miércoles, 15 de diciembre de 2010

INTERNACIONALES.

Cambio de contexto internacional e importancia del megaespacio iberoamericano
- 14 de Diciembre de 2010 ≈ 12:34
Por Horacio Cagni


A partir del fin del bipolarismo, la caída del Muro de Berlín y la disgregación de la URSS, asistimos a un cambio profundo del contexto internacional, que pre­senta un panorama mundial fluido e inestable, en el que, el vigente proceso de globalización, hace aparecer diluidos a los actores políticos clásicos. Si el Estado-nación fue el principal actor de la política internacional durante toda la época moderna, hoy asistimos a su debilitamiento a manos de los poderes indirectos, unidos a las incrementadas formas de lo que George Soros denomina capitalismo abstracto. Un poder indirecto es aquel que, sin tener que compartir los riesgos del mando, usufructúa todos los beneficios del poder político.
La desvalorización del Estado implica preguntarse por las fronteras. Evidentemente, la noción de territorio ha cambiado, y en el nuevo reordenamiento planetario resultante, asistimos también a un cambio en las formas de organización de la soberanía. Esto conlleva a una total revalorización de los criterios geopolíticos: en un mundo signado por la escasez, el dominio de los recursos naturales estratégicos, destinados a la produc­ción y a la energía (el gas, el petróleo, los minerales), y ligados directamente a la vida (el agua), constituirá la médula de los conflictos.
Luego del fin del bipolarismo, la hegemonía de los Estados Unidos, la superpotencia sobreviviente, parecía conducir al planeta hacia el unipolarismo. No obstante, el fin del orden consagrado en Yalta puso, como es evidente, a la Unión Europea como protago­nista principal. Otros países, además, ofrecieron resistencia al one world, como China y la India, por su entidad y peso geopolítico, o Rusia, por su negativa a integrarse totalmente al proceso globalizado.
Estados Unidos es la única potencia capaz de mantener presencia militar plena y simultánea en dos teatros de conflicto, como en el Golfo Pérsico. Lo cual, obviamente, no es poco… es insuficiente. La soberanía de China, India o la Federación Rusa no es discutida. La realidad demuestra que el mundo actual no es unipolar ni multipolar, sino apolar, y que, a pesar de existir un primus inter pares, no hay una hegemonía planetaria. Se trata de un mundo apolar que pretende dirigirse hacia un multipolarismo, en el que la disyuntiva actual se presenta entre la globalización -sinónimo de americanismo- y los grandes espacios, o megaespacios de integración.
Un gran espacio -lo definimos una vez más- es una esfera o bloque supraestatal, organizado a partir de una estructura federal o confederal autocentrada, y con un abso­luto respeto de sus partes componentes. Así, se evitan roces y problemas de tipo étnico, lingüístico y cultural, que el Estado-nación, clásico -centralista, de fronteras cerradas y excluyentes de sus vecinos- no pudo resolver. La unidad del megaespacio está confor­mada por la sustancia de sus pueblos, religiones, etnias, lenguas y culturas, lo que implica el respeto de sus herencias nacionales y la voluntad de constituir una unidad política capaz de coexistir con otros megaespacios en armonía, aunque con la preferencia de sí mismo, con la defensa de su identidad de bloque y la de sus componentes.
El ejemplo típico es la Unión Europea, pero podemos indicar, a su vez, la existencia de naciones que son megaespacios en sí mismas, con una gran diversidad interior aunque autocentradas, como China y los Estados Unidos. La común idiosincrasia, los valores com­partidos y una marcada homogeneidad, como los problemas comunes que deban afron­tar, aseguran que el ámbito latinoamericano podría conformar un megaespacio sin las dificultades que tuvieron para consolidarlo, por ejemplo, los europeos.
Estrategia panintervencionista


A partir de los noventa, el Tercer Mundo tuvo alta prioridad en la estrategia de segu­ridad nacional norteamericana. Ya el tema central no era el comunismo, sino que se plantearon nuevas amenazas, como el terrorismo, la proliferación de armas de destruc­ción masiva y los conflictos étnicos, además del narcotráfico. Al amparo de estas nuevas premisas, los eeuu intervinieron en los Balcanes contra Serbia, y, acorde con la doctrina Brzesinki, extendieron la OTAN aún más hacia el este. La intención fue la de introducir una cuña en Eurasia, para vigilar el resurgir del nacionalismo ruso creando un colchón entre Europa y Rusia, y con el objeto de apuntar al mundo islámico, donde se encuentran ingentes reservas de petróleo. También ampliaron su intervención en el subcontinente iberoamericano a partir del Plan Colombia.
Sin embargo se necesitó el atentado del 11 de setiembre del 2001 para que la política panintervencionista estadounidense encontrara su total justificación. Las más graves cues­tiones de seguridad para Washington -Irak, Afganistán, Somalia, Corea del Norte, Haití, operaciones de paz de la ONU, etc.- son problemas del Tercer Mundo. La doctrina Monroe, que aseguraba una posición defensiva de EEUU como tutor de América frente a otros poderes, hace tiempo se había transformado en ofensiva, proceso que se inició con la guerra hispanoamericana de 1898 y continuó en las dos guerras mundiales. Pero lo que caracteriza a la política exterior norteamericana a principios del siglo XXI es un panintervencionismo casi ilimitado. EEUU, a diferencia de la Federación Rusa o China, (que son potencias pero, de momento, “potencias de resistencia”) es la única que tiene la capacidad de emprender operaciones militares a grandes distancias -debido a sus múl­tiples recursos y superior tecnología- apoyada en una geovisión aerosatelital. Se ha de­nominado neomahanismo1 a este panintervencionismo activo.
En esta línea, el presidente George Bush (hijo) optó por la vía militar para la resolución de los temas estratégicos prioritarios. Es que el tiempo urge: en treinta años EEUU dejará de ser la primera potencia, lugar que ocupará China, seguida quizá de la India; la Unión Europea seguramente se ampliará hacia Eurasia, incluyendo a Rusia. La posesión de recursos naturales escasos se hace imperiosa, de allí la nueva doctrina de seguridad y guerra preventiva, por la cual Washington puede intervenir donde considere que en el futuro sus intereses se vean amenazados, un absurdo dentro del derecho internacional, que señala, sin embargo, una decisión de realpolitik. La invasión de Afganistán primero, y la de Irak después, obedecen a esta nueva concepción, un justificativo para asegurarse petróleo y gas, así como para combatir en el marco del espacio del dinero virtual, ahora que el euro se presenta como alternativa frente al dólar.
En este marco, Iberoamérica tiene una importancia fundamental para los EEUU, por ser tradicionalmente el área indiscutida de influencia de esta nación, más aún desde la con­formación de grandes bloques económico-políticos a nivel internacional. El futuro del poder norteamericano yace en una más estrecha cooperación política y en una mayor integración económica con los países iberoamericanos. Es decir que, dado su enorme poder, en los hechos esto equivaldría al control directo de la entera región latinoameri­cana. En un área caracterizada por la pobreza, el subdesarrollo, la existencia de ámbitos de castigo y de recompensa a nivel interno, la desigualdad, la pobreza, la inseguridad, la violencia y la inestabilidad política, un incidente más o menos grave puede conducir a una vietnamización del problema, como ya lo reconoció Henry Kissinger al advertir que el Plan Colombia, sin la cooperación de otros países latinoamericanos podía fracasar. La desaparición del argumento “defensa del mundo libre frente al comunismo” hace que la justificación del intervencionismo estadounidense sea cada vez más difícil, de allí la nece­sidad de montar coaliciones -como en el caso reciente de la invasión a Irak- amparadas en la doctrina de la seguridad colectiva. Esta doctrina se basa en una visión policíaca de las relaciones internacionales, en la discriminación del adversario, convertido, de sujeto interna­cional, a simple gángster o criminal internacional, en la desproporción en el uso de la fuerza de corrección colectiva, en la inexistencia de neutrales que contrapesen este mecanismo y en la dilución de la responsabilidad de aplicación de la fuerza correctiva en el mecanismo colectivo de seguridad.
Así como la ONU y el Consejo de Seguridad se dividieron en el tratamiento de la cuestión del Irak de Saddam Hussein, -reduciendo la intervención a una acción atlantista con la única cooperación activa del Reino Unido-, y parte de Europa con Francia a la cabeza oponiéndose activamente, también los países latinoamericanos han sido reticen­tes en la presunta colectivización del Plan Colombia para darle un viso de legitimidad a la defensa o apuntalamiento de la democracia en dicho país. De allí la necesidad por parte de los resortes de poder norteamericanos, incluida la CIA, de provocar diversos casus belli en el continente latinoamericano y desestabilizar los gobiernos que se oponen a su hegemonía. Helio Jaguaribe ha señalado muy bien que la principal política para los países iberoamericanos es montar un bloque supraestatal de negociación conjunta y no provocar la “iraquización” del área.


El crustáceo geopolítico sobre Iberoamérica

El área de libre comercio norteamericana, nafta, de hecho polariza a los dos países vecinos de eeuu como satélites; y el dólar es la moneda única de ipso de todo el megaespacio. A la vez, el NAFTA -y su pretendida ampliación el alca- es un instrumen­to de guerra contra Europa y el Extremo Oriente. Washington, ante la creciente hispanización del sur, prefiere movilizar capitales y poner muros y diques de conten­ción antes que aceptar las migraciones, pero necesita expandir la hegemonía econó­mica y militar al resto del continente.
El accionar estadounidense fue ejemplificado hace unos años por Valladao y Luc Sorel como “estrategia del bogavante” (langosta marina). El NAFTA con sus tres países consti­tuye los centros vitales del crustáceo -con EEUU como corazón-, y la cola “rica en carne”, es América Latina. El artrópodo geopolítico ejerce su influencia gracias a sus dos formidables pinzas: las alianzas militares que le permiten enmarcar, de un lado, a Europa Occidental y proyectarse sobre Eurasia y, del otro, a Japón, China y Asia-Pací­fico. Entre ambas zonas están las áreas de turbulencia del ex imperio soviético y del mundo islámico, hacia donde el animal dirige sus antenas y se reserva la posibilidad de intervenir, directamente o no. Con la doctrina de “guerra preventiva” se demostró en los hechos la capacidad de injerencia del bogavante, por ahora en la coordenada de tensión geopolítica Afganistán-Golfo Pérsico.
La actual política estadounidense conforma una doble tenaza económica y militar sobre Latinoamérica. La primera consiste en la creación del ALCA, que en los hechos supone una ampliación del NAFTA y lo cual obligaría a los países iberoamericanos a adecuar sus políticas económicas a los dictados de la superpotencia. EEUU necesita impe­riosamente consolidar un megaespacio controlado desde Alaska a Tierra del Fuego, pues entonces, con un mercado de casi 800 millones de habitantes y un PBI regional -si se incluye a EEUU- es de 11.5 billones de dólares, que sería casi un 30 % superior al de la Unión Europea. Ello equivaldría a decir el mayor mercado unificado del globo, un tercio del PBI mundial y más de un quinto de todo el comercio mundial. A esta integración le seguiría fácilmente la dolarización, que solo prosperó en escasos países al fracasar las políticas neoliberales.
Militarización, alcance y límites del poder panintervencionista

La militarización de América Latina se comprueba toda vez que prolifera la presencia de bases, tropas y advisors estadounidenses, muchas veces bajo la forma de misiones humanitarias o de cooperación. Sin olvidar, obviamente, los innumerables ejercicios militares y aeronavales realizados en conjunto con los países del área.
Particularmente en Colombia, que es un trampolín para una posible ampliación del plan, como también Ecuador. Solo por ahora una ampliación de la injerencia de Washington hacia la Amazonia y el Orinoco ha encontrado una manifiesta oposición desde el Brasil del presidente Lula y la Venezuela del presidente Chávez. En la zona del Caribe se montaron bases en Puerto Rico, Aruba y Curazao, así como en los países centroamericanos. El PPP (Plan Puebla Panamá) involucra a Méjico y Centroamérica. En Argentina se multiplica la pre­sencia estadounidense bajo la forma de bases científicas para el control de la prohibición y prevención de ensayos y explosiones nucleares en la Patagonia, y del trabajo de exper­tos en enfermedades tropicales y para combatir el dengue, en las proximidades de la Triple Frontera.
Esta última área es un punto álgido, pues allí se encuentra una de las mayores reservas acuíferas y de agua subterránea del planeta; en 2050 está previsto que la demanda del vital fluido se acercará al 100 % del suministro total disponible.
Por ello, el gobierno de Washington prevé una intervención con el argumento de que en dicha zona se encuentra uno de los lugares de asentamiento del terrorismo islámico.
Nadie suficientemente avisado puede creer que la diferencia entre los intereses de un gobierno republicano y otro demócrata pueda ser tan significativa. Los intereses de las potencias y de los poderes indirectos en ellas enancados han sido siempre constantes, y el poder global del bloque o alianza que la metrópoli controle. Cierto es que hay dife­rencias de estilo. Según Dana Priest, los militares estadounidenses han llenado el vacío dejado por una Casa Blanca indecisa, un departamento de estado atrofiado y un con­greso distraído. Los norteamericanos encaran el nuevo siglo con la doctrina de guerra preventiva, a cara descubierta, y es por eso que Wolfowitz puede referirse tan orondo a la invasión de Irak: “esta es una guerra por el petróleo, ¿qué otra cosa creían que puede ser?” Buena parte de los conservadores y republicanos más conspicuos son militares.

La Escuela de las Américas, ubicada antes en Panamá y ahora en Georgia, coexistió con la manipulación institucional y económica; George Bush (padre) y Bill Clinton apos­taron al dominio global a través de instituciones internacionales como el FMI y el ALCA, que imponían reglas de globalización favorables al imperialismo económico. Pero Bush (hijo) prefiere directamente el intervensionismo militar, pues, como se apuntó, sus ase­sores le indican que el tiempo geoestratégico corre muy de prisa. Oriente Medio y el Golfo es la principal zona de militarización pero ahora le seguiría Iberoamérica: existen un total de 280 bases militares de todo tipo repartidas en el planeta que señalan la misión imperial que Washington asumió desde el fin del bipolarismo.
Sin embargo, la misma extensión y complejidad del aparato militar e industrial que sustenta este accionar muestra sus falencias. Las guerras se hacen por subcontratos, ya que al suprimirse el servicio militar obligatorio, las fuerzas armadas norteamericanas están constituidas por profesionales que, si bien son numerosos, bien entrenados y mag­níficamente equipados, cada vez son y serán más insuficientes. La realidad prueba la importancia creciente de los mercenarios; ellos son hombres y mujeres pobres, que tienen no obstante en el ejército una posibilidad de progreso, son los peor entrenados y constituyen la “carne de cañón” de las guerras más antipáticas de los últimos tiempos.
Algunos aliados europeos, como la España de Aznar y la Italia de Berlusconi, están empezando a sentir en carne propia lo que significa integrar las fuerzas de esa coalición en calidad de socios menores, estas siempre empiezan a ser golpeadas en sus partes más débiles. El sangriento 11 de marzo en Madrid cambió un gobierno y está por provocar la retirada de uno de los miembros de la coalición. Asistimos a la época de la declinación de Roma, cuando las tropas imperiales eran extranjeras, carecían de convicción y, según cuenta Vegenio, terminaron por pedir al emperador Marciano que les equipara de una manera más ligera y confortable, de modo que, cuando las invasiones masivas supera­ron la avanzada ingeniería militar romana, estuvieron tan expuestos a los golpes que solo pensaron en huir.
Robinson y Gallagher, grandes eruditos británicos, en su estudio sobre la mente oficial del imperialismo victoriano, señalan que a inicios del pasado siglo XX, al Imperio Britá­nico le preocupaba que sus fuerzas estuvieran tan diseminadas y expuestas. La crisis anglo-boer, el Cercano Oriente, el Asia Central, y el Sudeste Asiático constituían para Londres fronteras inseguras, siempre nuevas. Defender la India le valió involucrarse en Birmania, Tibet, Afganistán, y Persia; guardar Egipto implicó comprometerse en Sudán. A partir de 1918, para seguir defendiendo adecuadamente la India, los ingleses habrían tenido que ocupar Moscú, en consideración a la logística, que es -y no las fuerzas en los frentes de batalla- el punto débil de todo poder imperial. Para entonces, la Unión Jack no pudo, con todas sus flotas, seguir conservando sus posiciones; y terminó por rifarlas o entregarlas a los Estados Unidos a partir de la Segunda Guerra Mundial. Habrá que ver si Washington saca lecciones de la historia. De hecho, como decía Carl Schmitt, no se puede violar la ley de los grandes espacios, ni aún saliendo fuera de la tierra. Salvo, claro está, que consideremos un nuevo tipo de hombre, un extraño a su género, y sin religación alguna.
Todo lo dicho no hace más que señalar la crucial necesidad de consolidar un megaespacio iberoamericano que permita preservar la capacidad de negociación de la región frente a los demás espacios en consolidación en este mundo apolar, pero que avanza, y debe avanzar, hacia el multipolarismo. Un gran espacio biocéanico autocentrado, orientado no solo hacia la Unión Europea -que, si bien tiene sus propios intereses nada altruistas, pero permitiría balancear el enorme poder del norte del continente-, sino también orientado hacia el vasto mercado asiático y a la constitución de una geoestrategia común con los grandes países del África subsahariana, como Nigeria y Sudáfrica, en un Atlántico Sur de unión y no de separa­ción. Esta es la gran tarea que deparan los albores del siglo XXI.

Horacio Cagni
Politólogo e historiador, especializado en relaciones internacionales en Barcelona. Ha publicado libros y artículos de su especialidad en el país y en el extranjero.
[Extraído de la Revista Peronistas, 2006]

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