzaban a explicarse cómo había acontecido el desastre electoral que para ellos supuso el espectacular triunfo de Cristina Fernández con más del 54% de los votos. Sucede que hay quienes viven encriptados y creen que su invención de la realidad se corresponde a lo que verdaderamente sucede en la otra realidad, aquella que tiene que ver no con la ficción ni con las alucinaciones sino con el discurrir efectivo y verídico de las cosas.


Regresemos, entonces, a diciembre de 2011, en esos días escribía lo siguiente: “En la tradición judía, así se dice en el Talmud, se prohíbe expresamente la adivinación y cualquier intento de escrutar en el futuro. Quizás, como resultado de esa limitación legal, los judíos, relata Walter Benjamin, se dedicaron a escarbar en el pasado y a insistir en la rememoración. Por eso le dejaron el arte de indagar en los días por venir a los adivinos, a los magos y a los astrólogos e insistieron en que todo presente lleva dentro de sí, lo sepa o no, lo quiera o no, las marcas del pasado que, bajo determinadas circunstancias, se vuelven actualidad. La fluidez que corre entre lo acontecido y lo actual constituye, desde esa perspectiva milenaria, la fuente de nuestra manera de estar en el tiempo y de habitar la vida histórica. Es por eso que ante el cierre de un año siempre nos movemos entre la necesidad de hacer un balance y la tentación de anticipar lo que puede llegar a ocurrir. Lo que supone esa inclinación interpretativa, esa capacidad de indagar por lo actual del pasado y de sus múltiples figuras espectrales, es la posibilidad de interrogar, en las huellas del presente, las posibilidades que se abren sin lanzarse al frenesí de la adivinación. Dicho de otro modo y sin tanta retórica teológica: pensarnos es, siempre, actualizar lo que ha quedado a nuestras espaldas colocándolo en la corriente del tiempo histórico que tiene en el presente su núcleo decisivo, ese que, en gran medida, determina la relación que establecemos tanto con el pasado como con el futuro. Pero, y eso de algún modo inhabilita la reducción causalista de la historia, el azar siempre mete la cola y produce lo inesperado.



Fin de año es, casi siempre, un buen momento para hacer balance del camino recorrido y de las vicisitudes que nos acontecieron. Tal vez, este 2011 que se va cerrando haya sido el menos arduo, conflictivo e hiperkinético de los últimos años en los que tantas cosas se pusieron en juego en nuestro país. Un año signado por lo electoral que, sin embargo, acabó por demoler las ilusiones de todos aquellos que imaginaban que se acercaba el tiempo crepuscular del kirchnerismo y que nuevos vientos vendrían a limpiar la atmósfera supuestamente viciada que nos dejaba un gobierno al que, eso pensaban, la mayor parte del país le daba la espalda o se preparaba para hacerlo (de nuevo, y como si fuera un extraño karma que persigue a la oposición mediática y política –en realidad son lo mismo bajo la dirección de los dueños de los grandes medios de comunicación concentrados– persisten en repetir los errores del pasado insistiendo con aquello de la falta de representatividad del Gobierno, de su inevitable decadencia a partir de la pérdida de interpelación y reconocimiento social sobrevalorando la irrupción, durante el 2012, de las renovadas huestes de caceroleros de clase media que se volcaron a las calles céntricas para darse un baño de virtud republicana mientras alucinaban con voltear al maldito kirchnerismo).

Tanta intoxicación que emanó de los grandes medios de comunicación –escribía en ese fin de año– obnubiló la visión de muchos que, sin percibirlo, vivieron encerrados en una burbuja y negando los cambios profundos que venían desplegándose en la sociedad. Cuando la realidad se transforma en ficción sólo la contundencia de un acontecimiento potente logra romper el ensueño producido por la multiplicación infinita de un relato imaginario. En el 2011 lo que se disipó fue la niebla ideológica emanada del dispositivo mediático, una niebla que hizo que más de un incauto se estampara contra una evidencia tozudamente negada.

El peso asfixiante del prejuicio es, quizás, lo más difícil de superar. En política constituye una rémora que acaba por impedir cualquier comprensión racional de lo que efectivamente sucede con las cosas de la realidad. Algo de esto les viene aconteciendo a los europeos que no logran zafar de las cadenas ideológicas montadas por el neoliberalismo; cadenas que les impiden comprender el daño estructural causado por la hegemonía del capitalismo financiero y que todavía le permiten, a ese mismo poder, seguir decidiendo por la mayoría de la sociedad. Lo nuevo que atraviesa este tiempo argentino es, precisamente, que la persistencia de un dispositivo ideológico construido durante décadas para desguazar vida social, económica, política y cultural en nombre de la famosa “libertad de los mercados” fue enfrentado con la combinación de transformaciones materiales y de una clara y contundente disputa por el sentido.

 El 2011 fue, entonces, el año en el que, elecciones mediante, se consumó ese desvelamiento que había tenido su punto de inflexión en el recorrido que fue desde las jornadas del Bicentenario a la despedida multitudinaria que se le hizo a Néstor Kirchner.

Un año que hizo añicos no sólo las ilusiones regresivas de sectores sociales resentidos con la “invasión populista” que fueron capturados por la retórica de los grandes medios de comunicación sino que, también, cuestionó y conmovió, de un modo como ya no se recordaba en la Argentina, a los poderes fácticos, esos mismos que desde siempre condicionaron cualquier iniciativa democrática hasta vaciarla de todo contenido transformándola en un pellejo vacío. Lo que mostró el Gobierno, y lo hizo de manera elocuente, es que después de décadas en nuestro país la decisión respecto de la gobernabilidad no dependía de las manipulaciones que se hacían desde las sombras sino que eran el resultado de acciones políticas visibles y realizadas de cara a la sociedad.

Lo que fue una sorpresa para algunos, me refiero primero al resultado de las primarias y luego de las elecciones generales, no fue otra cosa que el corrimiento final de un velo de prejuicios y falsedades que les habían impedido a esos sectores ver lo que efectivamente estaba cambiando en el país. Están, por supuesto, aquellos que abominan de esos cambios y que desean con fervor regresar a las épocas en las que su poder era incuestionable. El kirchnerismo, en todo caso, reconstruyó la esencialidad política de la democracia al mismo tiempo que politizó la economía. Lejos de los tecnócratas y de los ideólogos del establishment neoliberal lo que se produjo fue una extraordinaria inflexión que le devolvió sustantividad a esa misma República por la que se suelen desgarrar las vestiduras los mismos que la llevaron a su extenuación”.

Esto escribía doce meses atrás tratando de entender por qué todavía persistía esa lectura ahuecada y estéril con la que insistía la oposición y que tanto siguió influyendo en algunos sectores medios (particularmente altos) de la sociedad más preocupados por ver realizados sus sueños de catástrofe social, sus alucinaciones de fin de ciclo junto con la corroboración de lo que siempre pensaron y sintieron: que estábamos en manos de una matrimonio de aventureros e impostores que, mediante los ardides del populismo, habían logrado, una vez más, engañar a esa masa amorfa y clientelar venida de los oscuros suburbios y derramada, cada tanto, en la ciudad civilizada para hacer añicos los sueños de una Argentina próspera y primermundista.

Por derecha alucinaron con el peligro de la expropiación (sentimiento que viene desde el conflicto desatado por la famosa resolución 125 en el que la palabra “confiscación” se había convertido en el caballito de batalla de la mesa de enlace y de sus socios mediáticos. Ahora, y cuando se iba cerrando el año, la anulación por decisión del Poder Ejecutivo de la Nación del contrato de venta leonino y nulo que le entregó el predio del Estado a la Sociedad Rural para que hiciera pingües negocios en los últimos 20 años, vuelve a sacarlos de quicio imaginando que Cristina se ha puesto a la izquierda de Chávez y que esta vez sí que “va por todo”); por izquierda algunos trasnochados imaginan que, una vez más, estamos a las puertas de una insurrección popular que no sólo se llevará puesto al Gobierno sino que avanzará, ahora sí, por la verdadera senda del socialismo (también pudimos observar, en una fecha tan emblemática como lo es el 19/12, la extraña e impresentable alianza que convocó a una movilización escuálida que reunió a los camioneros con los militantes del MST y del PO, a las huestes confundidas de Micheli con los casi invisibles miembros del sindicato del Momo Venegas y todo eso bien condimentado con discursos que ni ellos mismos se los creen).

Lo que unos ni otros pudieron o quisieron ver es aquello que queda más allá de sus narices. La clase media, la que tiene poder de ahorro y la que ha sabido cultivar con fruición el cuentapropismo moral, se convirtió en la avanzada de la protesta en el preciso instante en el que se le impidió salir libre y festivamente a comprar dólares pero lo hizo, ese nuevo bautismo de movilización, creyéndose representante de la pureza republicana y defensora última de la libertad.

Una clase que tiene la facultad de olvidar rápido lo que la atravesó y la movió en el pasado (desde la dictadura hasta la convertibilidad) y que siempre se ve a sí misma como el verdadero reservorio de la vida republicana y como garante de la democracia entendida, siempre, bajo su forma patrimonialista. De todos modos, no dejó de ser significativa la caudalosa convocatoria del 8/11 que volvió a mostrarle al Gobierno que la Argentina sigue siendo un país en disputa. Los dirigentes de algunos sindicatos, y particularmente el antiguo aliado del gobierno –Hugo Moyano– no pudieron ni quisieron ver la gravedad creciente de la economía mundial, lo que efectivamente está sucediendo en muchos países europeos en los que los sindicatos no saben de qué manera frenar el avance salvaje de una política de ajuste que viene destruyendo el estado de bienestar y aniquilando derechos históricos.

En ningún momento quisieron aceptar que la decisión del kirchnerismo, bajo el liderazgo de Cristina, era sostener el proyecto de inclusión y de distribución sin aceptar esas recetas que ya conocimos. Nunca comprendieron, o no les interesa hacerlo porque se han vuelto funcionales al establishment, la gravedad del escenario mundial y los esfuerzos virtuosos que se hicieron y se siguen haciendo por proteger trabajo, salarios y derechos en un mundo que ve azorado cómo se hunden las economías centrales.

 Tampoco comprendieron, al igual que amplios sectores de la clase media (en particular los más favorecidos) la importancia estratégica de dos decisiones tomadas durante el 2012: la reforma de la carta orgánica del Banco Central y la recuperación de YPF que nuevamente fue puesta bajo decisión soberana del Estado nacional. Dos decisiones, en particular la segunda, cargadas no sólo de significado económico y político sino portadoras de un enorme sentido simbólico. La recuperación de YPF marcó el cierre de las perversas privatizaciones de los ’90 del mismo modo que la orden de bajar el cuadro de Videla por parte de Néstor Kirchner cerró, simbólicamente, la continuidad del terror dictatorial depositado en nuestros cuerpos. Nada de eso, ni tampoco la ampliación de derechos que se multiplicó durante el 2012 (ley de género, ley de voto juvenil entre 16 y 17 años, avance en la elaboración del nuevo código civil y comercial, ley del peón rural, ley para perseguir la trata de personas, etc.) alcanzó para dosificar la mirada destemplada y catastrofista promovida desde Clarín y La Nación y fervorosamente acompañada por esos sectores medios y por dirigentes sindicales y políticos que sólo parecen defender sus intereses corporativos.

Un año que estuvo atravesado, desde antes de que comenzara, por la puja con los sectores del establishment económico financiero que, al día siguiente del triunfo electoral de octubre de 2011, iniciaron sus maniobras especulativas buscando, vía la fuga de capitales y la presión sobre el dólar, que se desembocara en una devaluación que volviese a transferirles poder económico y político. Las respuestas, desde esos días, fueron y siguieron siendo contundentes (exigencia de liquidación de exportaciones de petroleras y mineras en el país hasta llegar a la ley que regula el mercado de capitales).

El 2012 estuvo signado por la decisión estratégica de avanzar en una política de industrialización por sustitución de importaciones (sin por eso ahorrar las dificultades y las improvisaciones que fueron el resultado de una decisión tomada con apuro ante el reconocimiento de que la crisis económica mundial iba a golpear sobre nosotros) pero sin recortar empleos, ni salarios, ni paritarias. Fue también el año de la terrible tragedia de la estación Once que puso en evidencia las fallas estructurales de una pésima política de transportes y el inicio –todavía en sus primeras etapas– de lo que tiene que ser un cambio radical de esa misma política que vuelva a recuperar los trenes como núcleo, material y simbólico, de lo que viene cambiando en el país.

Demasiado, quizás, para un solo año, aunque ya nos vamos acostumbrando al aceleramiento que el kirchnerismo le ha impreso a la realidad nacional. Un año que recuperó, el 9 de diciembre, la fuerza de la movilización popular recordándoles, a los que festejaban las marchas caceroleras como la quintaesencia de la genuina expresión “democrática” de los ciudadanos autónomos, que hay una profunda relación entre Cristina y vastísimos sectores populares, esos mismos que hoy se sienten representados por un proyecto que, como sólo lo había hecho el primer peronismo, les devolvió el derecho a creer en sus propias fuerzas y en la potencia de su historia.

 Un año, y ya el espacio se me va agotando, atravesado por la cuestión de la justicia, del poder judicial, de la definitiva implementación de la Ley de Servicios Audiovisuales reforzada con el nombramiento de Martín Sabbatella al frente de la AFSCA, de fallos problemáticos y vergonzosos y de la espera de que finalmente la Corte Suprema se ponga a la altura de la genuina ampliación democrática, pero que también fue testigo de la primera condena a un civil –Jaime Smart– por complicidad con el terrorismo de Estado y el procesamiento –histórico– de Carlos Blaquier, un símbolo del poder empresarial oligárquico, en la causa conocida como “la noche del apagón en el Ingenio Ledesma” (siempre será poco recordar, ante estas condenas y juicios, al inolvidable Eduardo Luís Duhalde que nos dejó al comienzo de año).

 Y, en el vértigo de los últimos meses, la decisión impresentable del juez Griesa que en Nueva York –y festejado por ciertos sectores de la derecha mediática y política nacional– falló a favor de los fondos buitre en el mismo momento en que se le tendía una emboscada a la Fragata Libertad en Ghana. Para desesperación de los anunciadores del Apocalipsis ni el juez Griesa pudo imponer su falló ni los fondos buitre pudieron retener a la fragata que fue liberada por decisión del tribunal del mar con sede en Hamburgo (dos rotundos éxitos de la política exterior del gobierno que fueron rápidamente ninguneados por la corporación mediática).

Hasta el último día hábil estaremos a la espera de lo que pueda suceder. Un año signado, qué duda cabe, por el nombre y la impronta de Cristina. Habrá, tal vez, algo de tiempo durante el verano para repasar muchas otras cosas que han quedado en el tintero de un año memorable y complejo. Nos esperan, ahora, los desafíos del 2013.

30/12/12 Tiempo Argentino

GB

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