miércoles, 11 de julio de 2012

El proyecto político de San Martín Primera Parte.



- | 5 de Julio de 2012 
Por Alejandro Pandra

El último 13 de junio se realizó la tercera sesión del Seminario anual del Foro San Martín para la Reunificación de nuestra América. La charla en esa oportunidad estuvo a cargo de Alejandro Pandra, veterano militante del peronismo, impulsor de la unión suramericana, ensayista e historiador aficionado, editor de la Agenda de Reflexión, y fundador del Foro.
A principios de marzo de 1812 arribó al puerto de Buenos Aires -procedente de Londres, después de dos largos meses de navegación- la fragata “de línea” George Canning (por entonces se acostumbraba bautizar los barcos con nombres de personajes vivos y actuantes). Leemos en La gazeta de Buenos Ayres sobre “el estado terrible de anarquía en que se halla Cádiz dividido en mil partidos. [...] A este puerto han llegado, entre otros particulares que conducía la fragata inglesa, el teniente coronel de caballería don José de San Martín, el capitán de infantería don Francisco Vera, el alférez de navío don José Zapiola, el capitán de milicias don Francisco Chilavert, el alférez de carabineros reales don Carlos Alvear y Balbastro, el subteniente de infantería don Antonio Arellano y el primer teniente de la guardia valona barón de Holmbert. Estos individuos han venido a ofrecer sus servicios al gobierno, y han sido recibidos con la consideración que merecen por los sentimientos que protestan en obsequio de los intereses de la patria”.
Lo que no informa La gazeta es que se trataba de oficiales -todos en la jocunda edad de la aventura- iniciados en los grupos de revolucionarios militares europeos, y que habían jurado vencer o morir por la independencia de América.
San Martín había sido atraído por Miranda a la gran gesta emancipadora. Para ello había quebrado sus compromisos militares y roto el juramento de lealtad a la bandera de la patria de su sangre, para fundar la patria de su espíritu. Tenía treinta y cuatro años y -después se vería- un plan y un sistema para aplicar al cumplimiento de aquel juramento.
Era Ulises retornando a su Itaca.
Muy pronto los viajeros percibieron las deficiencias y mediocridades de la política local, la falta de poder, la mezquindad y el desprestigio del gobierno del primer triunvirato y de su veleidoso secretario Bernardino Rivadavia, casado con una hija del virrey Del Pino y arquetipo perfecto del partido de las luces.
De inmediato los viajeros crearon un nuevo grupo de presión política al que bautizaron logia Lautaro, lo que ilustra que su visión americana era, desde el inicio, continental y revolucionaria, como se mostró acabadamente en su decisiva influencia sobre la marcha de los acontecimientos de los años subsiguientes.
Lautaro fue el gran cacique chileno que en 1541 incitó a su pueblo a luchar contra la opresión española y cuya historia cantó el poeta-conquistador Alonso de Ercilla en La Araucana. A diferencia de los demás ejércitos indígenas del continente -numerosos pero mal organizados, sin conducción ni estrategia militar-, el del indio Lautaro, un convertido al cristianismo que había sido caballerizo de los españoles, logró la eficaz defensa del Arauco a través de una serie de planes militares que han pasado a la historia. Infligió graves derrotas a Valdivia y reconquistó gran parte de Nueva Extremadura mediante tácticas envolventes en bien disciplinadas oleadas sucesivas, adaptándose al terreno y al clima. Lautaro utilizó los arcabuces y cañones capturados a los españoles y los combinó con cuerpos de caballería.
Durante siglos no se logró acabar con la resistencia araucana -los guerreros más fieros e inteligentes de América-, y por eso Chile siempre fue una capitanía general, es decir, un gobierno militar instalado en territorio hostil. Según el jesuita Rosales, en la guerra de la Araucanía murieron cuarenta mil españoles, vale decir, más que en la suma conjunta de la conquista y la independencia. El nombre de Lautaro resultó un inspirador bautizo para los juramentados.
A escasos siete meses de aquel desembarco registrado por La gazeta, en el amanecer del 8 de octubre de 1812, aparecieron formadas en la plaza de la Victoria, las fuerzas de la guarnición de Buenos Aires conducidas por la logia: el flamante regimiento de granaderos -caballería napoleónica, la última palabra del arma- al mando de su fundador, un regimiento de artillería y un par de batallones de infantería. En actitud revolucionaria se pedía un nuevo gobierno compuesto “por personas más dignas del sufragio público” y la convocatoria de un congreso de las provincias “que decida de un modo digno los grandes negocios de la comunidad”. Bernardo de Monteagudo ofició ese día de agitador del pueblo (un par de miles de personas movilizadas en la plaza), fue el redactor del tradicional petitorio y su nombre encabezó las firmas. En el arco central de la recova se habían colocado dos obuses y en las esquinas de la plaza los cañones, como para ratificar, si fuera necesario, “la voz del pueblo”.
El movimiento produjo la caída y el reemplazo del primer triunvirato, pronunciamiento del que derivaría la asamblea del año XIII. Ya no “junta” ni “cortes” a la española, sino “triunvirato”, “directorio” y “asamblea” a la francesa: sus diputados se tratarán de ciudadanos y sus discursos responderán al gusto neoclásico puesto de moda, con alusión constante a héroes griegos y romanos y citas de Cicerón. El golpe tuvo por objeto enderezar el rumbo de la revolución -perdido desde el instante en que se eliminó a Moreno y a su plan de operaciones-, bajo la ya clásica forma de la convocatoria a un cabildo abierto a favor del tumulto, con ruido de sables y gritos en la plaza y “la voluntad del pueblo” expresada en un petitorio firmado.
Pero “la voluntad del pueblo” resultaría finalmente acallada. En enero de 1813, presidida por Alvear, que ya era la figura más prominente del Plata, comienza a sesionar solemnemente en Buenos Aires la asamblea nacional, que iba a seguir al pie de la letra las resoluciones de las cortes de Cádiz. En marzo Rondeau le comunica a Artigas que el triunvirato “le ordena” a la banda oriental prestar juramento de obediencia a la asamblea. En abril “el jefe de los orientales” reúne un congreso en su campamento de Tres Cruces, en Peñarol, frente a Montevideo, con gauchos, indios, negros, mulatos, españoles y criollos, muchos analfabetos.
El estilo de la asamblea del año XIII estaba en las antípodas del espíritu popular, criollo, épico, austero, valiente, libre, gaucho y combatiente encarnado por San Martín y por Artigas. Artigas confecciona en aquel congreso de Peñarol un programa extraordinario de veinte puntos para que los diputados orientales lleven a la asamblea: declaración de la independencia absoluta, sistema republicano de gobierno, régimen federal, supresión de las aduanas interiores, un plan nacional de desarrollo, prevenciones contra el despotismo militar y la sabia medida de fijar la capital de la confederación a crearse fuera de Buenos Aires. Nada se había escrito hasta entonces como ese articulado en el que se expresaba la temática de la revolución nacional con absoluta precisión y autenticidad: significaba clarificar la revolución de mayo y llevarla a la calle, sacándola del ámbito palaciego en que se manejaba. Pero en la Asamblea no había lugar para el tajante ideal revolucionario artiguista sintetizado en cinco proposiciones decisivas: independencia, república, federación, fin del puerto único y designación de una nueva capital.
El conflicto entre los intereses del país con los intereses del puerto ya no se resolvería en una asamblea, sino en el campo de batalla.
A fines de 1813 un acontecimiento imprevisto nos pondrá entre la espada y la pared: Napoleón, presionado por las circunstancias, restablece en el trono a Fernando VII, mal español, mal rey, mal hombre. Alvear pierde los estribos y postula traer “el gobierno de afuera”, implorando el protectorado británico en sendas cartas al ministro Castlereagh y a Stangford. “Este país no está en edad ni en estado de gobernarse por sí mismo y necesita una mano del exterior que lo dirija y contenga en la esfera del orden antes que se precipite en los horrores de la anarquía. [...] En estas circunstancias solamente la generosa nación británica puede poner un remedio eficaz a tantos males, acogiendo en sus brazos a estas provincias, que obedecerán su gobierno y recibirán sus leyes con el mayor placer”. Parece que Alvear no fue el varón magnánimo que evoca su magnífica estatua ecuestre, el mejor monumento de la ciudad de Buenos Aires. El futuro vencedor de Ituzaingó -una de nuestras más gloriosas batallas- resultó esta vez vencido por la desesperación.
Pronto el ejército del norte, destrozado en Sipe-Sipe, abandonó el Alto Perú y se replegó a Salta, cediendo a las montoneras de Güemes la guerra contra los absolutistas. Buenos Aires se desgarraba entre facciones ante la imposibilidad de imponer la autoridad del régimen directorial de la capital a las provincias, segregadas y hostiles. Los prohombres de la generación de mayo -además del eminente miembro de la logia que ya mencionamos-, para salvar al país de la anarquía, buscaban secreta y deses­peradamente algún protectorado que hiciese las veces del gobierno propio que ellos no habían logrado asentar. La banda oriental era hostigada y estaba virtualmente ocupada por los portugueses al mando del general Lecor. Paraguay se había segregado. Las provincias unidas constituían por esos días el único territorio de Hispanoamérica que no había sido recuperado por las armas borbónicas. Permanecía el virreynato de Lima y había sido recapturada la capitanía general de Chile. Había caído el cura Morelos en México. Bolívar había sido derrotado en Venezuela. Fernando VII preparaba en Cádiz una poderosa expedición militar al Plata (milagrosamente diezmada a punto de embarcar por una epidemia de fiebre amarilla). Y en toda Europa prevalecía la santa alianza: Jorge III de Gran Bretaña, el zar Alejandro I de Rusia, Federico Guillermo III de Prusia y Francisco I de Austria, contraria a las ideas libertarias y republicanas.
En ese contexto de derrota comenzaron a oírse las voces de los pusilánimes y los malintencionados que, sembrando desánimo y escepticismo, pregonaban la inminencia del derrumbe de la hazaña liberadora y la conveniencia de volver al redil de la dominación española -en el mejor de los casos- o de pedir la protección de otro poder imperial, por ejemplo Inglaterra. “Cualquier amo antes que la anarquía”, se decía. De paso, claro, se insinuaba que la anarquía era el partido del pueblo, las provincias “bárbaras”, el país hispanoamericano…
Sin embargo, en medio de tales circunstancias, se iba a producir en Tucumán un acontecimiento sinceramente auspicioso. En esas condiciones desesperadas, después de viajar por más de tres meses en carretas de bueyes o -los más privilegiados- más de treinta días en galeras de cuatro caballos, a razón de un elector por cada cinco mil habitantes de ciudades y villas, con sus levitas polvorientas y sus sotanas zurcidas, pero escuchando la voz silente de la patria, “los representantes de las provincias unidas en Suramérica se declaran una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”.
Desde Pedro de Cevallos, cabeza del partido jesuítico y primer virrey del Plata, hasta San Martín, en menos de medio siglo logramos sucesivamente expulsar del país a los portugueses, a los ingleses y a los españoles. No estuvo nada mal…

FUENTE AGENDA DE REFLEXION.COM
ALEJANDRO PANDRA.

Prof GB

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