viernes, 16 de noviembre de 2012

LA DERECHA, POR CARLOS RAIMUNDI., OPINION.

El discurso del amo recitado como propio de boca del esclavo
Por Carlos Raimundi *

La derecha no se aboca a la construcción de sentido a través de la política, sino mediante otros canales de poder que están dados por su posibilidad –muchas veces de origen económico- para incidir en el curso de las cosas, en el modo de interpretar ese devenir. Posibilidad o poder que proviene de lo que Antonio Gramsci llama “los aparatos ideológicos de las clases dominantes”. Aquellos que, en la mayoría de los procesos históricos latinoamericanos (y en una suerte de “internacional” del poder), la derecha ha manejado desde el dominio o bien la cooptación del Estado, con excepción de los cortos interregnos de flujo popular. Procesos éstos, a los que la derecha supo, también, cooptar o destituir, en la medida que viera lesionados sus intereses con alguna seriedad.

La derecha ideológica y oligárquica

Ese sujeto lábil, escurridizo, de fronteras difusas, que da lugar al espacio ideológico cotidiano de “la derecha” o de “las ideas de derecha”, o de “el pensamiento de la derecha” -a que se refiere Ricardo Forster en su trabajo “La derecha y su metamorfosis” publicado en esta misma página- no se dedica a “construir ideología”, esto es, a delinear un conjunto de valores y creencias que moldeen una visión a largo plazo del mundo y de la sociedad. No destinan a ello demasiado tiempo. Es más, hasta podría decirse que muchos de sus integrantes deben pensar para sí, o darlo por supuesto en todo caso, que no les hace falta “perder tiempo” en eso. No porque no necesiten una ideología para vivir, sino porque se encuentran con que esa “Ideología” que necesitan para vivir, está predeterminada, premoldeada, por toda ese despliegue previo de sentido que el poder construye astutamente , con el fin de justificarse, sostenerse, consolidarse y auto-reproducirse.

La derecha no se aboca a esa construcción de sentido a través de la política, sino de otros canales de poder, que están dados por su posibilidad –muchas veces de origen económico- para incidir en el curso de las cosas, en el modo de interpretar ese devenir. Posibilidad o poder que proviene, entre otros caminos, de aquellos medios de comunicación surgidos al amparo de los intereses empresarios y corporativos dominantes, o de las instituciones del sistema educativo privado ligado a las más altas elites, de la cúpula de la Iglesia Católica. En definitiva, a través de lo que Antonio Gramsci llama “los aparatos ideológicos de las clases dominantes”. Aquellos que, en la mayoría de los procesos históricos latinoamericanos (y en una suerte de “internacional” del poder), la derecha ha manejado desde el dominio o bien la cooptación del Estado, con excepción de los cortos interregnos de flujo popular. Procesos éstos, a los que la derecha supo, también, cooptar o destituir, en la medida que viera lesionados sus intereses con alguna seriedad.

Las verdaderas causas de su irritación

Esta derecha nunca temió demasiado a las conquistas parciales del campo popular. Es más, fueron estas conquistas parciales las que le posibilitaron justificar su “tolerancia” democrática. A lo que esta derecha teme es a la disputa de los paradigmas ordenadores de las relaciones de poder. Y a eso se debe su reacción destemplada frente a este presente de Sudamérica. No es que les tema tanto a los miles de médicos cubanos que prestigian los flamantes centros de salud en medio de las comunidades indígenas de Bolivia. Lo que no están dispuestos a tolerar es que esos indígenas que fueron sometidos durante siglos, estén hoy día tan saludables como para sostener en el tiempo la profundización de un proceso revolucionario democrático encarnado en “uno de ellos” como lo es Evo Morales, y ocupándose, ellos mismos, de las cuestiones del Estado. No le temen tanto a un aumento de salarios, como a la autonomía del Estado para tomar decisiones económicas. No se molestan tanto con que los graffities afeen el paredón de una de sus mansiones, sino que estallan de indignación, hasta llegar al paroxismo, cuando comprueban el desarrollo de nuevas estructuras políticas populares capaces de inundar las calles y sostener con solidez el debate público desde una mirada alternativa. En definitiva, su grado de indignación es directamente proporcional a la profundidad de los intereses y las cuotas de poder que sea capaz de afectar un proyecto popular.

De aquí, que, sus voceros de clase como Beatriz Sarlo, Magalena Ruiz Guiñazú o el diario La Nación, elogiaran los “buenos modales” de la última campaña presidencial de Chile. ¿Qué nivel de conflicto profundo podía acarrear una campaña en la que sus intervinientes no se proponían alterar ninguno de los pilares fundamentales del status quo?

En la Argentina, el poder estaba acostumbrado a que una amenaza de corrida de depósitos armada por el poder financiero lograba torcerle el brazo a los sucesivos gobiernos. En cambio, la presencia de una Presidenta que no se amedrenta los mueve de ese lugar hegemónico, y, por lo tanto, los encoleriza de manera reveladora. La disputa por la orientación de la autoridad monetaria que ejerce el Banco Central, la directiva de destinar fondos para asistir a las pymes o para la inversión financiera, la obligación de liquidar divisas en el país, son medidas conducentes a establecer, progresivamente, regulaciones al mundo financiero a las que éste no se muestra dispuesto a disciplinarse. Y lo mismo podría decirse con la negativa a devaluar la moneda nacional, y con las restricciones a la liberalidad absoluta que reinó durante décadas respecto de las transacciones con moneda extranjera. Desde luego que, si esperaban recibir siete pesos (en realidad no son siete, sino lo que “ellos” fijaran luego de ganar la disputa) por cada dólar proveniente de las exportaciones de soja y el Estado sólo está dispuesto a reconocerles menos de cinco, estamos ante una derrota en el pleito por ese excedente económico que los grupos concentrados no están dispuestos a aceptar en silencio. Inentendible sería si ocurriera lo contrario. ¿Cómo no van a reaccionar los grandes estudios de abogados y contadores, que, primero, arreglaron el endeudamiento usurario del país, y una vez que se hizo imposible su pago, se enriquecieron litigando contra el Estado Nacional en nombre de los acreedores? ¿Cómo no van a reaccionar –decía- si hoy el Estado, por la vía del desendeudamiento, ha logrado sortear las condiciones extorsivas que le imponían los organismos internacionales de crédito, de los que ellos cobraban ingentes comisiones? ¿Cómo no va a reaccionar el mayor oligopolio mediático de habla hispana ante un modelo nuevo de país, que, no sólo lo desplaza del ficticio pedestal de la imparcialidad informativa, sino que, al obligarlo a transferir la mayor parte de sus licencias, afecta seriamente la cotización de sus acciones en las plazas financieras del exterior? Por último, ¿podemos desligar el clima de agresividad que invade a una parte considerable de nuestra sociedad, de aquellas grandes líneas de interpretación real y simbólica de los hechos, que estos factores de poder han desplegado históricamente para sostener sus intereses?

CONTINUA...

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