lunes, 12 de noviembre de 2012

LA MISMA FOTO QUE EN RIVADAVIA Y ACOYTE.

Movilización y consumo
Por Gustavo Veiga

Apretada contra las vidrieras comerciales de la avenida Cabildo, la feligresía movilizada en el barrio de Belgrano se confundía con los consumidores de electrodomésticos. Era como un desfiladero humano. Unos, amuchados sobre la vereda, se estiraban en puntas de pie para tratar de divisar lo que pasaba en la esquina con Juramento. Otros, en los amplios salones de Garbarino o Compumundo, preguntaban precios o atosigaban a los vendedores con inquietudes sobre el último iPod o la cantidad de frigorías de un aire acondicionado que puede valer entre 3600 y 7600 pesos. Se sabe: el calor estimula las ventas a esta altura del año.

La movilización en contra del gobierno nacional y la avidez consumista se combinaban con nitidez, como dos actos reflejos, en un puñado de metros cuadrados. Eran dos postales de un único álbum, de una clase social – mayoritariamente clase media– autoconvocada para marchar o que mira de reojo la tarjeta de crédito. No parecía mermar el ingreso de clientes en los negocios de la zona por la manifestación anti K. Por el contrario, se nutría de los vecinos, transeúntes o movilizados que caían seducidos al influjo de las marquesinas que exhiben precios sin anestesia. Bien pueden mezclarse la civilidad ciudadana y el consumo, y no en dosis homeopáticas.

Lo mismo sucedía a la vuelta, por Juramento, en la heladería Freddo, donde señoras acicaladas se apiñaban sobre el mostrador a la espera de un cucurucho de mascarpone con coulis de frambuesas o mousse de arándanos. Los bares vecinos a la iglesia La Redonda o de la Inmaculada Concepción estaban a medio llenar o se completaron cuando finalizó la convocatoria a la marcha. En las caras de los parroquianos se adivinaba un gesto de satisfacción, de deber cumplido. Un tostado de jamón y queso más una pequeña botellita de agua saborizada pueden costar en las confiterías del barrio unos 47 pesos. Nadie sentado a una mesa se quejaba ante el mozo de turno por la inflación. A lo sumo por el calor u otras medidas “impopulares” del Gobierno, como las restricciones para comprar dólares o las presuntas libertades conculcadas.

Los hombres maduros lucían una vestimenta estereotipada. Camisa cuadrillé, bermuda y mocasines Guido. En las mujeres de raros peinados nuevos se anticipaba el verano en sus cuerpos bronceados.

Cabildo y Juramento es una esquina de la iconografía porteña muy sensible a las capas medias. Quizá no tan emblemática como Santa Fe y Callao o no tan paqueta como cualquiera de La Recoleta, pero marca tendencias de consumo y sirve para medir los decibeles que provocan los golpes de las cacerolas. Cacerolas grandes, medianas y chiquitas, un gong sacado de una vieja repisa o campanitas de bronce en manos de abuelas distraídas o niñas sentadas en un cochecito festejadas por sus padres. Da lo mismo cualquier objeto metálico, como dan lo mismo ciertos precios en Cabildo y Juramento. Nadie parece mirarlos con lupa. No es una esquina de rebajas como se ofrecen en el Once o La Salada. A lo sumo se les regatea el precio a los artesanos de la plaza Manuel Belgrano.

Movilizarse es un derecho y consumir también, aunque no se trate de artículos de primera necesidad. Pasa todo junto y en una misma vereda. El sonido de las cacerolas y las preguntas sobre las notebooks de última generación sólo tendrán una impasse cuando se entone el Himno nacional. Será la pausa que anticipará una desconcentración sin incidentes que reportar ni negocios que hayan perdido sus ventas. Por el contrario. En estos tiempos se nota que movilización y consumo van de la mano en un barrio porteño como el de Belgrano. Todo puede combinarse en armonía. El discreto encanto de la burguesía que filmó Luis Buñuel hace cuarenta años.

12/11/12 Página|12
GB

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