sábado, 17 de noviembre de 2012

PRIMAVERA TRUNCA, UN CUENTO.

ZONA LITERARIA
Primavera trunca
Por Oscar Armando Bidabehere

Dos mariposas. Danzan, revolotean, aterciopeladas, entre el follaje. Una tiene reflejos dorados, la otra es color café. Anónimas, candorosas, despreocupadas por el entorno. El futuro es el presente. Las pequeñas juegan entre las casas vecinas de aquel barrio de chalets californianos. Levantado siguiendo los preceptos de la arquitectura peronista, que hegemonizó la década del ‘50, predominan los colores pastel, intercalados con ladrillos vista, techos de tejas, postigos de madera, y un perímetro de troncos rodeando el enclave, a las orillas de ese pulmón verde, llamado Parque de Mayo. Bahía Blanca, y aquellos atardeceres junto al arroyo Napostá. El perfume de los eucaliptos, y largos silencios que hacen fecunda la lectura, solo interrumpidos por el arrullo de las palomas.

 No hay barreras ni cercados entre las casas, entonces la vecindad tiene una intensidad familiar. Una brisa tenue acaricia los rostros, se escucha un piano, Nocturno de Chopin, quizás el virtuosismo de Baremboin haciendo de las suyas. El Barrio Universitario López Francés, ocupado por familias de profesores y algunas casas donde comienzan a instalarse estudiantes, entre los que me cuento, tras larga pulseada. O el Barrio Cholón, como lo había rebautizado un profe de historia, para emparentarse con la epopeya vietkong. Una exageración de quienes soñaban asaltar el cielo y fueron sepultados en el fango de la ignominia. La palabra recorre todos los vericuetos cobijándose en esos ambientes amigos.

Niñas con ínfulas de mariposas, Maria Clara, rubia, el pelo lacio y largo, y una expresión a lo Mona Lisa. Ana tiene el cabello castaño y una sonrisa picara, inteligente. Es la mayor. Los murmullos y las risas hablan de vidas plenas. Allí comenzó a germinar la semilla, en una atmósfera de época, propicia para dar vuelta la tierra y arrancar malezas anquilosadas. Los mismos aires de utopía que respiramos todos, justo en ese lugar. Las observo desde mi ventana, estoy ingresando a la vida universitaria, apenas llegado de la Patagonia profunda. Habito la casa nro.4, la que da a la calle, somos ocho forasteros, las de ellas están dispuestas escalonadamente hacia el interior del complejo.

 Tienen números, la Seis y la Siete. La proximidad resulta cómplice. Las luces de la ciudad amenazan encandilarme y las hormonas turgentes azuzan el fisgoneo. Verano del ’68, esa noche de viernes, en la Biblioteca Rivadavia, me hipnotizan el violín de Hernán Oliva y la guitarra de Walter Malossetti. En el clímax, la revolución de los sentidos: “Cuando los santos vienen marchando”.

Todo un símbolo. Los relojes de los dioses devoran las horas, y los chicos crecen, las damiselas emigran. Los senderos se bifurcan para ambas adolescentes, pero las esencias mantienen lazos subterráneos. El destino juega a la taba y una sombra comienza a proyectarse sobre sus dos frágiles figuras. Medusas, de esas que se crían en la profundidad marina, preparan la trampa. Hay un plazo fijo, que tiene fecha de vencimiento, urdido por tenebrosas mentes.

Año ’76. Retumban pasos aviesos, aplastando la hierba, asolando todo. Las botas de triste fama. Videla y sus esbirros hacen de la sospecha una sentencia de muerte. Por las dudas. Primero tiran, después preguntan y ahí la picana quema. Laceraciones imborrables. No escatiman esfuerzos haciendo ruborizar a los mismos nazis que fervientemente se suman a sus huestes. Remus Tetu y sus “ustachis” encabezan la fila en la Universidad del Sur. Lejos de casa, ese Septiembre negro volvió a reunirlas. Ciudad de La Plata. Fatal coincidencia, paradójicamente un mes pletórico de capullos, acacias en flor, y margaritas blancas, que emergen al unísono, aquí y allá, coloreando el paisaje, pero también hay espinas ladinas.

Primero fue el turno de Maria Clara, dieciocho años, poco después Ana, veintidós años, son succionadas, mutilando sus cuerpos, abatidas con saña. Mariposas solidarias, comprometidas, inocentes de toda inocencia, vieron segadas sus vidas y los hechos perpetuaran sus nombres para la eternidad. María Clara Ciocchini, integra la lista de la masacre en La Noche de los Lápices, hija de un profesor de letras, eximio poeta, quien doliente escribió:

”Las manos/contemplan su vacio, su nostalgia de Dios, su muro, límite/que esconde un rostro inconcebible. /El coro de los muertos/ se hace más penetrante en el silencio. / Ferocidad, dulzura/se disputan su presa.”.

A Héctor, corazón herido, lo consumió la pena. Ana Diego, había consagrado su vida a bucear entre las estrellas, hurgando en la infinitud del cosmos, hija de un matemático, homónimo y discípulo de otro celebre habitante del barrio, el profesor Antonio Monteiro.
 Hoy, la joven mártir lleva estampado su nombre en un asteroide, que deambula entre Marte y Júpiter, homenaje de sus pares astrónomos, convocando a los enigmáticos espejos de la galaxia que nos alberga.
Pero también a ellos, los genocidas imbuidos de la banalidad del mal, pudorosos feligreses de misa dominical, dueños de secretos inconfesables que perversamente niegan revelar, como la suerte de cientos de niños.
 Dominus obispus, condenados per omnia saecula saeculorum. Y a nosotros, sobrevivientes, testigos de cargo, la tarea irrenunciable, custodiando la memoria para no olvidar a tantas pequeñas vidas. Los recuerdos ensombrecen, estoy parado frente a las lagunas, a la vera del camino viejo a Punta Alta, los flamencos rosados realizan volutas sobre mi apesadumbrada figura, sus alas desplegadas me regalan el rojo y el negro libertario, el mismo de tantas voces acalladas. Sueños en clave de cambio, para desarticular las pesadillas.

“La piel vertebral de mis visiones/perfecciona su cauta transparencia/y construye esta hora de mi mismo/como si en vez de ser yo quien la transita/ fuera el paso fantástico de todo” dicen los versos de Juarroz. Treinta y seis años han pasado desde aquella horda demencial que pretendió talando el bosque desterrarlo del universo. Hay nuevos brotes que vienen por la vuelta. El barrio ya no es el mismo, reposa ajeno a las huellas dejadas, mientras camino por sus bordes, creo percibir doncellas etéreas, flotando, elusivas a las acechanzas, entre las frondosidad de hojas verdes, agitadas por el viento, que juega a ser alfombra mágica cargado de polen, en el parque, con el fondo musical del arroyo.
 Presencias inasibles como esas virginales mariposas que supieron cautivarnos con su porfía en favor de los condenados de la tierra.

2012-10-15 Olavarría. Provincia de Buenos Aires

2 comentarios:

  1. Zigzaguea la línea que impulsa tu mano y dibuja el recuerdo de una ausencia sentida.
    Adelante!

    Magalí

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